costero arrullado por el mar frío de Chubut pensé: de todos los hombres que hacen historia se cuenta la gloria y el ocaso con lujo de detalles. La exaltación y el escarnio están a la venta en todas las librerías y son suficientemente conocidas bajo la forma de libros o películas.
Pero Camarones me había dado la historia viva de un hombre. . . en la edad de la inocencia.
3
Redes en el mar
Mar del Plata es una ciudad de dos mundos: el del ocio y el del trabajo. Ambos conviven en el verano. En esos días, uno ve, cualquier madrugada, en la banquina de los pescadores, las lanchas amarillas que parecen desperezarse. El sol todavía no ha aparecido; por el contrario, algunas estrellas se demoran en la agonía de la noche cuando para los pescadores el trabajo ya ha comenzado.
Embarcar en esas lanchas es todo un desafío. Eso es lo que hice, una mañana fresca, con el cielo todavía con su tinte azulado en evolución. Las otras lanchas se mecían en la banquina. Los inconfundibles hombres de mar se metían en sus asuntos: asuntos simples, como arreglar las redes para salir de cacería.
Miraba, antes de la partida, unas doscientas embarcaciones pintorescas, de noble madera, veteranas de mil tormentas. Sus capitanes italianos habían pasado más tiempo sobre ellas que en sus hogares.
La vida de estos hombres es un misterio a desentrañar.
En mis apuntes, rescaté algunas singularidades. Por ejemplo, cómo el mar con sus tempestades y su calma condiciona sus vidas. Y eso se refleja en sus estados de ánimo.
El mar tranquilo y sereno frustra al pescador, porque su incursión se convierte en apenas un paseo. Ese es el momento en que los primeros italianos que recalaron en el puerto −napolitanos y sicilianos, la gran mayoría− manifestaban su nostalgia por la tierra lejana con sus cantos.
Pero cuando el mar demuestra bravura, entonces, tensos y atentos, aprovechan su oportunidad.
A río revuelto, ganancia del pescador.
Miraba los nombres de las lanchas. Grandes, en las proas: allí estaba el origen italiano y la acendrada religiosidad de sus capitanes. El mar exige respeto y ellos invocan protección.
La lancha que me lleva a rescatar las redes que la tripulación desplegó el día anterior a unos quince kilómetros de la costa está pronta: todos confían en que habrán quedado atrapados muchos tiburones.
El joven capitán prepara la partida. Uno a uno, semblanteo a mis personajes. Daniel y Carlos, los más jóvenes, parecen serios y reservados, pero solo lo parecen. Esmeraldino Correa, el portugués, es la clase de hombre que dio la vuelta al mundo de los oficios. Manejó cámaras de cine en Lomas de Zamora, fue mecánico, chofer de micros de larga distancia y camionero. Hasta que, ya casado, llegó a Mar del Plata en 1970 y vendió galletitas hasta que no le quedó más remedio que hacerse a la mar.
Domingo Pennisi (o Penizzi), el joven capitán, heredero de una dinastía que empezó en Sicilia, cuando aún existía la Atlántida, se dice: hijo de pescador, nieto de pescador, navega desde hace seis años y desde hace dos está al frente del timón.
Y Giacomino. Giacomino Penizzi (o Pennisi), tío del capitán. Su rostro está marcado por la sal del Mediterráneo, tiene tantas estrías que parece un mapa carretero. Su vida es el mar. Quien no conoce al festivo y, de a ratos, melancólico Giacomino de la banquina del puerto, no conoce a los pescadores de Mar del Plata.
Fue uno de los últimos inmigrantes italianos en llegar a la Argentina, en 1947, cuando Italia todavía estaba arrasada por la Segunda Guerra Mundial y el padre, que ya vivía en Mar del Plata, mandó a buscar a sus hijos: ninguno de ellos, se juramentó, volvería a sufrir otra guerra.
Allí voy, a navegar paralelo a sus ansias, a sus sueños, a sus desventuras.
El día despierta. Y el barquito, más frágil que una sombra, abandona el puerto.
El perfil de Mar del Plata se hunde en el Atlántico. No es que uno sienta verdadera aprensión al mar, pero no es menos cierto que la sombra de la tragedia ronda en torno de esas frágiles embarcaciones de madera: “Acá sabés que salís −recalca el portugués− y nada más. A mi mujer siempre le digo que salgo, pero no sé si vuelvo”.
