repente, se acaba el silencio y la ensoñación: todos los tripulantes, sin que el capitán les dijera nada, han reaparecido en la cubierta. Calzan sus botas, sus guantes y delantales de goma y el capitán reduce la velocidad para encontrar la primera bandera, el señuelo que dejaron veinticuatro horas atrás para empezar a recoger las redes.
La tarea es pesada: la red se va enrollando en dos cilindros dispuestos sobre estribor. A medida que la red va subiendo, los peces son desenredados y quedan sobre cubierta, coleando, semiasfixiados y en la agonía final: cada uno de ellos cae con el vientre abierto por un certero tajo del cuchillo de los pescadores. Cuando la red termina de ser levantada, es doblada y prolijamente depositada en la bodega.
Todo el trabajo se hace sin pérdida de tiempo. El capitán vigila las tareas y apura a su gente. El cielo se ha vuelto borrascoso y no quiere tener problemas antes de terminar el trabajo. Y mucho menos a la vuelta.
Primero una bandera, después otra y así. “Tiramos cinco tramayos, con cinco anclas para que vayan al fondo y señaladas por cinco banderas que flotan para saber dónde están. Y al otro día −dice el portugués− volvemos rezando porque haya pescaditos… pero a veces no hay pescaditos y el viaje de regreso parece un cortejo fúnebre”.
Pero hoy sí hay pesca.
Frenéticamente, vamos por el mar, bandera tras bandera.
Aunque el sol intenta rasgar las nubes, empieza a llover. Un leve arcoíris se insinúa, como queriendo abrirse paso entre los grises de allá al fondo. El capitán apura cada vez más a la tripulación, a los gritos, porque la lancha empieza a bambolearse peligrosamente, las olas vienen más altas y Pennisi cada vez tiene que maniobrar más rápidamente: timón y acelerador, acelerador y timón.
Ya está arriba la última red, ya está llena de peces la bodega y los cajones de la cubierta. “¡Nos vamos! ¡Nos vamos!”, grita el capitán anunciando el regreso.
El mar se transforma en un gran baldío gris.
Entre hoyadas, navegamos bajo la lluvia. Allí vamos, empujados por el viento en una especie de rapidez melancólica.
Otras lanchas volvían. Parecían ser tragadas por el mar, pero en la medida que trepábamos, las olas volvían a aparecer, mínimas, sobre la superficie. Para ellas, a nosotros nos pasaba lo mismo.
El perfil neblinoso de Mar del Plata se hundía también al frente y volvía a aparecer, cada vez más definido, cada vez más gratificante.
Yo miraba por los bordes de la embarcación, hacia abajo.
Esas montañas líquidas convertían a nuestra lancha en un dibujo de historieta y pensé en el mar, en lo que siempre estuvo.
Tal vez, antes que la nada.
El mar, algo propicio para las abstracciones.
El mar, lo que no volverá a pasar, lo que ya no sucederá más a partir de este mismo momento. Me sentí un soñador a plena luz del día, mientras Mar del Plata ya no se hundía.
En tierra, el efecto de la navegación se hacía sentir no bien la lancha atracó en la banquina. Todavía mareado por el vaivén, caminé mirando las lanchas que regresaban a casa.
Los pescadores estaban felices, descargando los peces, hablando a los gritos, silbando, cantando. Otros seguían tejiendo redes sobre la banquina. Las lanchas estaban mudas, apenas cabeceando sobre el agua oscura. Emergían de tanto en tanto lobos marinos reclamando comida. Todavía, una vez más, después de despedirme, me di vuelta.
Esmeraldino, el portugués, todavía me saludaba. Giacomino andaba lejos de aquí, de donde podía verse su figura, acaso en su añorada Sicilia, sonreía.
Una llovizna fina caía sobre el puerto.
4
Los templarios de la Patagonia
Esto que les voy a contar es, digámoslo así, medio loco: hay una cofradía que sostiene que el cáliz de la Última Cena, en el que Cristo dio de beber a los apóstoles −también llamado Santo Grial− está escondido en algún lugar cercano a las costas de Río Negro.
