es la sucesión del movimiento la que da origen al tiempo. Y dicha sucesión, que no es otra cosa que el antes y el después de los distintos estados de lo que es, está en el mundo mismo antes de estar en el alma. El alma ciertamente los numera distinguiendo y de-terminando en la continuidad del movimiento dos momentos o instantes cualesquiera y midiendo el intervalo entre ellos sobre la base de una unidad fija. Pero para Aristóteles esta actividad del alma que percibe los instantes diferentes se funda en el antes y el después del movimiento mismo. Sin embargo aquí surge una cuestión ciertamente incómoda, a saber, ¿no es imprescindible un alma o una conciencia para poder discriminar y contar los instantes? O, mejor aún, ¿no es imprescindible una conciencia que pueda percibir el paso del antes al después?, pues pareciera que el tiempo no es el antes y el después estáticos, ni su mera medida, sino propiamente el paso del antes al después, lo cual no puede ser concebido sin una conciencia. Es precisamente el dinamismo del movimiento, el dinamismo de la Physis, el que no elimina, sino que, por el contrario, preserva la dimensión humana del tiempo. Su estatus resulta, así, inestable y ambiguo, pues, como señala Ricœur, se halla “preso entre el movimiento del que es un aspecto y el alma que lo discrimina”[17]. La definición aristotélica no logra extraer la experiencia subjetiva o anímica de la distensión del tiempo de la extensión del tiempo físico. Ello se debe, fundamentalmente, a que la definición se remite a la noción de instante y la distensión supone el presente, nociones estas esencialmente diferentes. En efecto, el instante aristotélico, que puede ser cualquiera y que resulta de un corte arbitrario y abstracto en la continuidad del movimiento, no puede dar cuenta del presente concreto del alma, desde el cual ésta experimenta la distensión del tiempo hacia el pasado y el futuro. Tales cortes, por los que el espíritu abstrae dos instantes, son suficientes para medir el movimiento y determinar un antes y un después en función de la naturaleza del movimiento mismo, que va de su causa a su efecto. En otros términos, alcanzan para decir que el estado A del mundo precede al B o que el B sucede al A, pero no son suficientes para afirmar que A es pasado de B y B futuro de A, pues para ello hace falta un presente introducido por el alma. Sucesión no es lo mismo que transcurso o paso.
Pero si bien es cierto que la definición aristotélica no pudo reducir el tiempo a la pura extensión cósmica del movimiento, no es menos cierto que su pendant agustiniano tampoco pudo restringirlo a la mera distensión anímica del sujeto. El fracaso de la concepción del tiempo de Agustín como distentio animi radica precisamente en que no pareciera ser posible engendrar la imperiosa extensión del tiempo, que todo lo envuelve y que todo lo domina, única y exclusivamente a partir de la distensión del espíritu. Es cierto que la medida es una propiedad auténtica del tiempo y que sin alma sería imposible medirlo, pero lo medido no está en el alma, sino en el movimiento. La prueba más clara de ello es que la extensión de los intervalos de tiempo, por ejemplo el año solar, no está fijada por el alma independientemente de lo medido, sino por los movimientos mismos, en el ejemplo anterior por el movimiento de traslación de la tierra alrededor del sol. De allí que, cuando la ciencia logró corregir la medición del año, la duración de éste se modificó, independientemente de la conciencia que antes teníamos del año. Por eso mismo un año no seguiría siendo un año, ni un día un día, si no fuesen medidos por los movimientos de la tierra. Es cierto también que el tiempo no es el movimiento sin más y que el mero cortar dos instantes en el continuo y determinar el lugar del que parte y el lugar al que llega el móvil no es suficiente para responder la cuestión de “cuánto tiempo” efectivamente ha pasado. Pero no lo es menos que sin ningún movimiento el tiempo es inconcebible. El tiempo no es el movimiento, sino su medida, que presupone la experiencia del movimiento. Pero la experiencia del movimiento, presupone a su vez el movimiento. Negar con razón que el tiempo sea el movimiento, pero sin considerar que lo presupone, lleva a Agustín a lo que Ricœur con igual razón considera una “apuesta imposible”: la de encontrar en la espera y en el recuerdo el principio de la propia medida del tiempo. Así el tiempo se acorta, cuando lo esperado se acerca y se alarga cuando las cosas rememoradas se alejan. El problema que surge aquí es cómo saca el espíritu desde sí mismo la unidad fija que permite comparar entre sí duraciones variables.[18] Si afirmo, como lo hace Agustín (Confesiones XI, 27, 35), que es la afección que las cosas al pasar marcan en el alma y no las cosas mismas lo que permanece allí fijo y en función de lo cual mido el alejarse o acercarse de los recuerdos o las esperas, se plantea la cuestión de cómo tengo acceso directo a estas afecciones supuestamente permanentes y cómo ellas podrían dar una medida fija y regular de comparación que pueda dar cuenta de la extensión de la duración del movimiento regular de los astros. Así como Aristóteles no puede sacar la distensión del espíritu, que es propia de la experiencia del tiempo, del movimiento y su extensión, tampoco Agustín puede derivar de la distensión del espíritu el principio ni la extensión de la medida que es igualmente propia del tiempo. La aporía, ya desde el inicio mismo de la reflexión de la filosofía occidental sobre el tema, se muestra en toda su agudeza. Ella representa el desafío que aquí habremos de asumir.
