TJ Klune

Ravensong. La canción del cuervo


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tú. No llegarías muy lejos.

      –Vaya que eres peleador. Dime, Gordo, ¿realmente piensas que puedes ser más inteligente que yo?

      –Sé lo que eres.

      Se inclinó hacia adelante.

      –¿Y que soy?

      –Una cazadora.

      –¿De qué? Dilo, Gordo.

      –Lobos.

      –Bien –replicó, acariciándome el brazo–. Eso está bien, Gordo. Grita si quieres. Grita con todas tus fuerzas. En definitiva, no hará diferencia. No tan cerca de la luna llena. Porque, ahora mismo, una manada de lobos se ha reunido en el bosque para disfrutar de sus ansias de sangre. Monstruos, Gordo. No son más que monstruos que han hundido sus dientes y garras en ti. Te liberaré de ellos.

      Sentía la cabeza pesada, la piel caliente.

      –No llegarás muy cerca.

      Sonrió de oreja a oreja. Parecía un tiburón. Me soltó el brazo y buscó algo en su falda. Alzó un walkie-talkie pequeño y lo dejó sobre la mesa entre nosotros. Apretó un botón. Emitió un pitido.

      –Carrow –dijo ella, y soltó el botón. Se oyó el crujido de la estática.

      –Aquí Carrow, cambio.

      –¿Estás en posición? Cambio.

      –Sí, señora. Todo listo. Cambio.

      –¿Y los lobos? Cambio.

      –Aquí. Reunidos en el claro. Cambio.

      –¿Y los tienen rodeados? Cambio.

      –Sí. Ah… Hay, ah. Niños. Cambio.

      –Todos de edad –dijo ella, asintiendo con lentitud–. Ya se han perdido en sus lobos.

      –No hagan esto –rogué–. Por favor, no lo hagan.

      –Es mi deber –dijo Meredith King–. Por la gracia de Dios, los eliminaré de este mundo. Dime, Gordo. ¿Lo amas?

      –¿A quién? –pregunté, con los ojos llenos de lágrimas.

      –A ese muchacho. El que vino a verte ayer. El lobo. Pensé que la olería en mí, a la sangre de los otros. Pero lo distrajiste muy bien. ¿Lo amas?

      –Vete a la mierda.

      Sacudió la cabeza.

      –Las otras manadas no tenían brujo. Resultaron… fáciles. Pero he estado preparándome para este momento. Este día. Aquí. Ahora. Porque si cortas la cabeza, el cuerpo muere. El rey. El príncipe. Me lo agradecerás. Después de todo.

      Puse las manos sobre la mesa, las palmas hacia arriba.

      Se revolvió en el asiento y…

      Sentí un dolor agudo en la muñeca, como la picadura de una abeja a mediados del verano.

      Bajé la vista.

      Ella apartó la mano, la jeringa ya oculta.

      –No, no puedes hacer esto, no puedes hacer esssto, porrr favorrr, no esss…

      Los colores del mundo a mi alrededor comenzaron a mezclarse.

      Todo se desaceleró.

      Oí palabras de preocupación que llegaban de un lugar muy, muy lejano.

      –Oh –le respondió la cazadora, Elijah–. Se estaaaaba sintiendo un poco descompuuuuesto. Yo lo ayudaré. Yo voooy a…

      Después, se hizo la oscuridad.

      Soñé que estaba con los lobos.

      Corríamos, y los árboles eran altos y la luna brillaba, y yo les pertenecía a ellos y con ellos, y echaba la cabeza hacia atrás y cantaba.

      Pero los lobos no cantaban conmigo.

      No.

      Gritaban.

      Me desperté lentamente.

      Sentía la lengua hinchada en la boca.

      Abrí los ojos.

      Estaba en el bosque.

      Las copas de los árboles se abrían para dejarme ver las estrellas en el cielo. La luna estaba gorda y llena.

      Hice un esfuerzo para levantarme.

      Me dolía la cabeza. Casi no me dejaba pensar.

      Un gimoteo a mi izquierda.

      Giré.

      Un gran lobo castaño se arrastraba hacia mí. Tenía las patas traseras rotas. El pelaje estaba cubierto de sangre. Claramente, estaba dolorido pero igual se arrastraba hacia mí sobre la tierra y la hierba.

      –Mark –dije.

      El lobo gimió. Me estiré hacia él.

      Me lamió la punta de los dedos antes de colapsar y cerrar los ojos.

      La niebla se disipó.

      En ese momento, lo sentí. Los fragmentos rotos en mi interior. Como si me hubiera quebrado en mil pedazos. No se sentía como cuando mi madre murió. Cuando mi padre la asesinó.

      Era más.

      Mucho más.

      –No –susurré.

      Más tarde, cuando Mark hubo sanado lo suficiente como para poder pararse por sí mismo, nos movimos por el bosque.

      Él nos condujo, rengueando con torpeza.

      Todo dolía.

      Todo.

      El bosque lloraba a nuestro alrededor.

      Lo sentía en los árboles. En el suelo bajo mis pies. En el viento. Los pájaros lloraban y el bosque se estremecía.

      Mis tatuajes no tenían brillo y estaban descoloridos.

      Un humano estaba tendido debajo de un árbol. Tenía un chaleco antibalas. Había un rifle a sus pies. Tenía la garganta destrozada. Contemplaba la nada.

      Mark gruñó.

      Avanzamos.

      Busqué los lazos de la ManadaManadaManada, pero estaban rotos.

      –Oh, cielos, Mark. Oh, Dios.

      Gruñó desde lo profundo de su pecho.

      Encontramos el claro, de alguna manera.

      El aire olía a plata y sangre.

      Había humanos caídos, mutilados y destripados.

      Y lobos. Tantos lobos. Todos transformados.

      Todos muertos.

      Los más grandes.

      Los más pequeños.

      Grité ante la angustia que me provocaba todo eso, mientras intentaba buscar a alguien, a cualquiera que…

      Movimiento a la derecha.

      Una mujer de pie, pálida bajo la luz de la luna. Tenía un bebé en los brazos.

      –Gordo –dijo Elizabeth Bennett.

      Tenía dos lobos a su lado.

      Richard Collins.

      Y…

      Thomas