esta categoría, puramente negativa, a los procesos de formación de curanderos, pastores pentecostales de denominaciones menores que, simplemente, no son como los de un sacerdote católico). Esto implica asumir que las instancias escolares formales, o bien el modelo seminarial del cristianismo y en especial el catolicismo, son una “forma” y las otras, la transmisión familiar, la transmisión experiencial entre elegidos, no son “formas”. Pero esto también sucede cuando se intenta comprender la aparición de nuevas modalidades de práctica religiosa, muchas de ellas ligadas al consumo cultural, como “desinstitucionalización” de la religión. La transformación de la experiencia religiosa y su adecuación a formatos pequeños, autónomos y dinámicos no es reconocida como “institución” (tanto en su aspecto de verbo, de acción de instituir, como en su aspecto de sedimento instituido) porque se confunde la establecida institución católica con la forma de cualquier posibilidad de institucionalización (y por ello tenemos una saturación de diagnósticos relativos a la liquidez, el carácter “post” o a los procesos de “desinstitucionalización”. Si ejercemos la distinción que propone el título de este apartado podemos obtener un dato de gran relevancia para comprender el estado del campo religioso actual y el papel de los productores culturales: veremos que los grados de autonomía de los productores culturales son muy variables y que esos grados les permiten operar de formas muy diversas con relación a “lo tradicional”.
Las religiones evangélicas (el protestantismo, el pentecostalismo y la multiplicidad de denominaciones religiosas que se asocian a la tradición reformada en general) y el catolicismo son religiones de consistencias organizacionales muy diferentes. Mientras el catolicismo ha nacido en intimidad con las instituciones centrales del poder (y con las redes sociales que con más frecuencia lo encarnan), los evangélicos, y en especial el pentecostalismo, han debido hacerse endógenos a la sociedad argentina y salir de una situación periférica para aproximarse al centro todo lo que es posible (la marginalidad de los evangélicos es tal que son raros los casos de miembros prominentes de las elites política, social y económica que pertenecen a esta denominación). En forma paralela y combinada a este rasgo sucede que esas dos expresiones religiosas comparten la necesidad de resolver el dilema que las diferencia. Desde el punto de vista institucional, uno de los problemas centrales del catolicismo, que es fuertemente piramidal, consiste en darle lugar a la diversidad (ni tan poca que implosione, ni tanta que estalle) en una organización piramidal fuertemente reglada. En cambio, el de los evangélicos es casi opuesto. Para ellos es casi imposible, sino imposible, constituir la unidad (ni tanta que ahogue, ni tan poca que debilite). A la división denominacional, sólo superable a través de la constitución de términos que son ambiguos comunes denominadores que permiten su permanente reinterpretación y las consecuentes divisiones, se suman los efectos dispersivos de uno de sus núcleos centrales, el sacerdocio universal que enfatizan los evangélicos y que consagra tanto la autonomía como la multiplicación de emprendimientos religiosos de todo tipo en su espacio. El catolicismo crece o mantiene su grey incorporando subordinadamente unidades de instituciones, personas y cultura bajo su orden. Como resultado de eso, el catolicismo produce su diversidad, que es bastante, pero también un orden que la jerarquiza y hace invisibles ciertas diferencias. Las religiones evangélicas crecen por fisión de sus propias unidades. Con ello los evangélicos producen su unidad que es alguna, variable, transitoria, incompleta, y siempre resultado de esfuerzos conscientes y sistemáticos destinados a revertir los efectos de su matriz dispersiva. Si se mira el campo religioso más allá de las definiciones cristalizadas, se puede observar entonces que la oposición catolicismo/evangélicos se relaciona no sólo con ideologías religiosas sino con formas diferentes de legitimar y priorizar definiciones de organización y, también, de persona, de práctica religiosa y de sacerdocio.
