era recuperada para plantear un interrogante siempre actual:
Comment peut-on croire à moitié ou croire à des choses contradictoires? Les enfants croient à la fois que le Père Noël leur apporte des jouets par la cheminée et que ces jouets y sont placés par leurs parents: alors, croient-ils vraiment au Père Noël? Oui, et la foi des Dorzé n’est pas moins entière; aux yeux des Éthiopiens, nous dit Dan Sperber, “le léopard est un animal chrétien, qui respecte les jeûnes de l’Église copte, observance qui, en Éthiopie, est le test principal de la religion; un Dorzé n’en est pas pour autant moins soucieux de protéger son bétail le mercredi et le vendredi, jour de jeûne, et qu’ils mangent tous les jours; les léopards sont dangereux tous les jours: il le sait d’expérience; Ils sont chrétiens: la tradition le lui garantit”.[2]
Veyne apuntaba a una cuestión decisiva en la vida social de las creencias: el creer implica la coexistencia de estatutos de verdad plurales y relativizables por los creyentes. El creer, por lo tanto, implica universos de creencias que conviven sin estallar y sin ser llevadas hasta sus últimas consecuencias. Los programas de verdad que fundan la creencia son parte de un humus histórico que debe ser analizado en cada caso para remitir a ese campo de probabilidades la experiencia constitutivamente plural y contradictoria de la creencia. ¿Por qué esto es tan importante? Las creencias suelen ser un objeto escurridizo y mal planteado. Se las indaga esperando encontrar aceptaciones que se cumplen literalmente (incluso de forma fanática), y se encuentra, las más de las veces, creyentes que se describen como “astutos”, “incompetentes” o “inconsecuentes” o “liberales” porque “nunca cumplen” hasta las últimas consecuencias o “mezclan”. A partir de esas definiciones las creencias se ofrecen más a un juicio normativo implícito que a un análisis sociológico: los creyentes son poco o demasiado ortodoxos. La sociología se reduciría por ese camino a una suspicacia sobre las prácticas creyentes que naufragaría en el periodismo de denuncia o en la postulación de decadencias correlativas a la genérica afirmación del estallido del mundo en trillones de mónadas. El legado de Veyne reconduce el concepto de creencia a lo realmente existente y no a lo que surgiría si las creencias fuesen enunciados que surgen de un proceso de ajuste, compatibilización y puesta en coherencia de acuerdo con las exigencias de una ciencia. Nadie vive en la ciencia. Nadie cree como creemos que creen los fanáticos. Se cree siempre un poco, algo, con dudas.
Y eso se debe a que la creencia tiene un elemento de indeterminación estructurante que depende de lo que desarrollaremos: es un espacio de encuentro que puede fracasar entre sujetos y en el tiempo. Es un dispositivo abierto que se renueva constantemente y nunca de la misma forma. En este contexto el fundamento de este libro busca de forma explícita una definición relacional de la creencia que surge de la necesidad de “desmarcarse de estos tres hábitos de pensamiento: 1) el discurso de la interioridad que aborda el tema «de adentro hacia afuera», eligiendo exclusivamente el punto de vista del actor; 2) el sesgo institucionalista que lo explica «de afuera hacia adentro» como resultado del trabajo socializador del grupo y sus representantes calificados, y 3) la forma derivada de la metonimia que toma «la parte por el todo», a partir de un perfil dominante de creyente que se proyecta sobre el grupo”, como dice Joaquín Algranti en su capítulo, “Una forma de escribir el mundo: las editoriales religiosas”. Y esta proposición remite a una segunda raíz que es necesario reponer para advertir la importancia de la propuesta. La necesidad de “desmarcarse de esos tres hábitos de pensamiento” lleva, en mi lectura, a la crítica a los efectos de reificación y parcialización impuestos por la tradición clásica de la sociología americana, es decir a la mirada que intenta proseguir el legado que se constituye con voces que van de Émile Durkheim a Sigmund Freud, tal como lo elabora Michel de Certeau. La sociología norteamericana, casi el sentido común establecido de la disciplina, dejó una tríada de conceptos no revisados que se corresponden, no casualmente, con los hábitos de pensamiento que propone superar el libro en el análisis de Algranti: actitudes (comportamientos, objeto de la sociología, sustanciados en modos o estereotipos de creyente), valores (cultura, objeto de la antropología que los reducía a códigos) y creencias (objeto de la psicología y la psicología social, que eran la expresión subjetiva de la influencia de la cultura). Objetos separados que pueden ser medidos aisladamente, y establecidos como promedio o como enunciado verificable que se convierte luego en rasero de la conducta creyente y termina descubriendo siempre que el creyente “no cree”. La crítica de estos conceptos exige tener en cuenta la inconsistencia estructural de las creencias sobre la que nos advierte Veyne, como ya mencioné, porque debe atender a la pluralidad de programas de verdad que operan contra una definición unidimensionalizada de la creencia que se calma con que el creer es una constante que sólo varía de objetos. Suponemos que los demás creen y que hay una sola manera de creer. Sin embargo, no es de ninguna manera así.
