Pero los estudios que el doctor Fung citaba en su libro tenían sentido para mí, por lo que decidí probar con el ayuno. Esa decisión cambió mi vida. Comencé a perder peso de nuevo, me sentí más sana que nunca y mi cuerpo empezó a cambiar de maneras que nunca podría haber imaginado. Y lo mejor fue que los constantes mensajes de hambre que habían estado inundando mi cerebro cesaron para siempre.
Así es. Dejé de estar muerta de hambre todo el tiempo. Y cuando sentía hambre, no era algo que me molestase. Me preocupaba la posibilidad de desmayarme si me saltaba más de dos comidas, pero no ocurrió tal cosa. Pensé que ayunar me haría sentir cansada y mentalmente confusa, pero no fue así. Pensé que no comer ralentizaría mi metabolismo, pero sucedió lo contrario. Pasé a sentirme como una mujer nueva.
Empecé a cuestionar todo lo que había aprendido sobre la pérdida de peso y la mejora de la salud, y después me enfurecí. ¿Dónde había estado esta información toda mi vida y por qué la estaba escuchando ahora, después de haberlo pasado tan mal?
Visité al doctor Fung, y cuando hablamos, supe que había encontrado un alma brillante y bondadosa que estaba dispuesta a colaborar conmigo. También me presentó a su educadora en salud, Megan Ramos, con quien conecté tan pronto como me explicó sus propias dificultades con el peso y otras afecciones médicas. En un mes, trazamos un plan, cuyo fruto es el libro que tienes en tus manos.
Con este volumen, queremos empoderarte para que abordes la pérdida de peso y la salud de una manera completamente nueva. Tal vez hayas buscado ayuno en el buscador de Google, hayas hablado de él con un amigo, lo hayas visto en las noticias o hayas oído decir a alguien que fue una experiencia increíble, y también habrás oído decir a alguien que hará que te mueras de hambre. Parece que hay tantas opiniones sobre el ayuno como estrellas en el cielo, y gran parte de la información puede ser tan complicada y abrumadora que puedes tener ganas de rendirte antes de comenzar. Es posible que tengas la impresión de que el ayuno es solo para quienes luchan contra la obesidad, como era mi caso. Pero esto no es así; el ayuno puede ayudarte a perder dos kilos, cinco kilos...; muchos o muy pocos, según tus objetivos. O quizá necesites un enfoque alimentario que vaya más allá de la pérdida de peso. ¿Puede el ayuno contribuir a mejorar el funcionamiento de tu mente y a que estés menos expuesta(o) a padecer cáncer? Sin duda. ¿Anhelas ver mejorías en relación con el síndrome del ovario poliquístico, la diabetes tipo 2, la esteatosis hepática (hígado graso), una enfermedad cardíaca u otras afecciones? El ayuno te puede ayudar.
Necesitas un amigo que te diga la verdad absoluta, sin filtros, sobre el ayuno, y en este libro tienes tres: una veterana de la guerra de las dietas 4 (yo), una investigadora del ayuno de primera categoría que ha lidiado con sus propios problemas de salud (Megan Ramos) y un médico pionero (el doctor Jason Fung). Hemos estado en la brecha en el tema del ayuno codo con codo, y podemos darte respuestas honestas sobre él.
Este libro es más que un plan de ayuno sistemático. En esencia, es el manual de un nuevo estilo de vida. Te ayudará a prepararte, y te ayudará a preparar tu cocina y a tu familia, para tu nueva rutina alimentaria; también encontrarás la respuesta a preguntas habituales concernientes al ayuno (cómo lidiar con los días festivos y las vacaciones, por ejemplo) y estrategias para abordar cualquier efecto secundario inesperado. Te explicaré exactamente cómo preparar tu mente para ayunar, te ayudaré a encontrar tu modalidad de ayuno y te proporcionaré un plan para que mantengas tu nuevo estado más saludable. Te diré exactamente por qué no eres culpable de tu aumento de peso y por qué esta vez será diferente. Te tomaré de la mano a lo largo de esta andadura nueva y emocionante y, cuando hayamos acabado, celebraremos tu éxito.
Tienes preguntas y nosotros tres tenemos respuestas. El médico, la lega y la investigadora; este es el equipo que necesitas a tu lado. Estamos aquí para apoyarte, así que ¡pongámonos en marcha!
