Colectivo Historias desobedientes

Escritos desobedientes


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vivencia y ordenarla en una imagen, que diga lo que

      es preciso decir, es el primer movimiento de estos escritos. Luego, la organización, la ubicación de las imágenes en un collage plural que permita leerlas, su exposición.

      31 de agosto de 2018

      1 Pilar Calveiro: Poder y desaparición. Los campos de concentración en Argentina, Buenos Aires, Colihue, 1998.

      2 Hannah Arendt: Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal (1963), traducido por Carlos Ribalta, Barcelona, Lumen, 2003.

      3 Walter Benjamin: Infancia en Berlín hacia 1900 (1932), traducido por Ariel Magnus y Griselda Mársico, Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2016.

      4 Hannah Arendt: ¿Qué es la política? (١٩٩٧), traducido por Rosa Sala Carbó, Buenos Aires, Paidós, 2009.

      5 Joan Scott: “Experiencia” (1991), La Ventana, núm. 13, 2001.

      PARTE UNO

      Historias de vida

      ANALÍA KALINEC

      De Colita de Algodón, Obediencia Debida

      14 de agosto de 2016

      En estos momentos, se esboza la posibilidad de otorgar el beneficio de la prisión domiciliaria a alguien capaz de cometer las peores atrocidades contra otros seres humanos. Paralelamente, se priva de libertad, de derechos y se incomunica a quien fuera capaz de generar lazos solidarios entre semejantes.

      En estos momentos, una parte importante de la sociedad argentina manifiesta indignada su preocupación en las redes sociales ante el “atentado” que sufrieron el presidente y la gobernadora de la provincia de Buenos Aires en Mar del Plata. Se habla de “violencia” e “intento de asesinato”, ignorando que el propio jefe de la Policía desmiente semejantes afirmaciones. Así también, se ignora que la agrupación acusada de cometer estos “actos violentos” solicita derecho a réplica en los medios hegemónicos que siguen colonizando el “sentido común” de esa importante parte de la sociedad que, obediente y obscenamente, repite y repite lo que se impone, e ignora lo que se oculta; mensajes mafiosos, amenazas, robos y destrozos a periodistas, dirigentes políticos o particulares que expresan libremente –aunque no gratuitamente– sus ideas, contrarias a las del discurso totalizador. No hay peor ciego que el que no quiere ver.

      Paradójicamente, en estos momentos, se cumple un nuevo aniversario de la anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. El cambio en las condiciones históricas y políticas, y la determinación del entonces presidente Néstor Kirchner de avanzar en la lucha contra los crímenes de la dictadura, permitieron poner fin a las mal llamadas “leyes del perdón” (¿de qué sirve el perdón si no hay arrepentimiento?). Fue a partir de ese momento que cientos de represores –incluido mi papá–, civiles y militares, cuyos enjuiciamientos se interrumpieron en 1986, pudieron ser debida y necesariamente juzgados. Fue a partir de ese momento que pudimos como país comenzar a conocer parte de esa historia que, infructuosamente, quisieron hacer “desaparecer”. Fue también a partir de ese momento que pude conocer, a nivel personal, aquella parte de la historia familiar que estaba cuidadosamente oculta.

      Cuando era chica, mi papá solía recitarnos la historia de “Colita de Algodón”. Seguramente, su mamá –mi abuela– se la recitaba de niño. Con ternura yo lo miraba, años atrás, recitar la misma historia a sus nietos. Con signos de entonación y suspensos propios del relato, repetía: “Colita de Algodón era un conejito muy picarón”, esta parte del relato venía acompañada por una sonrisa. Luego, frunciendo el ceño, continuaba: “Su mamá le dijo: ‘Oye, Conejín, ¡no vayas muy fuerte en monopatín!’”. En esta parte, el tono de alarma y sorpresa generaba expectación en los jóvenes oyentes que escuchaban el triste desenlace: “Por desobediente pronto se cayó y su cola blanca… ¡Ay, se lastimó!”.

      Mamé de muy pequeña –incluso transgeneracionalmente, supongo– esta idea de “ser obediente”. Que hay que hacer caso, que no hay que contestar, que es mejor callarse, que “por algo será”, que “mejor no te

      metas”. Pasé muchos años repitiendo el discurso obedientemente aprendido en el seno familiar. Cuando mi papá es interpelado por la Justicia, ya que debía dar cuenta de su accionar durante el terrorismo de Estado, yo tenía 24 años y jamás se me hubiera cruzado por la cabeza poner en duda su integridad moral. Hoy, ya estoy pisando los 37 y llevo un largo recorrido en esto de desenmarañar mi historia y de tratar de entender lo inentendible. Leí la causa, los testimonios de los sobrevivientes de los centros clandestinos en los que estuvo, ahondé con bibliografía sobre el tema… ¡me recibí de psicóloga! Quería sacar mis propias conclusiones, aunque esto implicara, necesariamente, ser desobediente. Mientras fui obediente lloré por el encierro de un padre acusado “injustamente por defender a la patria”, más tarde “condenado por cometer crímenes de lesa humanidad”. Hoy lloro ante la imagen de un padre capaz de hacer lo que hizo. Un padre sin la capacidad o la voluntad de desobedecer.

      Mis hijos ya no escuchan la historia de Conejín. Me encargo, casi obsesivamente, de contarles historias en las cuales los protagonistas siempre dicen lo que piensan y nunca hacen algo por ser obedientes, o por quedar bien con otros. Están creciendo, e indefectiblemente seguirán su propio camino. No son ajenos ni inmunes al Pokémon Go, ni a tantas otras cosas que se filtran sigilosamente entre sus amigos y sus juegos. Yo les advierto que estén atentos, ellos me escuchan, un poco se ríen y lo descargan en el celular. No dejo de estar atenta y de advertirles. Tendrán que sacar sus propias conclusiones.

      Escribo esto pensando en tantas “verdades absolutas” que, disfrazadas de noticias, de comentarios al pasar o de ingenuos cuentos o juegos infantiles, se filtran y se instalan en nuestras percepciones y nos condicionan en el momento de interpretar la realidad.

      Soy maestra y tengo faltas de ortografía

      20 de agosto de 2016

      Después de “Colita de Algodón…”, palabras de cariño, encuentros y reencuentros inesperados me invitan a seguir escribiendo en voz alta en este nuevo mundo (nuevo para mí) del Facebook.

      No escapa a mi conciencia el saberme una persona con muchas faltas de ortografía (el escrito original de “Colita” tiene varias). Padecí desde muy pequeña esta incapacidad de incorporar la normativa que establece las convenciones del sistema de escritura. Me recuerdo de niña, sentada en la mesa de la cocina, escribiendo una y otra vez renglones y renglones de palabras que, indefectiblemente, vuelven a ponerme en duda cada vez que las escribo. Soy capaz de dudar si “jirafa” se escribe con “g” o con “j”.

      Con los años, asumí mi falencia e incorporé métodos alternativos para subsanarla: memoricé reglas ortográficas, sumé el hábito de modificar la oración, o de emplear sinónimos, ante el temor de escribir con faltas ortográficas. Siempre tengo a mano un diccionario, o pregunto ante la duda. Igualmente, no dejo de sorprenderme cada vez que releo algún apunte o nota escrita apurada y al paso, y descubro que mi