a la hora de pronunciarse por una o varias ofertas espirituales. Es por esto también que la circulación se transforma en la metáfora por excelencia del movimiento religioso en la actualidad. Bajo esta matriz, la creencia es un fenómeno que tiende a darse “de adentro hacia afuera”; por eso el agente, las personas, con todas sus destrezas, habilidades y astucias, poseen un rango privilegiado de explicación.
En contrapartida, nos encontramos con una segunda forma de reduccionismo que supo ser popular en casi todas las ramas y especialidades de la sociología antes de ser desplazada por el denominado “retorno del actor”. Se trata del sesgo de fuerte impronta institucionalista que reduce la creencia a una forma de sujeción o imposición externa. En este caso, es el peso de la sociedad a través de sus grupos secundarios y sus instituciones –la familia, la escuela, la iglesia, el club de barrio, la universidad, la fábrica, etc.– la que interpela al hombre, le pregunta y le pide explicaciones sobre su fe, le demanda una definición y una conducta más o menos ajustada a las reglas. El proceso de socialización –fuertemente ligado a la imagen institucional de la primera modernidad– tiende a plasmarse en formas del creer donde el grupo prima sobre el individuo, mientras las motivaciones religiosas y los esquemas que habilitan refuerzan el lazo con la sociedad y por lo tanto su reproducción. La creencia pasa a ser un asunto de especialistas, de profesionales de lo sagrado que instrumentalizan formas de transmitir su visión del mundo. Y ésta se comprende de “afuera hacia adentro”, equiparándola a las razones de institución.
La tercera y última forma de reduccionismo que nos interesa caracterizar es una suerte de prolongación de los dos casos mencionados. Vistos de cerca, es posible reconocer que el discurso sobre la interioridad al igual que el denominado sesgo institucionalista tienden a tomar un perfil muy específico de creyente y proyectarlo sobre todo el grupo en cuestión. El primero se conduce como si todos los fieles se relacionaran de forma distante con sus espacios de referencia espiritual, negociando sus sentidos, incorporando sincréticamente otras tradiciones, en un constante probar y circular por distintos grupos. Por su parte, el segundo reduccionismo resuelve el problema de la creencia a través de figuras fuertemente institucionalizadas donde se imponen los perfiles sacerdotales como modelo ejemplar de adhesión capaz de dar cuenta de todo el fenómeno. En ambos casos, la operación lógica que llevan adelante las perspectivas mencionadas es una de las formas de la metonimia, aquella que toma “la parte por el todo”, reduciendo el fenómeno a una de sus expresiones. Asumir, por ejemplo, que todos los protestantes se conducen como pastores con la Biblia bajo el brazo o que una persona que asiste a un curso de El Arte de Vivir rota peregrinamente, combinando a gusto ofertas espirituales muchas veces antagónicas, implica una sutil forma de renuncia a pensar los entramados de relaciones sociales que explican estos fenómenos, así como las posiciones interdependientes desde donde se pueden habitar.
Para responder, entonces, la pregunta de este apartado –¿qué significa creer?–, es preciso desmarcarse de estos tres hábitos de pensamiento: 1) el discurso de la interioridad que aborda el tema “desde adentro hacia afuera”, eligiendo exclusivamente el punto de vista del actor; 2) el sesgo institucionalista que lo explica “de afuera hacia adentro” como resultado del trabajo socializador del grupo y sus representantes calificados, y 3) la forma derivada de la metonimia que toma “la parte por el todo”, a partir de un perfil dominante de creyente que se proyecta sobre el grupo.
