eterno
día,
extenso como una cuerda que no eres capaz
de alcanzar,
me encontré fuera
de la caravana,
mi único pulmón,
escuchando cómo el silencio
del exterior pasaba a convertirse
en un conjunto orquestado
de respiraciones,
y volví dentro.
Mamá se había ido
a ver a antiguos amantes
con Vera.
Yo no soportaría
pasar la noche sola;
lo sabía con toda certeza.
Nívea estaba en un jardín nuevo
con un millón de alumnas más,
esquejes nuevos, como ella,
y yo era una Flama solitaria.
Yo aún parecía yo, y sería de nuevo,
en el próximo espectáculo,
la Rosa del Circo de la Rosa,
tan perfecta como en los carteles, pero
lo que no soportaba
era la pérdida de mis raíces,
la mitad de mis raíces invisibles.
Pero ahí estaba Oso,
en su jaula,
fingiendo ser lo que todo
el mundo creía que era.
Creían que la jaula estaba cerrada
y que Oso no sabía abrirla
con su intrépida nariz.
Pero sí que sabía.
Me acerqué a la jaula
en silencio
y me colé dentro
sin tocar la puerta:
alguien más grande no habría cabido,
pero yo pude, apenas.
Los barrotes me acariciaron los huesos,
pero entré.
Oso se alzó
en la oscuridad,
lenta y somnolienta,
cálida como un hogar,
un gruñido como de tormenta.
Grande como para ocultar
a una niña de algo más que una decena.
Dos alientos al compás, además.
Tándem de alientos
y corazones, uno diez
veces más grande que yo,
pero eso me resultaba familiar.
Siempre creí que no costaría mucho diseñar
un corazón más grande que el mío.
El aire a nuestro alrededor
era el mismo que Nívea respiraba.
Puede que el viento llevara
el mismo aliento de una a otra,
en un beso fraterno.
El mismo aliento
que ella contenía al estudiar
podría colarse entre mis labios
y sostenerme presto al actuar.
Oso, conmigo, y el aire de Nívea.
En mi interior me noté
florecer y respirar.
Oso estiró una
zarpa, aún medio
dormida, y volví a bajar
a la tierra otra vez.
Estaba tan cansada
que me planteé hibernar.
La respiración de Oso era tan larga
que tres de las mías encajaban en ella,
profunda como las aguas,
como el eco al rebotar
a muchos metros bajo tierra,
donde las raíces se aferran.
Nívea
El tiempo que pasé en la Academia Femenina de Ingeniería Lampton fue el más feliz de mi vida y, a la vez, el más difícil. Me sentía muy culpable por haberme marchado un año entero. Terminaba todas mis cartas a Flama disculpándome. Cuando éramos pequeñas, tumbadas en silencio en la oscuridad, solía decirle que no la abandonaría mientras viviéramos. Ella me había liberado de esa promesa hacía mucho tiempo y me había animado a marcharme, pero yo no olvidaba que había roto un juramento.
Y me resultaba insoportable.
Sufría todos los días por haber abandonado a nuestra madre y a Flama, y la culpa me azotaba con el doble de fuerza si me olvidaba de ellas durante una hora de estudio intenso o una tarde de risas en la residencia. Sabía que la matrícula en la academia costaba mucho dinero y yo no tenía ninguna beca; nuestra madre solamente me había dicho que ella se haría cargo, pero yo no me podía ni imaginar los sacrificios que estaría haciendo para mantenerme allí.
Cada semana escribía larguísimas cartas a nuestra madre y a Flama y, aunque me sentía un poco tonta, también incluía alguna frase para Oso para que supiera cómo me iba. Por supuesto, también mandaba saludos al resto de la compañía. Estaba segura de que nuestra madre les leía mis cartas y, aunque eso me hacía sentir un poco rara, no era capaz de pedirle que no lo hiciera.
No obstante, confiaba en que Flama no le enseñara lo que le escribía a nadie más, así que era en mis cartas a ella donde incluía mis textos para Oso y donde compartía cualquier cosa que no fuera increíblemente maravillosa, ya que no quería que nuestra madre pensara que tenía ningún problema.
Y además, no lo tenía. En cierto modo, la academia no era tan distinta al circo: todas nos llevamos bien enseguida, aunque teníamos edades diferentes y veníamos de sitios muy lejanos. Hice amigas muy pronto, unas chicas que se llamaban Dimity, Rachida, Constance, Felicity, Faith… Sus nombres ocuparon rápidamente un sitio en las ordenadas estanterías de mi corazón. La academia era lo suficientemente pequeña como para que nos sintiéramos parte de un grupo, de una tribu; pero era más pequeña que el circo, más tranquila, más organizada y más erudita. Había chicas pequeñas, de doce años, pero la mayoría eran mayores que yo y, además, bastantes mujeres asistían a las clases de mañana o reparaban las máquinas que les facilitaban la vida.
La academia, en muchos aspectos, era más adecuada para mí que el circo. No obstante, estaban los pequeños problemas: las veces que fracasaba en algún experimento o suspendía un examen o acababa metida en una de las discusiones de