Esta diversificación del sentido que tiene la noción de organización religiosa también se verifica en este libro a través del crecimiento de las llamadas “expresiones informales” y de diversas organizaciones culturales que se vinculan al campo religioso. Los casos presentes en estas páginas captan agudamente esas novedades y su sentido. Por ejemplo, el análisis que realiza Marcos Carbonelli sobre el periódico El Puente que ha cumplido, como vector de diálogo entre grupos, el papel de densificador y articulador de nociones comunes, disputas y construcciones de hegemonía entre diversos grupos evangélicos (y también su papel al respecto en la articulación de los evangélicos ante el resto de la sociedad). Asimismo, debe contarse con el papel que cumplen en este sentido las organizaciones musicales evangélicas en muy diversos, incluso contrapuestos, sentidos. Los trabajos de Mariela Mosqueira y Luciana Lago nos muestran cómo aparece un espacio de prácticas musicales específicas y diferenciadas, que tienen valor para articular a los fieles del espacio religioso en el que se inscriben. Y nos muestra también cómo ese espacio de prácticas musicales que amplía y pluraliza la vida de las organizaciones religiosas es además un espacio para inscribir en el campo religioso diferencias de comprensión de la pertenencia religiosa y conflictos que se tramitan en términos estéticos. Pero también debemos incluir aquí el caso de organizaciones como la Fundación El Arte de Vivir que promueve una forma de religiosidad a partir de un modo de organización y de práctica que pone en el centro una experiencia físico-moral. En el mismo artículo en el que Nahuel Carrone y María Eugenia Fuentes analizan este caso, ponen de manifiesto que el mundo de la New Age es radicalmente heterogéneo en sí mismo. Si se considera, por ejemplo, que al caso anterior, basado en una oferta específica, se le contrapone el análisis de Deva’s, que debe ser concebido como un nodo que intermedia una producción de cultura masiva que va de productos cosméticos a libros pasando por ediciones de música y alternativas terapéuticas. En este último caso puede verse cómo una organización asocia unos supuestos culturales, los de la Nueva Era, y unos productos comerciales, los que vehiculiza Deva’s para promover religión por fuera de los marcos institucionales tradicionales.
Pero mucho más resulta pertinente para el análisis que venimos realizando el recorrido de los sujetos que generan formas de creencia religiosa a partir de trayectorias que combinan la presencia en medios masivos, la producción literaria o algún tipo de producción cultural. Es, por ejemplo, el caso de un escritor como Bernardo Stamateas, analizado aquí por Leandro Rocca. El caso resulta clave porque, más allá de su origen evangélico, Stamateas activa y disemina una visión de mundo cercana a los supuestos de la Nueva Era, por fuera de cualquier organización religiosa. Su presencia cataliza una versión de esos supuestos y organiza algo así como una corriente de opinión que luego, según las diversas trayectorias de sus lectores, decanta en su inserción en diversas situaciones y organizaciones de práctica o reflexión. Este tipo de realidades nos muestra que existe un punto en que el campo de la literatura masiva, que es cada vez más un campo de cruce de medios masivos que incluye a la industria editorial, no sólo es una vía de apoyo al surgimiento de una conciencia religiosa sino, a veces, una vía privilegiada.
Así, el conjunto de la obra nos presenta nutrida y variada información para responder a las preguntas sobre el significado específico de la tradición y su expresión institucional. En algunos casos nos encontramos con que los productores culturales católicos permanecen fieles a la tradición, ajustándose a lo que interpretan y muy posiblemente sea el mandato atribuido a la ortodoxia y a las instancias institucionales que la promueven. Pero en otros casos podemos encontrarnos con que hay grupos evangélicos que actualizan las más antiguas tradiciones en el marco de un proceso en el que reaccionan contra lo que es dominante en el mundo evangélico: la actualización y la adaptación del creer a formas contemporáneas de autorizarlo. Veamos el siguiente contrapunto. En el caso del citado trabajo de Marcos Carbonelli sobre el periódico El Puente puede verse una tendencia: acompaña la evolución promedio de los evangélicos siguiendo el ritmo de apertura y estancamiento de las fracciones más conservadores; así, apoya las aperturas del mundo evangélico, pero identifica las fronteras más conservadoras en puntos clave como el matrimonio igualitario. De este modo, puede decirse que ese periódico, que no pertenece a ningún grupo evangélico, incide sobre el mundo evangélico al menos de dos maneras: 1) al intentar componer entre las diversas fracciones evangélicas, mueve las posiciones de todos los grupos, y esto porque 2) ha logrado erigirse en una voz que es parte del conjunto de las voces que se oyen y debaten en el mundo evangélico. Tenemos así que unos productores culturales producen creencias sin pertenecer a ninguna instancia eclesial, operando, de forma exclusiva, en el campo “cultural” evangélico,