Mario Markic

Misteriosa Argentina 2


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ven lagunas, eso sí, permanentes o temporales. Son como ojos de agua o manchas redondas: los abracadabristas quieren creer que sobre Somuncurá se desató alguna vez una lluvia de meteoritos…

      Piedra volcánica, silencio, huellas ancestrales… Y arroyos, flanqueados por arboles sedientos.

      Y quebradas y cañadones. Excepto la Puna, no encontré otro lugar así de solitario en toda la Argentina.

      Pero lo que le falta en habitantes, lo tiene en leyendas. ¿No es acaso el escondite del cáliz que usó Cristo en la Última Cena?

      Una de las puertas de entrada a la meseta de Somuncurá es el pueblo Ezequiel Ramos Mejía, que homenajea a un ministro de Obras Públicas de los tiempos de la Argentina próspera. Cuando visito el pueblo, Javier Giménez, su joven intendente, que gobierna sobre mil cien almas, me dice: “Somuncurá es un misterio. Para nosotros, que elegimos vivir aquí, es un paraíso. Aquí nacimos, aquí vivimos, aquí queremos morir. Además, si estás preparado y la recorrés caminando, vas a encontrar cosas únicas. Especies únicas de plantas, con florcitas, que no superan los cinco centímetros y se aguantan el viento huracanado aferradas a la piedra. Una tenacidad que conmueve, ¿no es cierto? Bueno, nosotros somos como esas florcitas de empecinados. Es duro, pero nos aferramos a esto”.

      Somun-curá quiere “decir piedra que suena o habla”. El nombre hace referencia a los silbidos de los fuertes vientos de la primavera, cuando se filtra en las fisuras de las rocas basálticas.

      “La leña escasea, en el invierno parece Siberia”, cuenta Javier.

      Somuncurá es el tema. Y es inevitable entonces hablar de ella y su gravitación, aunque esboce una sonrisa cuando se le plantean cosas de los templarios y el cáliz de Cristo.

      Acá hay conchas, erizos, fósiles de animales marinos confundidos entre el pedregal. Resabios, vestigios de sesenta millones de años, cuando el mar todo lo cubría. (Y vuelvo a acordarme de los templarios y sus barcos que podían atracar en la península porque había veinte metros más de agua que hoy).

      A veces, parece que las piedras se van a desbaratar sobre uno.

      Fuera de eso, lo único que se ve es una vegetación dura y pinchuda, coirón amarillo, piedra y ausencia de caminos.

      La historia de vida del Tigre Nirian es apasionante.

      Es uno de los mil habitantes de esta tierra lunar. Uno de los que salió y volvió.

      Apenas nos vio llegar, después de tres semanas de no ver a un ser humano, carneó un chivito, lo despostó con rapidez y sabiduría, y lo echó sobre una parrilla. Su casita −o su rancho, dirían los gauchos− parece emerger de la tierra misma. Desde lejos sería difícil reconocerlo como algo artificial a la meseta: “Acá lo único que había eran piedras, ni corrales, ni un lugar playo… todo lo que ves, corrales, casa, lo hice con mis manos. A mi casa la hice con barro, y pude hacer una senda entre las piedras, como para entrar por lo menos en camión o camioneta”.

      Miguel Nirian se fue un día a la ciudad, a estudiar. O a ser policía. Pero no fue ni lo uno, ni lo otro. Anduvo por Trelew, Puerto Madryn, Las Grutas, San Antonio Oeste, de albañil, como pintor de brocha gorda, como peón…

      Se sumergió en la noche de los tragos, acaso como única paga por tocar y cantar con su guitarra en los bares… y anduvo un poco a los tumbos en la vida. Finalmente, volvió al lugar de donde había salido. “Y volví al lugar de donde había salido. La vida tiene esas cosas circu­lares, no es cierto? Volví acá y acá está la bendición. Estoy dichoso con lo que Dios hace con mi vida. Regresé hace doce años y soy muy feliz en esta soledad”.

      Miguel maneja con mano diestra el chivito a la cruz.

      En los alrededores, los piedrones lo cubren todo.

      El Tigre no solo era un buen anfitrión y cocinero. Pulsó la guitarra porque sabía del arte de la música y la poesía: inspiraban sus canciones un relato arisco como la meseta que habitaba.

      Finalmente, una luna tempranera se colgó del cielo y caímos en la cuenta de que ya era hora de volver. De atravesar esa huella imposi­ble que el Tigre hizo con sus propias manos.

      Me despedía de Somuncurá, una meseta bravía, a la que pocos le entran, a la que todos respetan hasta el temor, pero que atesoraba un halo mágico de seducción con sus hijos.

      No sé si estará el cáliz de Cristo bajo sus piedras, pero le sobra misterio. Tal vez por eso los tehuelches la veneraban como algo sagrado, tal vez por eso el Tigre Nirian había vuelto al lugar al que pertenecía. Tal vez…

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