Betsy Cornwell

El Circo de la Rosa


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que es la princesa perfecta —dijo Flama, muy satisfecha.

      Yo fruncí el ceño.

      —Si acaso, el príncipe —le dije—. Oso es un chico.

      Flama escrutó a Oso con la mirada durante un rato.

      —Oso es una princesa. Está claro.

      Y le hizo la misma reverencia recargada que ofrecía al público del circo. Oso se levantó del suelo y cambió su enorme cuerpo de postura para responder educadamente al gesto.

      Flama asintió con la cabeza, decidida, como si aquello hubiera zanjado el asunto.

      —Está clarísimo.

      Eso me irritó por razones que llevaban un tiempo molestándome, pero que, con solo nueve años, no era capaz de articular correctamente.

      —A ver, Flama, no puedes… Esto no es el escenario. Allí es donde se dicen cosas que no son verdad, pero aquí, fuera de la carpa, las cosas son distintas. Ahora no estamos actuando. Nosotros somos reales.

      Nuestra madre me decía eso todas las noches, después de que Flama se hubiera quedado dormida con el cuento que fuera, mientras me arropaba y charlábamos las dos solas. Yo no era capaz de quedarme dormida solo con los cuentos; necesitaba hablar en serio sobre cosas que sabía que eran de verdad. Sobre hechos comprobados: cuánto habían tardado en desmontar las tiendas, cuántas entradas se habían vendido o cualquier otra cosa que hubiera inquietado a mi sobrio corazoncito durante el día.

      Nuestra madre lo sabía y lo entendía. Y, cuando me asustaba con los números más peligrosos del circo, algo que pasaba a menudo, me abrazaba entre bastidores y me pedía que le recordara lo que ella me decía cada noche.

      —Nosotros somos reales —musitaba yo como un eco.

      —Eso es, mi amor —respondía ella, siempre con las mismas palabras—. Los números del circo son solo cuentos, interpretaciones bonitas y ficticias que nos inventamos porque nos gusta que la gente sea feliz. Pero nuestra parte real no es esa: fuera del circo es cuando somos de verdad. Ahora mismo, Flama está en el escenario, pero… —Incluso entonces, Flama adoraba los focos y había nacido para el espectáculo—. ¿Quién es ella en realidad?

      —Mi hermana.

      —¿Y tú quién eres, estés en el escenario o no?

      —Nívea. La hermana de Flama. Tu… tu hija. —Yo intentaba que no me temblara la voz para fingir que ya había acabado de llorar.

      —¿Y quién soy yo, en primer lugar y para siempre? ¿Quién?

      —Nuestra madre.

      —Eso es. Ante todo y sobre todo, mi niña con pelo de nubes. Soy vuestra madre.

      Y me acurrucaba en un abrazo donde yo notaba cómo su barba me acariciaba la frente, y sabía lo que era verdaderamente real. Lo que era seguro.

      Puede que Oso fuera una princesa, un príncipe, un dragón, un grifo o cualquier otra bestia peligrosa durante el espectáculo, pero por la noche, en el campamento, era exactamente lo que parecía ser: Oso. Una presencia tan sólida y segura que se había convertido en uno de los pilares de mi vida. Los miembros de la compañía iban y venían, nuestra madre nos adoraba pero tenía muchas obligaciones, Flama a veces se perdía en sus propios pensamientos y nuestros padres nunca…

      Pero Oso siempre, siempre estaba ahí. Y siempre era un oso, justo lo que parecía.

      Intenté tener paciencia con Flama y recordar lo mucho que le gustaba actuar.

      —También vale para un rey —dije—. Sí. Mi corona está hecha para la realeza.

      Horrorizada, vi que a Flama le empezaba a temblar el labio inferior.

      —¿Pero es que no la ves? ¿No ves a la princesa?

      Noté que algo se retorcía dentro de mí. No sabía por qué me estaba enfadando tanto.

      —¡Que no quiero jugar contigo, Flama! Te he hecho la corona porque… porque sabía que podía hacer una mejor y quería dárosla para que te pusieras contenta, pero no voy a… ¡No voy a fingir que Oso es algo que no es!

      Me dolían el estómago y la cabeza.

      Oso inclinó la cabeza ligeramente hacia la izquierda. Levantó una zarpa gigante y me la ofreció. Yo me arrojé hacia su pata y le agarré el pelo con las manos mientras mis lágrimas le empapaban el cuello.

      —Tú eres Oso, Oso y ya está…

      Me di cuenta de que Flama también lloraba, y eso me disgustó todavía más.

      —Ven, que hay follón —escuché la voz de Vera.

      Supe que había llamado a nuestra madre, que estaba enfrascada en tareas de diseño con Poma en su caravana.

      —¡Niñas! ¿Pero qué jaleo es este? ¿Qué pasa? —dijo nuestra madre con voz firme y autoritaria.

      —Flama dice… —solté entre hipidos, ya avergonzada por llorar a causa de algo tan tonto—, dice que Oso es una princesa, y no lo retira.

      Oso soltó un gruñido profundo y tranquilizador y rodeó a Flama con la otra pata. Nuestra madre se acercó y nos abrazó también, y Flama y yo nos calmamos entre los brazos de los dos seres que más queríamos en el mundo.

      Pero Flama nunca llegó a retirar lo que había dicho.

      Aprendí a ignorarlo. Ella solía mantener intactas sus fantasías durante más tiempo que la mayoría.

      A mí nunca me había gustado inventarme cosas para jugar, como a los otros niños. Creo que por eso me aficioné tanto a fabricar cosas y por eso la Academia de Ingeniería me resultó un sueño tan maravilloso. Quería aprender cómo funcionaban las cosas, cómo desmontarlas y cómo volverlas a montar por mi cuenta para entender el funcionamiento del interior de los objetos solo con mirarlos desde fuera.

      La academia era lo opuesto del circo: nada de ilusiones, solo hechos comprobados.

      Después de aquella noche, aprendí a reservar un lugar de mi interior solo para mí.

      Un lugar donde todo era lo que parecía ser.

       separadorluces

      ¿Cómo era el circo sin Nívea?

      ¿Era yo, acaso, solo la mitad de algo?

      Yo nunca lo he creído así.

      Mi número siempre fue propio.

      El primer día sin ella,

      es cierto, fue difícil.

      Lo pasamos viajando.

      Sin espectáculos

      ni ensayos, solo de aquí para allá

      en tierra firme, sin los brazos del aire

      que me atrapan, me sujetan

      y me dan la vida. Seguro

      que la primera noche

      sería aún más difícil.

      Sin mi hermana acunando

      mi cuerpo con el suyo,

      solo una niña de catorce años

      que se encuentra, de repente,

      muy crecido el mundo.

      Con la cama en el suelo

      de una caravana pequeña,

      bautizada Lata de Sardinas por Nívea,

      ahora lo suficientemente grande

      para tragarme