La tragedia rozó de cerca a Giacomino en el invierno de 1985, cuando volvían, un atardecer, y el barco embistió un banco de arena y empezó a hacer agua. “Éramos ocho personas, y tuve mucho miedo –rememora–. No sabía qué hacer, así que me subí al palo para salvarme. Mis compañeros, que ya habían tirado una balsa al agua, me llamaban desesperados para que los acompañara. Es que yo estaba paralizado, porque no sabía nadar. Al final me rescataron a la fuerza y fuimos remando hasta el faro de Punta Mogotes. El mar es traicionero acá. Salimos con tiempo bueno y de repente se pudre todo y volvemos como podemos, en medio de una tormenta. Acostumbrarse a esto es jodido, conozco a muchos que después de una noche mala no quieren volver a embarcarse”.
A todos los tripulantes de mi barco la cotidiana travesía marina los convierte en personas que, después de los consabidos mates, se ensimisman: uno los observa y ellos permanecen callados, encerrados en sus silencios; vaya a saber por dónde andan sus pensamientos.
El mar… un abismo insondable. Fosas abismales que inspiran poesía. Pero a ellos, ¿solo el mar los enamora?
La ciudad que dejamos atrás está llena de inmigrantes italianos.
Mar del Plata creció con el puerto. Mientras navegamos, el barco se balancea y la ciudad desaparece en el horizonte, arriba de la popa, Giacomino se deja arrullar por el vaivén del agua, que no está hoy, precisamente, en uno de sus días mansos y reposados.
De repente, todos desaparecen de la cubierta. Se echan a dormir en lugares recónditos de esa mínima nave. Mientras la lancha se hunde en el océano nervioso, Giacomino vuela hacia territorios de la infancia.
Hacia el mar de Sicilia, hacia la minúscula aldea Santa María de las Hadas, donde nació y creció, entre barcas que iban y venían.
Piensa ahora: “Si fuera más joven, volvería a Sicilia para trabajar diez años y después solo quedarme todo el día mirando el mar. Si fuera más joven, porque ahora si vuelvo, no encuentro a nadie. ¿Quiénes podrían reconocerme? ¿Uno, dos amigos? Los demás ya murieron. Volvería, claro, una vez más, para divertirme un rato, en verano. Eso sí. Pero volvería a Mar del Plata después, porque el invierno allá es malísimo, hay mucha humedad, ya no me gusta. O sea, vuelvo a Sicilia, pero con mis pensamientos. Porque en realidad, desde que vine, nunca volví”.
Solo converso con el joven capitán, de tanto en tanto.
Vuelvo a repasar a mis personajes. Voluntades marinas que cargan, como todo ser humano, con sus historias, sus amores, sus dolores.
¿Con qué carga el portugués Esmeraldino, el hombre de los mil oficios? Y el portugués, detrás de su jovialidad, carga. Carga con ese rostro curtido por la sal, con las canas que le cubren la cabeza, por no haber hecho pie en ninguno de los oficios que tuvo, con los hijos grandes que estudian para que no les toque vivir lo que a él, con tener que salir al mar de última, porque no hay otro trabajo y no le quedan muchos años activo. Entonces, su jovialidad, su risa pronta parece ser un trabajo de supuesta vitalidad, la simulación de un espíritu joven en un cuerpo ya estragado por los años. “La vida del pescador es muy dura –subraya–. Hay que levantarse a las tres de la mañana. Salís al agua, empezás a agarrar el pescadito, pero muchas veces no hay pescadito. Y uno se viene como se fue, con las bodegas vacías y ahí te quiero ver. Porque en este oficio se va ‘a la parte’. Tiene cuatro partes la lancha: dos partes de red y dos partes de bodega; eso olvidate: se lo lleva el patrón. Lo demás lo tenemos que repartir entre nosotros. Y yo soy uno entre dieciocho marineros. Imaginate”.
Domingo, atento, da leves toques al acelerador y maneja el timón como un viejo pirata. Giacomino sigue adormilado. Los recuerdos del pasado le atraviesan el corazón. Él nunca está aquí, dicen los demás. A veces lo ven clavar su vista al este, más allá del brumoso horizonte. En un instante