se pusieron violetas.
Empezó a transformarse, la cara se alargó, las garras rasparon el ladrillo del callejón.
Pero yo había encontrado plata en la tierra, enterrada muy lejos de la superficie.
La traje arriba, y arriba, y arriba hasta que una bolita de plata tocó mi palma, aún líquida y caliente. Las garras del cuervo se clavaron en las rosas y estrellé la mano contra la sien del Omega cuando se lanzó para atacarme. La plata entró por un lado y salió por el otro.
La transformación se deshizo.
El violeta se desvaneció.
Se desplomó contra el ladrillo.
Tenía los ojos ciegos y húmedos. Una gota corrió por su mejilla. Me dije que era la lluvia.
Me levanté, las rodillas crujieron. Me estaba volviendo muy viejo para esta mierda.
Giré y dejé al Omega atrás mientras me bajaba la manga de la chaqueta. Sentí la proximidad de un dolor de cabeza.
Los demás me esperaban en el todoterreno.
–¿Qué dijo? –quiso saber Carter–. ¿Sabía…?
–Tioga. La vi más temprano en el mapa. Está a una hora de distancia. Richard estuvo allí. Quizás siga allí.
–¿Qué hiciste con el Omega? –preguntó Kelly, nervioso–. Está bien, ¿verdad? Está…
–Está bien –les dije. Hacía mucho tiempo que había aprendido a mentirles a los lobos. Y la lluvia amortiguaba el latido de su corazón–. No volverá a molestarnos. Probablemente ya haya cruzado la frontera.
Joe me miró fijo.
No parpadeé.
–Kelly, te toca conducir –anunció.
Y no se dijo más.
En Tioga, Joe perdió el control.
Porque Richard había estado allí. Su rastro se sentía por todos lados en un motel a las afueras del pueblo y aunque tenue, estaba allí, escondido debajo del hedor de los Omegas.
Habíamos estado tan cerca. Tan cerca, maldición.
Joe aulló hasta quedarse sin voz.
Destruyó las paredes con sus garras.
Destrozó la cama a dentelladas.
Kelly se mantuvo a mi lado.
Carter tenía el rostro enterrado en las manos y los hombros le temblaban.
Joe guardó al lobo solo cuando se oyeron sirenas a lo lejos.
Dejamos atrás Tioga.
Después de ese día, Joe habló cada vez menos.
Un día hacia el final del segundo año, cuando pensaba que no podía dar un paso más, abrí el bolsillo secreto de mi bolso marinero.
Adentro había un cuervo de madera.
Lo contemplé.
Le acaricié una de las alas. Solamente una vez.
Los lobos dormían y soñaban sus sueños de lunas y sangre.
Y cuando por fin cerré los ojos, no vi más que azul.
ABOMINACIONES
Seis meses después de cumplir trece años, besé a Mark Bennett por primera vez.
Siete meses después de cumplir trece años, los cazadores llegaron y mataron a todos.
Pero antes de eso:
–Está embarazada –me susurró Thomas.
Lo contemplé, estupefacto.
Su sonrisa era cegadora.
–¿Qué?
Asintió.
–Quería que lo supieras antes que nadie.
–¿Por qué?
–Porque eres mi brujo, Gordo. Y mi amigo.
–Pero… Richard, y…
–Ah, ya se lo diré. Pero eres tú, ¿entiendes? Seremos tú y yo para siempre. Seremos nuestra propia manada. Yo seré tu Alfa y tú serás mi brujo. Eres familia, y espero que mi hijo sea familia para ti también.
De alguna manera, mi corazón se estaba curando.
Me preocupaba un poco lo que sucedería conmigo cuando atravesara la superficie de mi pena. Tenía solo doce años y mi madre estaba muerta, mi padre encarcelado en un lugar del que nunca podría escapar, y yo estaba solo.
Había salido en las noticias durante semanas: un pueblito insignificante donde había ocurrido un escape de gas importante que había arrasado con un vecindario entero. Dieciséis personas habían perdido la vida, cuarenta y siete habían resultado heridas. Un accidente extraño. Uno en un millón. No debería haber sucedido. Reconstruiremos, dijo el gobernador. No los abandonaremos. Lloraremos a los que hemos perdido, pero nos recuperaremos.
Mi madre y mi padre se contaban entre los fallecidos. Mi madre había sido identificada por sus dientes. No se habían hallado vestigios de mi padre, pero el fuego había ardido con tanta intensidad que era de esperarse. Lo sentimos, me dijeron. Nos gustaría poder decirte algo más.
Asentí pero no dije nada. La mano de Abel era un peso pesado sobre mi hombro. Y, bajo la siguiente luna llena, me convertí en el brujo de la manada más poderosa de Norteamérica.
Hubo oposición, por supuesto. Yo era demasiado joven. Acababa de sufrir un trauma importante. Necesitaba tiempo para sanar.
Elizabeth fue la más vocal de todos ellos.
Abel escuchó. Era el Alfa. Era su deber escuchar.
Pero se opuso a quienes querían protegerme.
–Tiene a la manada –dijo–. Lo ayudaremos a sanar. Todos nosotros. ¿No es así, Gordo?
No dije una palabra.
No me dolió. Pensé que lo haría, no sé por qué. Quizás porque los tatuajes me habían dolido, o porque lo único que sentía desde el momento en que abría los ojos era dolor, y esperaba más.
Pero, bajo la luna, con una docena de lobos de pie frente a mí con los ojos brillando, me convertí en su brujo.
Y fue algo más.
Podía oírlos, más fuerte que antes.
NiñoHermanoManada, decían.
NuestroAmorNuestroBrujo, decían.
Te mantendremos a salvo te quedarás con nosotros eres nuestro eres manada eres HijoAmorHermanoHogar, decían.
Mío, decían.
–Amigo –dijo Rico,