sino) por el sentido del acaecimiento del tiempo en su conjunto. Cómo se desarrolla el análisis crítico de cada una de las filosofías tenidas en cuenta y a qué concepción relacional del tiempo conduce dicho análisis constituye la materia misma del libro y no es algo que el autor pueda sintetizarle aquí y ahora al lector. Lamentablemente la introducción no puede ahorrarle a éste el fatigoso trabajo de leer el libro.
Sí puede adelantarse, en cambio, que su lectura implica el recorrido de tres grandes etapas. La primera, que abarca los cuatro primeros capítulos, comienza ineludiblemente con la cuestión del tiempo en Kant, en cuanto la filosofía crítica representa la culminación del pensamiento moderno sobre el tiempo, y en cuanto en su concepción estético-trascendental del fenómeno opera como último trasfondo un intento implícito de conciliar las dos perspectivas –la cósmica y la fenomenológica– entre las cuales se dibuja la aporía de la temporalidad. Los capítulos II, III y IV, que se ocupan respectivamente de Bergson, Husserl y Heidegger, intentan someter a crítica los distintos intentos que el pensamiento contemporáneo con distintos niveles de profundidad y radicalidad hizo por reducir el tiempo objetivo o cósmico al tiempo de la conciencia. La segunda parte se inicia con el capítulo V, referido a Rosenzweig, continúa con el VI dedicado a Levinas y concluye con el VII centrado en el pensamiento de Bernhard Welte. En los dos primeros capítulos de esta segunda parte, sobre la base del nuevo pensamiento y la nueva consideración del tiempo introducida por Franz Rosenzweig y continuada por E. Levinas, se procura poner de manifiesto en qué medida el análisis de una concepción puramente monológica de la temporalidad vivida resulta insuficiente para dar cuenta del acaecimiento del tiempo que efectivamente sucede, o, lo que es lo mismo, se procura poner de manifiesto en qué medida la relación efectiva con el otro y con lo otro es inherente al acontecer del tiempo mismo. Finalmente el capítulo dedicado a Welte muestra cómo una concepción relacional del tiempo, a diferencia de las figuras absolutas, que consideran que la temporalidad en que todo sucede está absuelta o es indiferente de aquello que en ellas sucede, no sólo se niega a derivar una forma del tiempo de la otra, sino que se abre a la pregunta por el sentido religioso del acontecer del tiempo en la multiplicidad de sus formas. La tercera y última parte está representada por la conclusión. En ella, a través de un diálogo crítico tanto con las concepciones filosóficas del tiempo analizadas en los capítulos precedentes cuanto con los principios cosmológicos de las principales teorías científicas acerca de la naturaleza del fenómeno hoy vigentes –el principio de entropía, la teoría de la relatividad y la teoría del caos– esbozamos una refiguración del significado y las implicancias que la aporía de la temporalidad tiene para una comprensión relacional y a la vez integral del tiempo. Ello concretamente significa mostrar que tanto el tiempo vivido como el cósmico presentan ciertos rasgos formales comunes que sustentan ambas formas del tiempo y colocan a una meditación hermenéutica de carácter filosófico de cara a la pregunta por el sentido último del tiempo en su conjunto, dotando, a la vez, a esta pregunta de una dimensión religiosa.
El método
El método que habrá de regir las investigaciones siguientes podría caracterizarse como hermenéutico-crítico. Dado que la polisemia y el carácter general con los que se usan hoy día tanto la palabra hermenéutica cuanto la palabra crítica es casi infinito, decir que el método es hermenéutico-crítico sin especificar qué se entiende por una cosa y por la otra es lo mismo que no decir nada. Comencemos, pues, aclarando a qué nos referimos con crítica, para luego elucidar los presupuestos hermenéuticos que rigen y articulan la investigación de la cuestión del tiempo en los autores tratados en la presente obra.