Mas asumir este desafío implica, en nuestro caso, preguntarse en qué medida la reformulación crítica, por un lado, de las concepciones paradigmáticas del tiempo vivido agustiniano (básicamente las de Bergson y la de los dos ejemplos canónicos que ofrece la fenomenología contemporánea: los de Husserl y Heidegger) y, por otro, de la concepción cronológica del tiempo cósmico aristotélico (básicamente la científica newtoniana) puede, si no resolver, al menos hacer trabajar o refigurar la aporía de la irreductibilidad de las dos formas fundamentales del tiempo. Por su parte, tal reformulación crítica de la comprensión de estas formas fundamentales y de su posible interrelación implica una pregunta aún más profunda, a saber, ¿cómo puede el tiempo ser uno y, a su vez, asumir dos modalidades tan diferentes que no logran reducirse ni explicarse una por la otra? De este modo el planteo de la pregunta por el tiempo en el marco de la aporía de la ocultación mutua de los dos modos esenciales del fenómeno conduce al pensamiento a una aporía aún más severa: la de la unidad del tiempo. En efecto, la pregunta ¿qué es el tiempo? es inseparable de la siguiente pregunta: ¿hay un tiempo o hay muchos tiempos? ¿Puede y, si puede, cómo puede ser el tiempo un “singular colectivo”? Estas preguntas y las aporías en las que ellas se insertan constituyen el problema que ocupa al presente estudio y la cuestión que motiva y articula las reflexiones que lo componen.
La perspectiva
Desde el punto de vista temático o de contenido, la perspectiva que articula el tratamiento que este libro hace de su objeto es la de la concepción relacional del tiempo. En efecto, a lo largo del siguiente estudio del problema del tiempo y de su aporía intrínseca, el concepto de relación se va paulatinamente volviendo para la investigación cada vez más decisivo. Ello significa que en la elección entre definición y relación la indagación del plexo de relaciones entre las cuales acontece efectivamente tiempo en sus dos formas fundamentales adquiere para nosotros primacía por sobre la búsqueda de una presunta definición unívoca de la esencia del tiempo. De esta manera, en el curso del análisis el cumplimiento real-efectivo de relaciones múltiples como condición del acaecimiento de tiempo es puesto a la luz con claridad creciente.
Ahora bien, desde el punto de vista formal el enfoque a través del cual las páginas que siguen desarrollarán el tratamiento del problema del tiempo se puede caracterizar como histórico-sistemático. Es histórico en cuanto parte del análisis de la forma que, con Kant, asume la relación aporética entre tiempo cósmico y tiempo vivido en la filosofía moderna; y luego estudia el desenvolvimiento del problema por medio de la reconstrucción y análisis crítico de las concepciones paradigmáticas del tiempo en la historia del pensamiento contemporáneo de matriz europeo-continental y de cuño fenomenológico. Precisamente en la medida en que la reconstrucción procura exponer la cuestión del tiempo en cada pensador abordado respetando la lógica interna de su respectiva filosofía, puede esperarse del libro que sea útil como una introducción a la historia de las concepciones del tiempo en la mencionada filosofía contemporánea. Pero esta utilidad meramente histórica es, en el mejor de los casos, secundaria, pues la secuencia histórica en el tratamiento de la cuestión del tiempo está al servicio del desarrollo de la hipótesis sistemática del