Esa misma crítica exige entender la pluralidad de formas del creer a la luz de su unidad conceptual y su posición específica en lo social. Aquí la referencia es, nuevamente, de Certeau. Desde su punto de vista, que también admitía la variabilidad y la “inconsistencia de la creencia”, el creer es algo anterior a su expresión en el campo religioso. Es coextensivo a la sociabilidad como una práctica de la diferencia (tanto en el sentido temporal como en el “interpersonal”). Funciona como un juego en el que el creyente actúa, ofrenda –aun cuando sólo ofrende su palabra–, comunica en nombre de unas tradiciones que lo habilitan a confiar que ante ese acto habrá devolución e implica, por lo tanto, una espera (primer sentido de la diferencia, temporal) de un otro (segundo sentido, interpersonal, de la diferencia), que respondería actualizando esa expectativa o no. Así, el creer implica creyentes e instituciones y, sobre todo, tradiciones que se invocan porque habitan una historia que es el camino de cruce de múltiples trayectorias subjetivas, múltiples tradiciones y múltiples creencias. El creer es comunicación con todas las incertidumbres que le asisten al comunicar e insanablemente procesual, en un desplazamiento sin fin. Por eso la definición de Michel de Certeau es consistente con la de Paul Veyne: la pluralidad contradictoria del creer en el segundo es el resultado del mecanismo histórico-social del creer según el primero.
Pero mucho más importante que esto es que para de Certeau el proceso social del creer es doblemente relevante para la ciencia social. Es isomórfico de la dinámica de reciprocidad en que Émile Durkheim y Marcel Mauss discernían el núcleo vivo de lo social. Y al mismo tiempo, en otro registro, es la estructura misma de la comunicación. Lo es si la definimos no como la actualización invariable de un código instalado en el inconsciente (y en los cielos) y capaz de determinar la historia, sino como una pragmática del lenguaje, como una constelación de invitaciones, aceptaciones y devoluciones en que el sentido y sus estructuras no se eligen pero se construyen en el aquí y ahora (en la Tierra) y con valor para la historia. La historia, desde ese punto de vista, es comunicación creada y recreada. Es, justamente, en la combinación de las perspectivas de Veyne y de Certeau donde hallamos una comprensión que permite pensar relacionalmente el creer como un juego de múltiples comunicaciones cruzadas en las que la creencia no tiene nunca las medidas de la simulación o el fanatismo y en las que las realidades creyentes subvierten cualquier posibilidad de estereotipación. Esto no implica renunciar a la conceptualización o rendirse a la infinitud del mundo sino entender que la unidad de análisis del creer es el proceso y las creencias, los creyentes y las instituciones son momento. En este marco que da cuenta de qué es lo que está en juego en una definición relacional del creer, podemos retomar a los productores culturales sobre los que trata este libro y examinar la fertilidad de sus hallazgos.
Los productores de cultura y el creer
Nos preguntábamos lo siguiente: ¿En qué sentido decimos que la de los productores culturales se trata de una actividad llena de consecuencias para la vida de las iglesias y para nuestra concepción de las mismas? ¿En qué sentido puede decirse que nos permiten discernir una fuerza motriz diferente en el campo religioso y permiten también divisar el juego de orientaciones que se enfrentan en ese campo? Todo lo dicho en el punto anterior nos permite entender las dos afirmaciones que siguen y dan respuesta a esta pregunta.
Si tomamos en cuenta que el creer tiene la estructura de la comunicación y del don, es preciso subrayar que los productores culturales son, sea cual fuere su posición en las iglesias, parte del circuito que alimenta las tradiciones en función de las cuales se autoriza el