“Crítica” tiene aquí realmente poco que ver ya sea con el intento de agregar argumentos lógicos “a favor de” una u otra de las concepciones del tiempo analizadas, ya sea con la (siempre un tanto pedante) pretensión de, a través de esos mismos argumentos, “refutarlas”. “Crítica” significa aquí que la reconstrucción de tales concepciones no se limita a una mera reexposición, sino que la lectura asume una cierta dirección, es decir, reconoce un “desde dónde” y “un hacia dónde” propios. El “desde dónde” de la lectura de los autores analizados está dado por el problema específico que nos ocupa y al que nos referimos en el punto primero de esta introducción. El “hacia dónde” radica en nuestro interés teórico de correlacionar las concepciones estudiadas con nuestra hipótesis sistemática fundamental expresada en el punto anterior. En otros términos “crítica” significa aquí que la reconstrucción de las teorías estudiadas se lleva adelante “criticando” no la coherencia lógico-argumentativa inmanente a cada una de ellas, sino poniendo en cuestión, en primer lugar, su alcance, esto es, su posibilidad de dar cuenta del acaecer de las dos formas fundamentales del tiempo, y, en segundo lugar, su efectividad, es decir, su posibilidad de elucidar el conjunto relacional de factores que efectivamente inter-vienen y pro-ducen el acaecimiento del tiempo en esas mismas formas. La crítica, así concebida, no deja de tener una referencia indirecta al significado griego originario de la palabra “crisis”, de la cual crítica se deriva, y que, como es suficientemente conocido, significa ruptura. En efecto, la puesta en cuestión del alcance y la efectividad de las distintas teorías sobre el tiempo que nos ofrece el pensamiento filosófico contemporáneo y, en particular, la fenomenología con sus diferentes enfoques, quiere poner de manifiesto aquellas zonas de “ruptura” o “quiebre” de las distintas concepciones, es decir, aquellos problemas a los que ellas, en virtud de su propio aparato conceptual y perspectiva, no pueden dar una respuesta suficiente. Estos problemas son precisamente los que llevan a una cierta situación de crisis a una determinada perspectiva. Ello no significa que impugnan o refutan dicha perspectiva o concepción, sino que la “quiebran”, esto es, generan una apertura que la saca de su cerrazón en sí misma y la abre a remitirse a otras visiones diversas de la cuestión. En este preciso sentido se ejerce o al menos se intenta ejercer la crítica en los capítulos siguientes.
La crítica, en el sentido señalado, esta aquí puesta al servicio de una hermenéutica de la cuestión del tiempo. Dicha hermenéutica no surge de una “voluntad interpretativa”, sino de la naturaleza misma del tema a indagar. Se trata de lo que, parafraseando a Heidegger, podríamos llamar “necesidad de autoexplicitación de la facticidad”. Ello significa que la interpretación surge del modo mismo de darse de su objeto –en este caso el tiempo. No es el intérprete el que quiere arbitrariamente interpretar un cierto tema de una forma u otra, sino que es el ser mismo de aquello que es interpretado lo que se da de un modo tal que resulta no sólo susceptible, sino incluso menesteroso de interpretación. Dicho de otra manera: lo dado queda referido a la explicitabilidad por su modo mismo de acaecer y mostrarse. Ahora bien, explicitar es mostrar algo como algo. No –repito– por la voluntad apriorística y subjetiva de mostrarlo como tal algo, sino porque lo que se da no se da explícitamente y, por tanto, para que su darse sea comprensible, lo dado necesita y apela por ser explicitado como algo. El proceso por el cual permitimos que lo que desde sí requiere ser explicitado y mostrado efectivamente sea explicitado como algo es lo que designamos aquí con el término hermenéutica. La hermenéutica tiene, entonces, como su misión más propia interpretar lo dado, de modo tal que la interpretación de lo que se da vuelva accesible o patente no sólo el respectivo darse del fenómeno, sino su sentido, esto es, aquello sobre la base de lo cual lo que se da puede darse tal como se da. Así comprendida, la hermenéutica no se refiere a ninguna “teoría de la comprensión o interpretación del significado de los textos literarios”, sino que aquí también se refiere a su significado griego originario, proveniente del vocablo Ermeneús, que significa mensajero, esto es, aquel que transmite o reproduce algo que ha acontecido de modo que podamos comprenderlo tal cual aconteció.
Esta hermenéutica de la cuestión del tiempo articula la explicitación de su objeto en virtud de tres principios reguladores de la interpretación. El primero de ellos, en cuanto proveniente de una convicción fundamental de la fenomenología, vuelve fenomenológica a la hermenéutica aquí practicada. Lo podríamos llamar principio de “positividad de la irrepresentabilidad”. Para la fenomenología sólo la experiencia de los hechos que se dan legitima las nociones que intentan explicarlo o transmitirlo. De acuerdo con ello, el ideal fenomenológico no puede radicar en explicar lo que se da en función de ninguna noción o razón previa separada de lo que se da y que sería supuestamente