—La apuesta empieza con dos coronas —dijo nuestra madre.
Todos echamos las monedas sobre el telón.
Vera arrasó en la primera ronda con su póker de caballeros, pero se confió demasiado en la siguiente mano y Tam se hizo con todo el bote gracias a su escalera real.
Mientras nuestra madre volvía a repartir —a mí me tocaron más copas, maldita suerte la mía—, noté en mi estómago la sensación que indicaba que el dirigible había empezado a descender.
En el círculo, todos nos acercamos las cartas al pecho y nos miramos emocionados. Se oyeron murmullos satisfechos y hasta alguna exclamación entre quienes no jugaban. En unas pocas horas, justo después del amanecer, aterrizaríamos en Puerto del Cabo, la bulliciosa ciudad costera de Esting y el lugar donde Flama y yo habíamos nacido hacía diecisiete años. El lugar donde vivían nuestros padres y donde nuestra madre había fundado el Circo de la Rosa.
El circo volvía a casa.
Flama
En algún lugar de la bodega
duerme mi amor,
entre las sombras
y durante meses.
Cambia el viento,
el mundo en aumento
y un antiguo hogar
se acerca a acogernos.
El dirigible gruñe
en el viraje,
la luz se cuela
por las claraboyas.
Abajo, las ballenas emergen
y saltan, enormes.
El vientre del dirigible
toma tierra: así se sienten
los grandes seres
cuando vuelven
el corazón
hacia las nubes.
Nívea
Volábamos tan bajo que olía a mar.
Inhalé la brisa marina mientras el dirigible descendía lo bastante rápido como para notar una sensación de vértigo ante la visión de la costa de Esting acercándose a nosotros.
Me solté de la baranda de madera y levanté los brazos. Me imaginé dando un salto perfecto y hermoso hasta el suelo con unos movimientos perfectamente gráciles, como Flama al final de sus números: un ángel que tocaba la tierra y levantaba nubes de serrín en la pista.
Habría un aplauso estruendoso.
Alguien me rozó la espalda con la mano. Fue un gesto cálido y suave, pero aun así me sobresaltó.
—¿Te alegras de volver a casa?
Me giré y vi la sonrisa de Tam. Los ojos le brillaban en el rostro salpicado de pecas azules. Todavía no había actuado con el Circo de la Rosa, así que técnicamente aún era novate, pero había firmado el contrato en Feeria hacía más de dos meses y, durante el largo viaje de vuelta a Esting, todos habíamos llegado a conocernos bastante bien. De hecho, mejor de lo que me habría gustado en ocasiones.
Sobre todo, durante las colas para ir al baño.
Pero así es el circo: la intimidad surge rápido, aunque seamos un grupo itinerante con gente que viene y va en casi cada ciudad que visitamos. Hay achuchones entre bastidores, abrazos para desear buena suerte; las siestas se echan en manada en cualquier tren o transporte que nuestra madre alquile para llegar al siguiente destino, o frente a las hogueras del campamento, acunados por las carpas vacías del circo, cuando las noches son lo suficientemente cálidas…
Para nosotros es normal tocarnos de esta forma. Resulta fácil, sencillo e íntimo.
O esa es la teoría.
Por eso, no quise que Tam supiera que su roce me había hecho temblar.
—¿Te refieres a esta ciudad? No es que sea mi casa. Llevo viajando desde que nací, ¿sabes?
Le ofrecí una amplia sonrisa juguetona, que Flama habría desmantelado enseguida si hubiera estado allí. Ella siempre dice que soy demasiado seria para hacer bromas.
—Ya lo sé. —Tam sacudió la cabeza—. No me lo puedo ni imaginar. Pero naciste en Esting y tu madre es de aquí. Eso tiene que influir.
Lo que más me gustaba, de entre la larga lista de elementos de Tam que había aprendido a apreciar, era su seriedad: casi idéntica a la mía. Incluso cuando conjuraba sus ilusiones lo hacía con la gravedad y precisión de los científicos en un laboratorio. Me encantaba observar sus actuaciones meditadas y deliberadas, aunque suponía que habría quien las encontraría lentas… o lo haría de no ser por la belleza de Tam. Cuando nuestra madre presentó a Tam ante la compañía, incluso antes de conocer sus números, escuché que Vera susurraba que era tan hermose que le escucharía incluso leer textos religiosos.
—El circo es mi hogar, dondequiera que esté. Nuestra madre se ha asegurado de ello. Y mi padre es un noble de la capital de Esting, aunque ahora vive aquí, en Puerto del Cabo. A veces nos escribimos cartas, pero no lo he visto desde hace… bastante. —Tomé aliento al ver aparecer la ciudad—. Aun así, si tuviera que llamar hogar a algún sitio, Puerto del Cabo sería de las primeras opciones. Es donde Flama y yo nacimos y donde se fundó el circo.
—¿Tu padre es un noble de Esting? Juraría que Flama había dicho que era de Nordsk.
Noté que me tensaba. Pensaba que un hada no haría preguntas de ese estilo. Elles viven en grupos de amigues en lugar de en pareja, como se suele hacer en Esting, y un hada puede tener muches progenitores. Es una de las cosas que los misioneros de la Hermandad intentaron cambiar cuando Feeria era una colonia de Esting, pero nunca funcionó. Aun así, puede que todo lo que Tam supiera de las familias de Esting fuera lo que los misioneros le habían contado.
—El padre de Flama es de Nordsk, y el mío de Esting. Ahora mismo, los dos viven en Puerto del Cabo, pero… no los vemos mucho. Nada, vaya. —Tragué saliva—. Nuestra madre no fue capaz de elegir entre los dos, así que aquí estamos. La gente no suele entenderlo.
Tam volvió a tocarme suavemente, esta vez a modo de disculpa.
—Yo sí lo entiendo. Tengo cinco progenitores, ¿sabes? Y uno de elles es humano: un soldado que escapó durante la guerra.
Le sonreí.
—Voy a echarle un vistazo al equipaje otra vez antes de desembarcar —dije—. Algunos mecanismos son bastante delicados y no quiero que Flama pierda el equilibrio en el primer espectáculo de vuelta en casa.
—¿Puedo ir contigo? —El rostro lleno de pecas de Tam se iluminó—. Sigo sin entender nada de lo que haces, Nívea. Las máquinas te obedecen con un toquecito o sin que las toques siquiera. Es como…
—¿Magia?
Nos echamos a reír, y Tam me siguió hasta la bodega.
Flama
¿Que cómo se vuela?
Es fácil. No tiene nada
que ver con el aire,
como