Joaquín Algranti

La industria del creer


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contexto la labor de los agentes que dinamizan las industrias culturales ligadas a las instituciones religiosas, propone la necesidad de reconsiderar qué es lo religioso en tanto fenómeno social y cuáles son las instancias clave de su conocimiento. Es por ello que afirmamos antes algo que condensa el sentido de este segundo momento: el desarrollo de las industrias culturales del campo religioso supone una actividad plena de consecuencias para la vida de las organizaciones religiosas y para nuestra concepción de las mismas y nos permite divisar una nueva fuerza motriz en el campo religioso. En tercer lugar, acompañando una de las conclusiones de la obra, relativa a las tensiones propias de la producción cultural en el campo religioso, quisiera demostrar lo que en el inicio he anunciado como resultado final: que las industrias culturales operan en la configuración del campo religioso multiplicando sus instancias constitutivas, reforzando tradiciones, pero también favoreciendo la emergencia de creencias que se distancian de la tradición cristiana en general y favorecen consensos transversales sobre los supuestos de la Nueva Era.

      El fin del espiritualismo no es el fin de la religión

      Cientos o miles de años de cultura cristiana, sedimentados incluso en las categorías críticas y supuestamente críticas de la ciencia social, nos dejan en la incómoda situación de tener que aclarar que la disociación espíritu-espiritualidad/materia consagrada, entre otros factores, por algunas religiones, no ciñe convenientemente los fenómenos religiosos. Salvo para algunas corrientes de altísima teología católica o protestante, o para el sentido común laico –que regurgita tardíamente como categorías de sociología legítima las relaciones de fuerza de estados del campo ya pasados–, las religiones no se ejercen ni sola ni plenamente en el espacio de la inmaterialidad. Las religiones se danzan, se toman, se respiran, se comen, e incluso (voto a Afrodita y Mercurio) se hacen sexo y dinero. El espiritualismo al que se quiere confinar lo religioso no es más que un subproducto de las tentativas siempre fracasadas de la secularización malentendida (como una operación que, más que crear las religiones como problema constante de las sociedades, las anularía, cosa que nos cansamos de comprobar nunca sucede).

      Así es que el hecho de que en este libro se hable de industrias culturales y religión no debe llevar a un malentendido muy posible: que con esa forma de llamar los procesos u objetos se apunte de forma crítica al hecho de que lo religioso y lo mercantil conviven promiscuamente cuando, teóricamente, eso no debería suceder sino al precio de la degradación de la “espiritualidad” entendida como el verdadero y más alto valor de la religión. Este libro parte de al menos dos hechos que obligan a leer el término “industrias culturales” de una manera diferente.

      En primer lugar, es ya un lugar común de las ciencias sociales de la religión que ésta no es el reino de lo inmaterial y lo intangible. Las religiones implican cuerpos, emocionalidades, afecciones. Los cientistas sociales de la religión nos escandalizamos cada vez menos de que el dinero circule en las instituciones religiosas y sea parte de las experiencias que ellas promueven. Ya hemos asumido que eso siempre ha sido así en la mayor parte de las instituciones religiosas y que la pretensión de disociar dinero y religión es parte del espiritualismo superado o simplemente reflejo de una ideología religiosa y no una categoría “científica”. No quiere decir que las iglesias no sigan, muchas veces, promoviendo esa disociación. Sí quiere decir que los analistas no podemos dejar de ver cómo se vinculan todo el tiempo ambas dimensiones, esté presente o no la pretensión de disociar lo “material” y lo “espiritual”. Toda religión implica intercambios, ofrendas, sacrificios. Que haya dinero o maíz en el intercambio habla de la especificidad histórica de una religión, algo que origina una agenda de investigación, no de su mayor o menor consistencia ética.