Para más datos: el misterio involucra especialmente a la enigmática Orden de los Caballeros del Temple, que habrían sido los custodios de esa reliquia de la cristiandad y que la trasladaron cruzando el Atlántico desde Europa, mucho antes de que Cristóbal Colón llegara a América.
Enterarme de esta historia y partir hacia allá fue un suspiro. Sin embargo, el desafío no era menor: con más de veinticinco mil kilómetros cuadrados, la meseta de Somuncurá, el probable escondite, por ser el lugar más cercano a la costa −a unos cuarenta kilómetros del balneario Las Grutas− es más grande que la provincia de Tucumán.
Entonces, lo primero que hice fue un sobrevuelo, para observar, desde el aire, un punto en el mapa al que llaman Fuerte Argentino, pero que los antiguos cartógrafos denominaron “El antiguo fuerte abandonado” y, en francés, “Ancien Fort Abandonné”.
Pero nada, no es posible encontrar nada.
La cofradía tiene algo de razón en sus elucubraciones sobre el esquivo cáliz de Cristo: en principio, nunca hubo ningún fuerte español, ni edificado por los argentinos, en ese sitio.
O sea que, desde el aire, en ese lugar, solo se ve un sugerente peñón rocoso, que penetra en el mar, con un acantilado de cien metros y que, casi, casi se parece a una isla. Pero es una península y tiene muy plana la superficie, como si alguien la hubiera arrasado a propósito. Se deja ver desde las playas de Las Grutas, cuyas mareas son muy distantes unas de otras, y, de hecho, todos los turistas preguntan de qué se trata ese extraño dibujo costero.
Pero es hora de hablar de estos supuestos visitantes precolombinos.
¿Quiénes fueron los templarios?
La Orden de los Caballeros del Temple fue una de las más famosas órdenes militares cristiana de la Edad Media. Fundada en 1118 por nueve caballeros liderados por el francés Hugo de Payens tras la Primera Cruzada, se mantuvo activa por casi dos siglos.
Tuvieron una gran influencia ante los papas −solo les respondían a ellos− y por distintas bulas se les otorgó la concesión de recaudar dinero: podían construir fortalezas e iglesias propias, formaban a sus propios capellanes y sacerdotes y tenían derechos sobre las conquistas en Tierra Santa. Apenas cincuenta años más tarde de su fundación, se extendían por tierras de toda Europa y eran multimillonarios. Llegaron a gestionar una compleja estructura económica dentro del mundo cristiano. Para algunos, fueron los creadores del banco y de los cheques.
Más que cruzados, en realidad eran monjes guerreros –y de los bravos−, que usaban como distintivo un manto blanco con una cruz roja grabada en pecho y espalda.
Su misión era custodiar a los cristianos en las peregrinaciones santas hacia la explanada de Jerusalén. Y como acampaban al pie del Templo de Salomón, de allí tomaron el nombre de “templarios”.
De estas cosas me fue hablando el “Flecha”, un guía muy simpático e hiperactivo, que conocí en el balneario y que me llevó en su camión guerrero canadiense de la Segunda Guerra Mundial hasta los acantilados del fuerte.
Él también forma parte de la cofradía de seguidores de los templarios y después de andar varias horas a los tumbos, a veces en el mar, a veces en la arena de la playa, o por dunas que subían y bajaban, llegamos al acantilado y trepamos sus 130 metros con bastante esfuerzo.
“Este paisaje es increíble –me dijo, al llegar arriba, mirando el mar−. ¿No creés en nada de esto, no?”.
Le contesté que tenía la mente abierta a todo, pero lo que se contaba de los templarios en la Patagonia era como fantástico. La orden desapareció antes de que Colón llegara a América, o sea que ellos tendrían que haber llegado mucho antes. Y aquí, nada menos.
Sí sabía yo que la orden acumuló tanto poder que los papas recelaban de ellos. Y los reyes también, claro. El Flecha da por