fingía que me respondía.
“Te amo, Gordo. Te amo”, decía.
“Estoy orgullosa de ti”, decía.
“¿Por qué no me creíste?”, decía.
“¿Por qué no me salvaste?”, decía.
“No puedes confiar en ellos, Gordo. No puedes confiar nunca en un lobo. No te aman. Te necesitan. Tu magia es una mentira…”, decía.
Hundí los dedos en la tierra.
Carter era una cosa arrugada y rosada. Emitió un gritito.
Le toqué la frente y abrió los ojos, se calmó casi de inmediato.
–Mira eso. Le gustas, Gordo –me sonrió Elizabeth, con la piel pálida. Nunca la había visto tan cansada. Pero me sonrió de todas maneras.
Me incliné y le susurré en la orejita:
–Estarás a salvo. Te lo prometo. Te mantendré a salvo.
Un puño minúsculo me tironeó del pelo.
Cuando besé a Mark Bennett por primera vez, no fue planeado. No era algo que me hubiera propuesto hacer. Era torpe. La voz se me quebraba con frecuencia. Era temperamental y tenía un poco de vello en el pecho que no se decidía a quedarse o a irse. Tenía espinillas y erecciones innecesarias. Hice estallar una lámpara de la sala de estar sin querer cuando me enojé sin motivo aparente.
Y Mark era todo lo que yo no. Tenía dieciséis años y era etéreo. Se movía con gracia y decisión. Era inteligente y divertido, y todavía tenía la costumbre de seguirme a todas partes. Me traía comida cuando estaba en el taller, y los muchachos se mofaban de mí. Marty gritaba que había llegado mi chico, y que tenía quince minutos o me despediría. Las fosas nasales de Mark aleteaban cuando me acercaba a él; me observaba mientras me limpiaba la grasa de los dedos con un trapo viejo que llevaba en el bolsillo trasero. Me decía “ey” y yo le respondía “ey”, y nos sentábamos afuera del taller con la espalda apoyada contra el muro de ladrillos, cruzados de piernas. Me entregaba un emparedado que había preparado. Siempre se me quedaba mirando mientras lo comía.
No fue planeado. ¿Cómo podría haberlo sido cuando yo no sabía lo que implicaba?
Fue un miércoles de verano. Carter gateaba y babeaba. Ningún otro lobo había sido herido por la mujer conocida como Elijah. La manada estaba feliz, sana y completa. Abel era un Alfa orgulloso, encantado con su nieto. Thomas se pavoneaba. Elizabeth ponía los ojos en blanco. Los lobos corrían a la luz de la luna y sonreían bajo el sol.
El mundo era un lugar luminoso y brillante.
Me dolía aún el corazón, pero el dolor más intenso se había atenuado.
Mi madre ya no estaba. Mi padre tampoco. Mi madre me había dicho que los lobos mentían, pero yo confiaba en ellos. No tenía otra opción. Fuera de Chris, Tanner, Rico y Marty, eran lo único que me quedaba.
Pero estaba Mark, Mark, Mark.
Siempre Mark.
Mi sombra.
Lo encontré en el bosque detrás de la casa de la manada.
–Ey, Gordo –me saludó.
–Quiero probar algo –le dije–. ¿Está bien?
–Está bien –respondió, encogiéndose de hombros.
Había abejas en las flores y pájaros en los árboles.
Estaba sentado con la espalda contra el tronco de un arce de hoja grande. Sus pies descalzos se hundían en la hierba. Llevaba una camiseta suelta sin mangas, su piel bronceada tenía casi el mismo color que su lobo. Se había comido las uñas, un hábito del que aún no se había deshecho. Se apartó un mechón de cabello de la frente. Se lo veía feliz y despreocupado, un superdepredador que le temía a muy poco. Me observó, curioso, pero no me presionó.
–Cierra los ojos –le pedí, inseguro acerca de lo que estaba haciendo. De lo que era capaz.
Me obedeció, porque yo era su amigo.
Me puse de rodillas y me acerqué a él.
El corazón me latía fuerte en el pecho.
Sudaba.
El cuervo se agitó.
Me incliné hacia adelante y posé mis labios sobre los suyos.
Se sintió cálido y seco y catastrófico.
Sus labios estaban ligeramente agrietados. Jamás me olvidaría de eso.
No me moví. Él tampoco.
Tan solo un beso ligero un cálido día de verano.
Me aparté.
Su pecho subía y bajaba.
Abrió los ojos. Brillaban naranjas.
–Gordo, yo… –dijo.
Sentí su aliento agitado en el rostro.
–Lo siento –rogué–, lo siento, no quise…
Me puso una mano sobre la boca. Sentía que los ojos se me iban a salir de sus órbitas.
–Tienes que querer hacerlo –dijo, en voz baja–. Tienes que estar seguro.
No entendí. Mark era mi amigo y yo…
–Gordo –empezó a decir, con los ojos aún encendidos–. Hay alg… No puedo…
Se paró rápidamente. Me caí de espaldas.
Y entonces desapareció.
Thomas me encontró más tarde. El cielo estaba veteado de naranja, rosado y rojo.
Se sentó junto a mí.
–Tenía diecisiete años cuando conocí a una chica que me cortó la respiración –sonrió, y contempló los árboles.
Esperé.
–No había… No había nada como ella. Ella… –se rio y negó con la cabeza–. Lo supe entonces. A Elizabeth le caía mal al comienzo, y papá me dijo que debía respetar eso. Porque hay que respetar a las mujeres. Siempre. Más allá de lo que yo pensara, no podía obligarla a hacer nada que ella no quisiera. Y yo sabía eso, por supuesto. Porque pensar otra cosa era espantoso. Así que me convertí en su amigo. Hasta que, un día, me sonrió y… eso fue todo. Nunca nadie me había sonreído así. Era mi…
–Compañera –completé.
–Nunca me gustó esa palabra –continuó Thomas, encogiéndose de hombros–. No abarca todo lo que ella es. Es lo mejor de mí, Gordo. Me ama tal y como soy. Es intensa e inteligente y no deja que me salga con la mía jamás. Me sostiene. Me señala mis fallas. Y, sinceramente, si el mundo fuera justo, ella sería la próxima Alfa, no yo. Sería mejor que yo. Mejor que mi padre. Mejor que cualquiera. Tengo mucha suerte de tenerla. El día en que le di mi lobo de piedra fue el día más estresante de mi vida.
–¿Porque pensabas que te diría que no?
–Porque pensaba que me diría que sí –me corrigió con amabilidad–. Y si aceptaba, eso quería decir que tendría a alguien conmigo hasta el fin de mis días. No sabía si me lo merecía. Y Mark se siente igual. Ha estado esperando por este momento durante mucho tiempo. Tiene… miedo.
Parpadeé.
–¿De