MEGAN RAMOS
Hace apenas una década, padecía el síndrome del ovario poliquístico (SOP), esteatosis hepática no alcohólica y diabetes tipo 2. También tenía sobrepeso. Actualmente gozo de buena salud y he perdido más de treinta y cinco kilos. Soy una investigadora clínica enfocada en la medicina preventiva, y enseño cómo el ayuno y una nutrición adecuada pueden ayudar a perder peso y a mejorar la salud en general.
Durante los primeros veintisiete años de mi vida, comí lo que quise y no gané nada de peso. Era la típica chica detestable que iba por ahí con unos pantalones vaqueros de talla pequeña con un refresco en una mano y una bolsa de patatas fritas en la otra; en uno de mis anuarios de la escuela secundaria, mi mejor amiga escribió: «Te odio porque puedes comer todos los nuggets de pollo y todas las patatas fritas que quieres y aun así pareces perder peso». Estaba claramente delgada, sí, pero ni mi mente ni mi cuerpo estaban sanos. De hecho, no paraba de engañarme pensando que el peso era un indicador del bienestar físico. Pero la verdad se mostró en las enfermedades que empecé a padecer al principio de la educación secundaria.
A los doce años, me diagnosticaron esteatosis hepática no alcohólica, una enfermedad en la que se acumula grasa sobrante en las células del hígado. Posteriormente, a los catorce años, descubrí que tenía el SOP, un trastorno caracterizado por la presencia de quistes en los ovarios que conduce a una ovulación irregular o a la ausencia de ella. Estaba tan delgada que mis médicos no me aconsejaron que cambiara la dieta; supusieron que esos problemas iban a desaparecer por sí solos. Estaban equivocados; el tiempo no arregló nada. Empeoré a medida que seguí transitando por un camino nada saludable, atiborrándome de comida basura sin comprender las consecuencias. ¿Estaba usando la comida para lidiar con mi vida, como hizo Eve, la coautora de este libro? Posiblemente. Al fin y al cabo, mi querida madre también estaba enferma.
Mi madre había sufrido varias afecciones metabólicas y genéticas durante la mayor parte de mi infancia. Había visitado un médico tras otro y la habían operado innumerables veces a lo largo de los años. Uno de los recuerdos más vívidos que tengo es el de oírla gritar de dolor en el pasillo de una sala de Urgencias mientras esperaba que la atendiesen. Decidí que nadie debería estar enfermo de esa manera y que nadie debería ver sufrir tan terriblemente a su madre, así que prometí ser médica de mayor. Quería ser alguien que tuviera la posibilidad de mejorar la salud de los demás, sencillamente.
A los quince años, conseguí un empleo de verano en el ámbito de la investigación médica en una clínica privada en la que trabajé con un grupo de nefrólogos (especialistas en enfermedades renales) entre quienes se encontraba el doctor Jason Fung. En el contexto de este empleo, conocí a muchas personas maravillosas con diabetes tipo 2 que padecían algún grado de insuficiencia renal debido a su enfermedad. Mi investigación se centró en encontrar formas de detectar el daño renal antes, lo cual, en caso de conseguirse, abriría la posibilidad de evitar la insuficiencia total. Trabajé con estos médicos durante el resto de mi educación secundaria y también mientras cursé los estudios universitarios, y estuve encantada. Pero me encontré con un muro: me di cuenta de que, independientemente de la prontitud con la que detectásemos la enfermedad renal, la mayoría de las veces seguía avanzando. El diagnóstico temprano parecía peor que vivir en la ignorancia; recuerdo que pensé lo terrible que debe de ser vivir la vida sabiendo qué es lo que puede matarte.
Sin embargo, yo también padecía enfermedades crónicas, y no estaba haciendo nada al respecto. Peor aún, me decía a mí misma que me apasionaba la medicina preventiva, pero me estaba matando poco a poco con la comida. Consumía refrescos light a las cinco de la mañana y comía golosinas azucaradas todo el día. Tomaba bolsas de comida basura mientras mi compañero estaba fuera haciendo recados. Estoy bastante segura de que era adicta a la comida, y aunque sabía que los refrescos light que escondía dentro del coche y la bolsa de bretzels que ocultaba en el bolso no eran saludables, no podía evitar tomarlos.
Todo el mundo tiene un vicio, y el mío era la comida. Como no eran los cigarrillos, las drogas o el alcohol, me convencía a mí misma de que no pasaba nada. La comida se vende en todas partes, legalmente, y los carbohidratos eran el grupo de alimentos que el Gobierno y mis médicos me decían que comiera. Eran lo que me servían en la escuela y lo que mis padres me daban en casa. ¿Era posible, entonces, que fuesen tan malos?