      En segundo lugar, porque no se alienta aquí ningún supuesto relativo a la baja calidad “estética”, “espiritual” o “ideológica” de los productos de las industrias culturales. Las reliquias únicas, personales y de primera mano promueven emociones y vivencias religiosas tan reales y conmovedoras como libros y canciones fabricados en serie. Referirse a industrias culturales es, en este caso, referirse sin prejuicios al hecho de que el creer se transmite por referencia a discursos, autorizaciones y objetos que en una sociedad de masas requieren de su fabricación masiva, impulsada por la demanda de consumidores y de organizaciones que los ponen en circulación para fortalecer su influencia, su membresía y su propio aparato económico, al servicio de la reproducción de la religión que sea.

      Productores de la industria cultural religiosa:

      las consecuencias de una curiosidad bien llevada

      El foco de esta investigación colectiva es un conjunto de las industrias culturales vinculadas a las organizaciones y experiencias religiosas. Más específicamente, se trata de describir e interpretar el sentido y el impacto de la actividad de los sujetos que tienen responsabilidad en la puesta en marcha de esas industrias, es decir, en los productores culturales. ¿Quiénes son?

      Aquí se trata de la actividad y las representaciones de agentes que operan en distintas organizaciones religiosas produciendo artefactos culturales: editoriales católicas, evangélicas y judías, un periódico que pretende apoyar el esfuerzo de todos los evangélicos asumiendo su diversidad, productoras de bienes culturales que se vinculan a formas alternativas de espiritualidad. Todos ellos son productores de mercancías culturales con la especificidad de su vínculo con una organización religiosa. Y también son parte de la serie de objetos de esta investigación los agentes que hacen incursiones en el mercado de industrias culturales a través de experiencias musicales o radiofónicas y tienen diversas relaciones de organicidad con instituciones evangélicas.

      El corte metodológico es preciso y muchos podrían pensar que por no abarcar a los receptores de esta actividad resulta parcial o incompleto. Nada más lejano a eso: lo que encontramos en todos los casos es el testimonio de una actividad desconocida y plena de consecuencias para la vida de las iglesias y para nuestra concepción de las mismas, aun sin llevar en consideración la cuestión de cómo la actividad de los operadores de las industrias culturales resulta recibida por el público. ¿En qué sentido decimos que se trata de una actividad llena de consecuencias para la vida de las iglesias y para nuestra concepción de las mismas? La referencia a este plano nos permite discernir una fuerza motriz diferente en el campo religioso y, simultáneamente, divisar el juego de orientaciones que se enfrentan en ese campo.

      Para entender el papel que asigna esta obra a los productores culturales vinculados a instituciones religiosas es indispensable sacar todas las consecuencias analíticas y conceptuales que entraña el concepto de creencias religiosas que asume. Allí está una de las claves que no sólo permiten calibrar el valor del libro sino también plantear agendas específicas de investigación. Este concepto no sólo nos permite justificar la posibilidad de “discernir una fuerza motriz del campo religioso y divisar el juego de orientaciones que se enfrentan en ese campo” sino, también, elaborar más profundamente un punto crucial de las ciencias sociales de la religión. Me referiré primero a la cuestión teórica más profunda y luego la vincularé a la comprensión del papel de los productores culturales en el campo religioso.

      La creencia en la teoría social

      Tiene un valor clave el hecho de que la introducción de este libro suponga que el creer es algo que debe ser interrogado y no naturalizado. La creencia no es un objeto inmediatamente dado al observador e incluso es un objeto eclipsado por los abordajes empíricos y sus supuestos. En ese contexto se apuesta a una “definición relacional del creer” que remite a los trabajos pioneros que realizó Emilio de Ípola en nuestro país (y aún no del todo integrados a la producción de las ciencias sociales de la religión en la Argentina). Es necesario poner una lupa en esa remisión, hacer visible la enorme productividad que tiene esa elección en este libro y en futuras investigaciones que deben recuperar esa referencia y el conjunto de lecturas de las que se nutre. ¿Qué significa, más allá de lo obvio, “una definición relacional del creer”? Como veremos, implica poner en suspenso y crítica toda una serie de concepciones que damos natural e inmediatamente por válidas.

      De la mencionada referencia a de Ípola es necesario recuperar una de sus raíces más importantes para nuestro problema, la que surge de los análisis de Paul Veyne en Les Grecs ont-ils cru à leurs mythes? Es que la problematización del creer que se