Una definición relacional, y al mismo tiempo genérica, de las creencias podría partir del siguiente enunciado: en su forma básica, creer es convalidar la visión de la realidad –con sus acentos y sus omisiones– de un grupo desde una posición específica. Esta posición se construye en el punto de encuentro entre los espacios o maneras de habitar que propone, y en el mismo acto legitima, esa sociedad de personas y el modo en que los individuos se apropian, recrean y erigen zonas muchas veces sui géneris de pertenencia, negociando los lugares y por lo tanto los sentidos pautados por la organización. Podemos decir que el mundo interno de las creencias es un lenguaje que se construye en el proceso singular de apropiación de normas y motivos externos. Aquí conviven, si retomamos a Emilio de Ípola (1997: 10-12) y su apropiación parcial de Régis Debray, las dos lógicas formativas del acto de creer: 1) la lógica dominante de la pertenencia, que se asienta en la convicción, la confianza acordada y el sentimiento de membresía que otorga el grupo, y 2) la lógica objetiva –pero también subordinada– de las ideas, la cual refiere a la adhesión a un sistema de creencias, una ideología, mediante la argumentación, la observancia y el replanteo cíclico de sus fundamentos y razones. La ubicación de una persona respecto del grupo –independientemente de si éste es virtual o real– nos habla del modo en que se relaciona con los enunciados de las creencias. Donde hay asociaciones –pensemos no sólo en una iglesia, sino también en un movimiento social, un grupo terapéutico, un equipo deportivo, una familia, un sindicato u oficina, por nombrar casos variados–, existen definiciones singulares de la realidad y distintas maneras de habitar ese territorio. Por eso, podemos decir que creer implica situarse –tal vez en el centro, al costado, a medio camino o en los márgenes– respecto de un entramado de relaciones y su definición fuerte de “lo real”. Es posible reconocer diferentes versiones de este abordaje, propio de una sociología llamémosle relacional, en una segunda generación de autores clásicos como Norbert Elias en la academia alemana, Charles Wright Mills en la anglosajona y Pierre Bourdieu en Francia. A su vez, la sociología de la religión en la Argentina –o al menos una parte de ella– ha logrado apropiaciones originales y críticas de los grandes lineamientos de esta corriente, del mismo modo como la academia brasileña, contribuyendo a una conceptualización emergente de las realidades latinoamericanas. Pero avancemos un poco más en esta perspectiva.
Cuando decimos que el acto de creer, reducido a su mínima expresión, implica ocupar un espacio de referencia, estamos planteando el problema de los umbrales; es decir, de las distancias frente a las imágenes dominantes y los modos históricos de pertenecer a un entramado de relaciones con sus reglas, recursos, jerarquías y modelos de autoridad. Sobre la base de una serie de estudios comparados que llevamos adelante junto a Damián Setton,[5] podemos plantear tres perfiles de creyentes y una posición de exterioridad que van a aparecer a lo largo del libro. Partimos del punto de vista de las organizaciones, o sea, de aquellos que se arrogan la representación de un grupo para definir territorios móviles de pertenencia. Aunque las presentamos de forma abstracta, las categorías constituyen elaboraciones emergentes y sobre todo empíricas cuyo valor heurístico descansa en la capacidad de designar de manera “abierta”, “semirrígida”, utilizando la expresión certera de Ana Teresa Martínez (2007: 276), aspectos sociales que trascienden la singularidad del caso, pero que sólo logran espesor cuando se los estudia en un contexto específico.[6] O como escribía tiempo atrás Charles Wright Mills (2005: 138) en sus análisis de las filosofías de la ciencia: “Un concepto es una idea con contenido empírico. Si la idea es demasiado amplia para el contenido, tiende usted hacia la trampa de la gran teoría; si el contenido se traga a la idea, tiende usted hacia la añagaza del empirismo abstracto”. A sabiendas de los peligros de ambos extremos, es preciso insistir en el carácter concreto de las nociones que entregamos aquí de manera abstracta.
Vayamos, entonces, acortando distancias en la relación individuo-grupo, identificando primero a aquellos que están directamente por fuera del entramado en cuestión: la denominada posición de exterioridad. Ella corresponde a las zonas marginales que representan el límite exterior del grupo y es definida por sus portavoces como una forma de otredad constitutiva de su anclaje identitario. Existen, por supuesto, límites más estrictos que otros dado que esta categoría incluye en sus extremos tanto a las personas indiferentes que no conocen ni les interesa definirse con relación al grupo, como a aquellos que, sabiendo de qué se trata, eligen activamente diferenciarse por la negativa. En cualquier caso, ocupar la posición marginal frente a las definiciones católicas, evangélicas, judías o alternativas de lo sagrado implica situarse por fuera de estas religiones y renunciar –sea por apatía, sea por rechazo– a discutir sus fundamentos. Según el grupo y el momento del que se trate, el territorio marginal puede ser visto como un espacio cargado de amenaza, peligro y asimilación, o como una zona de conquista y proyección evangelizadora, repleta de potenciales creyentes. Mientras que en un sentido literal la evangelización nombra el proceso de difusión y conquista “hacia afuera” que emprenden las religiones de salvación al proyectarse