TJ Klune

Ravensong. La canción del cuervo


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      Tanner y Chris la miraron con rabia desde su lugar en el comedor.

      Cuando se levantó para marcharse, acomodándose el cabello, moví los dedos. La mesa de metal se corrió hacia la izquierda y la golpeó en la pierna. Se tropezó y se cayó de cara en el puré de patata de los martes.

      Rico se rio.

      Eso era lo importante para mí.

      A veces, hablaban de chicas. Rico más que los otros. Le encantaba el modo en el que olían y sus tetas, y a veces decía que le daban una erección.

      –Voy a tener tantas novias –dijo.

      –Yo también –afirmó Chris–. Como cuatro.

      –Eso suena a mucho trabajo –apuntó Tanner–. ¿No se puede tener una sola y darse por satisfecho?

      Yo no hablaba de chicas. Ni siquiera entonces.

      Estábamos detrás de la casa, Mark y yo.

      –… y cuando me transformé por primera vez, me asusté tanto que me cagué encima. Rodeado por todos, me cagué. Me agaché como un perro y todo. Creo que fue en ese momento en el que Thomas decidió que su segundo sería Richard y no yo.

      Me reí. Se sintió raro, pero lo hice de todos modos.

      Mark me estaba mirando.

      –¿Qué? –pregunté, todavía riéndome.

      Sacudió la cabeza lentamente.

      –Eh… Nada. Yo… Es agradable. Oírte así. Me gusta. Cuando te ríes.

      Luego, se sonrojó intensamente y yo aparté la mirada.

      Llevaba el cuervo de madera a todos lados. Cuando no podía respirar, lo apretaba fuerte en la mano. Me dejaba una marca en la palma que duraba horas.

      Una vez, el ala me cortó y sangré.

      Deseé que me quedara una cicatriz.

      No sucedió.

      Osmond volvió a Green Creek. Hombres de traje lo seguían. Quería hablar con Abel y Thomas. No me quería allí.

      –Gordo, por favor –dijo Abel, ignorándolo.

      Los seguí a la oficina de Abel.

      Cerramos la puerta detrás de nosotros.

      –Es un niño –dijo Osmond, como si yo no estuviera en la habitación.

      –Es el brujo de la manada Bennett –respondió Abel con calma–. Y pertenece a este lugar tanto como cualquiera. E incluso si yo no insistiera en su presencia, mi hijo lo haría.

      Thomas asintió en silencio.

      –Ahora que podemos dejar eso de lado –continuó Abel sentándose detrás de su escritorio–, ¿qué te trae a mi casa cuando hubiera bastado con una llamada telefónica?

      –Elijah.

      –No conozco a ninguna Elijah.

      –No. Pero la reconocerás por su verdadero nombre.

      –Tienes toda mi atención.

      –Meredith King.

      Y, por primera vez, vi algo parecido al miedo en el rostro de Abel Bennett.

      –Bueno, admito que no esperaba eso. Debe… debe tener la edad de Thomas, ¿verdad?

      –Ha asumido las responsabilidades de su padre –añadió Osmond, impávido.

      –¿Papá? –preguntó Thomas–. ¿De qué está hablando? ¿Quién es…?

      Abel esbozó una sonrisa.

      –Eras demasiado pequeño como para acordarte. Los King eran… Bueno, eran un clan de cazadores bastante agresivo. Creían que todos los lobos eran una afrenta a Dios y que su deber era eliminarlos de la faz de la tierra. Vinieron a atacar a mi manada. Y nos aseguramos de que muy pocos pudieran escaparse –sus ojos centellearon, rojos–. El patriarca, Damian King, quedó herido de gravedad. Sobrevivió por muy poco, al igual que su hijo. El resto del clan no. Meredith era su otra hija, y tendría apenas doce años en esa época. Pero parece que ha decidido continuar con la labor de su padre. Elijah. Qué curioso.

      –Un profeta de Yahweh –explicó Osmond–. Un dios de la Edad de Hierro del Reino de Israel. Yahweh realizaba milagros mediante Elijah. Resucitaba a los muertos. Hacía caer fuego del cielo. Estuvo junto a Jesús durante su transfiguración en la montaña.

      –Un poquito obvio –opinó Abel–. Incluso para los King. ¿No había otro hermano también?

      –David. Aunque fue expulsado porque ya no tenía el deseo de cazar.

      Abel asintió con lentitud.

      –Qué sorpresa. ¿Y esta Elijah…?

      –Está matando lobos.

      –¿Cuántos? –suspiró Abel.

      –Dos manadas. Una en Kentucky. Otra en Carolina del Norte. Quince en total. Tres niños.

      –¿Y por qué no ha sido contenida?

      Osmand pareció disgustarse.

      –Se mantiene oculta. Hemos enviado equipos a seguirla, pero su clan es elusivo. No son muchos, pero se mueven con rapidez.

      –¿Y qué quieres de mí?

      –Eres nuestro líder. Te pido que lideres.

      Osmond se marchó insatisfecho. Antes de que partiera, lo detuve en el porche.

      Me miró con desprecio mal disimulado.

      Dejé caer la mano.

      –¿Puedo…?

      –Tu padre.

      Asentí.

      Osmond se apartó de mí. Me pareció que sus dientes estaban un poco más largos que un instante atrás.

      –No volverá a molestar a nadie jamás. Se le ha quitado la magia. Robert Livingstone era fuerte, pero se la arrancamos de la piel. No es más que una cáscara.

      Osmond me dejó en el porche.

      Junto a su coche esperaba Richard Collins.

      Sonreía.

      Cumplí trece años y Mark me rodeó los hombros con su brazo.

      Se me estremeció el estómago.

      Me pregunté si era por eso que no miraba a las chicas como Rico.

      Su nariz se hundió en mi cabello y sonrió.

      Deseé que esto no se terminara jamás.

      Mi madre fue enterrada junto a un aliso rojo. Su lápida era pequeña y blanca.

      Leía:

      CATHERINE LIVINGSTONE

       FUE AMADA