guerra.
De acuerdo a mi experiencia, en esa negociación, dos o más personas dialogan voluntariamente e intentan llegar a un acuerdo sobre el problema que los afecta (obviamente si los intereses coincidieran no sería necesaria ninguna negociación). La imposibilidad de lograr ese objetivo puede tener, en el peor de los casos, un desenlace violento.
Negociamos en todo tipo de ámbitos, no solo en el ámbito político, empresarial o laboral. Negociamos también en nuestra vida personal y en todas las relaciones que establecemos. Podríamos concluir entonces que el campo humano está conformado de miles de relaciones interconectadas que se mueven en innumerables contextos al son de una multiplicidad de enormes, grandes, medianas, pequeñas y minúsculas negociaciones. Y todas tienen valor.
Lo que a los largo del tiempo muchos especialistas rescataron no es la esencia de la negociación en sí misma, existente desde el principio de las sociedades, sino las formas, modos, estrategias de la negociación y las consecuencias para cada uno de los actores. No obstante, en ese sentido, puedo adelantar que las diferencias en las formas, los modos y las estrategias, determinan la esencia de la negociación, cambian la forma de mirar al otro y, por lo tanto, modifican las consecuencias de la administración de conflictos para la sociedad.
La sociedades, las relaciones humanas, la misma vida (anudada en acuerdos con el otro), cambian de sentido de acuerdo a cómo resolvemos nuestros problemas. Se trata de una afirmación que bien se adapta a la actualidad de nuestro país, hoy envuelto en una política que se organiza en base a la confrontación y distanciándose del encuentro.
En el campo de la negociación, los expertos reconocen tres diferentes escuelas que vale la pena nombrar. Roberto Luchi, experto en negociación y director de Consensus (Centro de Negociación y Resolución de Conflictos del IAE de a Universidad Austral) las describe brevemente en un artículo de la revista de esa casa de estudios:
La primera de las grandes escuelas es la denominada “competitiva”: en esta tendencia uno gana y el otro pierde. En general, las personas que negocian en esta postura tallan el juego del orgullo y solo aceptan el 100 porciento de lo que piden. Como alguna vez le dijo Joseph Stalin a Winston Churchill: “Mi amigo, yo solo tengo un lema: lo mío es mío y lo tuyo es negociable”.
El dictador soviético era un negociador agresivo y experto. Muchos dicen que solo con un “het” (así comienzan las oraciones de negación en ruso) se quedó con media Europa en Yalta, Teherán y Postdam, los grandes acuerdos de la Segunda Guerra Mundial. Stalin era duro, rígido, frío y calculador. Su historia personal lo explica: fue el hijo de un zapatero borracho y golpeador. Incluso, uno de sus amigos de juventud, Ioseb Iremashvili, escribió, en 1932, que “esas palizas inmerecidas y despiadadas hicieron al niño tan duro y falto de corazón como su padre”. Ese mismo compañero escribió también que nunca lo vio llorar.
De la escuela rusa nacieron (teóricamente) muchas de las estrategias de negociación que actualmente observamos. Por ejemplo, la clásica idea de que al inicio de toda negociación siempre hay que pedir más de lo que se tiene previsto lograr. En Potsdam, el acuerdo más importante de la Segunda Guerra, Stalin solicitó a los otros aliados (Estados Unidos y Gran Bretaña) toda clase de reparaciones desmesuradas. La queja y la protesta continua también formaban parte de sus tácticas, ya que ponían a sus oponentes a la defensiva.
La historia cuenta que en Postdam un general estadounidense intentó halagar a Stalin. Le dijo que le impresionaba lo rápido que los ejércitos rusos habían llegado a Berlín. Su respuesta fue notable: “¡El zar Alejandro I llegó hasta París!”. De esta manera, minimizó las concesiones del “oponente” y las hizo ver como una debilidad. En definitiva, se hizo la víctima.
“El único propósito para participar al final fueron los despojos de Hitler”, solía decir Henry Kissinger para explicar por qué Stalin entró a la guerra. La URSS siempre era el último país es comprometerse, lo que le daba más margen para venderse al mejor postor su neutralidad o colaboración. Incluso Stalin estuvo cerca de sellar un acuerdo con Hitler en 1939. Demorar las pocas concesiones que se otorgaban era otra estrategia del líder soviético.
