Betsy Cornwell

El Circo de la Rosa


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las sombras, como Poma. Creo que fue la primera vez que vi a alguien que realmente brillaba al otro lado de los focos.

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      Mamá fundó

      el circo

      sin nosotras,

      o eso creyó.

      Dos perlas,

      que pronto serían niñas,

      detuvieron los ciclos

      dentro de ella

      mientras esperábamos

      a salir a escena.

      Mamá, sola,

      sin sus dos amantes ya,

      encontró un sueño nuevo

      al que dedicar su afecto:

      un circo, una profesión

      y una vida.

      Primero contrató

      a Vera: la forzuda

      de la parada

      donde ambas trabajaban

      como chicas de paso.

      Al crecer, sus vidas

      las separaron.

      Pero Vera siempre

      dice que ni el tiempo,

      ni la distancia,

      afectan al corazón

      de los amigos de verdad.

      El suyo recordó,

      inmediatamente,

      a mamá.

      (Y su nombre, además,

      por si no lo saben,

      significa «verdadera»).

      Este circo de rosas

      tuvo un gran comienzo:

      una mujer barbuda y otra

      capaz de tumbar,

      sin esfuerzo alguno,

      a todo el que se propusiera.

      Para cuando supo

      que estábamos ahí,

      mamá ya contaba

      con Vera y con Toro:

      el ingenioso payaso

      cuyo talento

      con los números

      lo sobrepasaba todo.

      El negocio nació

      junto a nosotras:

      fuimos trillizos.

      Y en el estandarte nació

      una flor roja

      como el fuego de mi nombre:

      el circo.

      Se parecía más a mí

      que a Nívea,

      la hermana callada

      que piensa siempre

      en línea

      recta.

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      Con catorce años, la misma edad que tenía nuestra madre cuando se escapó de casa para unirse al circo, ella me dejó inscribirme en la Academia Femenina de Ingeniería Lampton, a las afueras de la capital de Esting. Desde que fui lo suficientemente mayor para controlar las manos, me dedicaba a desmantelar cosas para ver cómo funcionaban, y esa academia recibía a chicas de todas las edades para que aprendieran el funcionamiento de las máquinas por cuenta propia. Yo había soñado con ser ingeniera toda mi vida, y la historia de Nicolette Lampton —Mecánica, la niña inventora que le había robado el corazón al rey, pero decidió fundar la Academia Lampton en lugar de convertirse en reina— me había cautivado desde que la escuché por primera vez.

      En el circo, lo importante es la ilusión y la capacidad de maravillar; la gente hace cola para ver lo imposible. Casi todo el público de un circo busca que lo maravillen.

      Para mí, eso solo es el principio. Lo único que las ilusiones consiguen es motivarme a descubrir los porqués y los cómos.

      Deseaba muchísimo ir a Lampton, pero me aterraba dejar el circo atrás. Sin embargo, debía admitir que el circo me resultaba algo agobiante. Había gente alrededor constantemente: artistas, equipo técnico, público, público y más público, y el hecho de que nuestra madre considerara como de la familia a todos. Nuestra madre tenía afecto para todo el mundo en su corazón, incluido hasta el más recóndito miembro del público. Los quería desde el momento en que entraban en la feria o pasaban bajo la carpa. A veces se me ocurría que el corazón de nuestra madre era como el cartel que anunciaba todos los espectáculos, pero me decía a mí misma que Flama y yo sin duda éramos los números principales en él.

      Cuando me fui a la academia, por primera vez quise ser el número principal de mi propia vida.

      Flama y yo habíamos compartido cada segundo de nuestras vidas con el Circo de la Rosa al completo y, por supuesto, con nosotras mismas. Yo no tenía ni idea de cómo sería en soledad: no una melliza, ni una hija, ni parte de un equipo.

      Solo Nívea, sin más.

      Pero lo cierto es que ni siquiera mi nombre es solo mío: es un dueto con el de mi hermana.

      Nívea y Flama, en honor al color de nuestro pelo cuando nacimos.

      Yo llegué primero y apenas lloré; tenía una nubecita retorcida blanca en la cabeza y una mirada muy seria.

      Flama vino dos minutos después, presa de un llanto tan intenso que habría sido capaz de romper cristales, con un pelo rojo tan brillante que nuestra madre creyó que se trataba de más sangre a causa del parto.

      Esos dos minutos fueron los únicos que Flama y yo pasamos solas. Yo me dediqué a pensar y ella a temblar de miedo.

      Eso resume bastante bien lo que opinamos cada una de la soledad.

      Nuestra madre había querido llamar al bebé, fuera niño o niña, Rosa, en honor al circo que estaba orgullosa de haber fundado. No se esperaba dos bebés. Sin embargo, en cuanto nos vio, se imaginó maravillada el número doble que protagonizaríamos y hasta cómo serían los carteles.

      Escogió nuestros nombres del mismo modo que si nos hubiéramos presentado ante ella para proponerle un espectáculo: nos puso nombres que atrajeran al público. Dibujó un símbolo de igual entre nuestros nombres que representaba nuestra semejanza, al mismo tiempo que destacaba nuestras diferencias.

      Nívea, la del pelo blanco, y Flama, la del pelo rojo: tranquila y amable una, fogosa y luminosa la otra.

      Blancanieves. Rojaflor.

      Somos distintas. Somos iguales.

      Yo soñaba con ser libre y, al mismo tiempo, me aterrorizaba.

      No obstante, cuando con catorce años me vi ante la puerta de la Academia de Ingeniería de la mano de nuestra madre, un contacto que no volvería a darse hasta que terminara el curso, sentí algo que nunca antes había sentido.

      Supe lo que significaría dejar a mi familia y me sentí culpable: por supuesto, por dejar a nuestra madre, pero sobre todo por dejar a Flama.

      En realidad, Flama nunca ha tenido las