Otro ejemplo de la capacidad de negociación rusa era el canciller de Stalin, Viacheslav Mólotov, quien tenía la capacidad de irritar a cualquier persona. En ese sentido, usaba su potencial para desbordar las emociones –real o fingidamente– para incurrir en una especie de chantaje psicológico. Pero además, Mólotov era representante fiel de otra táctica. “No hay mejor negociador que el mensajero”. Eso supone que cualquier acuerdo que haga una persona de bajo nivel, con autoridad limitada, es más fácil de deshacer que las de un presidente.
Desconocer cualquier tipo de plazo fue otra de sus grandes estrategias. En Yalta y Potsdam se emplearon a fondo porque sabían que los estadounidenses tenían cierta prisa por llegar a rápidos acuerdos. Los votantes estadounidenses no querían más confrontaciones y menos por defender el pluralismo político de Europa Oriental. Eso fue aprovechado por Stalin, que obtuvo una tajada mucho mayor a la que cualquier observador pudiera haber imaginado.
Para los rusos, en cualquiera de sus gobiernos, la amenaza siempre fue parte clave de la negociación. En 1960, Nikita Kruschev dijo al embajador británico que solo se necesitarían seis bombas atómicas para borrar del mapa a Gran Bretaña y nueve para Francia. Poco después, en septiembre de ese mismo año, hizo estallar, a modo de prueba, una bomba de 50 megatones.
“Antes de una negociación trata de menguar psíquica y físicamente a tu adversario”, decía otra máxima soviética. Por ejemplo, en cada acuerdo los jefes occidentales debieron recorrer miles de kilómetros, labor especialmente ardua para un hombre con los impedimentos físicos de Roosevelt. Pero Teherán está a unos cientos de kilómetros de la frontera soviética y Yalta estaba en la península de Crimea, en ese entonces territorio soviético.
“Nunca des el primer paso, déjale esa tarea a tu contraparte”. Stalin nunca hizo ofertas. Siempre dejó que realizaran esa labor Churchill, Roosevelt y posteriormente Truman. Claramente, los rusos fueron expertos en este campo. Los soviéticos fueron los grandes exponentes entonces de esa primera escuela en la que solo valía ganar la pulseada.
La segunda escuela surge en los 70 y se la denominó la escuela “cooperativa” o el modelo Harvard. Puso “principios” y “mandamientos” que facilitan el proceso si es compartido. Se trata del famoso “win-win”, que actualmente es una conocida frase políticamente correcta.
Durante la crisis de los misiles nucleares en Cuba en 1962, y como una gran victoria política, Kennedy consiguió que los rusos se llevaran los misiles que habían enviado a Cuba. Pero lo que no se supo hasta hace muy poco fue que los rusos consiguieron que los norteamericanos quitaran los misiles nucleares que tenían instalados en Turquía. Quid Pro Quo.
Ambos bandos consiguieron su objetivo compartido principal (evitar una contienda nuclear mundial) y también otros objetivos propios como eliminar los misiles en zonas cercanas a cada país. Pero como bonus, los norteamericanos también consiguieron que los rusos no divulgaran la retirada de los misiles en Turquía, con lo cual Kennedy no pareció hacer ninguna concesión.
Este tipo de negociación parte de la idea de que se pueden satisfacer los intereses de ambas partes de modo que todos salgan ganando: un win-win (ganar-ganar). Este resultado solo puede darse cuando las partes colaboran y dejan de verse como adversarios.
Tendemos a pensar la negociación como una lucha hostil. Un terreno de competencia voraz en el que siempre hay ganadores y perdedores. Esto no tiene por qué ser siempre así. El impulsor de la corriente del win-win fue William Ury, quien pensaba que desde la colaboración en la negociación era posible crear valor.
Nacido en Chicago en 1953, Ury se graduó en la Universidad de Yale y obtuvo un doctorado en Antropología Social en Harvard. Luego, orientó su carrera académica y profesional a la investigación en tópicos vinculados con la negociación y la gestión del conflicto. Entre sus libros, traducidos a más de 20 idiomas, se destaca el célebre “Sí... de acuerdo”, escrito junto a Roger Fisher. Es considerado como la obra fundacional del enfoque win-win.
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