Joaquín Algranti

La industria del creer


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y símbolos que les permiten ajustar la relación del grupo con la cultura de su época. Si seguimos avanzando en dirección hacia el centro vacío que las instituciones religiosas pretenden fundar y mantener, nos encontramos con una nueva posición de sujeto que habita el territorio de la periferia. ¿Qué significa ocupar las posiciones periféricas de una organización? Al igual que en el último caso, nos encontramos aquí en la zona liminal entre el adentro y el afuera sólo que, en contraste con las posiciones marginales, la periferia representa la frontera del grupo, pero vista desde su interior. Su rasgo más distintivo es la negociación explícita, visible, de las marcaciones que los profesionales de lo sagrado definen y consagran como rasgos legítimos de la identidad religiosa: los usos ceremoniales del cuerpo –las formas de vestir, conducirse y relacionarse con los otros– y del carisma, la asistencia recomendada, las posturas oficiales en materia de controversias –sexualidad, aborto, fin de la vida, asimilación, estrés, etc.–, los símbolos aceptados, su contenido e interpretación, las articulaciones más o menos sugeridas con otros universos de sentidos o las exclusiones de aquellos que subvierten los fundamentos del propio. La periferia es el espacio por excelencia desde donde se negocian con mayor libertad y en términos individuales las exigencias de institución. Existen distintas maneras de habitar este espacio, con mayor o menor intensidad; vale decir que es posible que un miembro se ubique en los contornos de una organización bajo un discurso crítico y de alto compromiso con los principios en pugna o que directamente elija una posición más distanciada, casi indiferente, donde se relajan las definiciones institucionales de los especialistas, sin dejar de pertenecer. La periferia contempla ambos extremos en un continuum de posiciones que comparten entre sí el distanciamiento con los modos de ser y de pensar, con la estructura de interpelación, que propone el núcleo duro.

      Ahora bien, cuando un creyente logra incorporar, a fuerza de capacitación y aprendizaje, un estatus de ascenso que cristaliza a su vez en funciones y tareas específicas, ya no se trata de un miembro periférico sino de un individuo que hace suyas las reglas del grupo a través del ejercicio de un cargo dentro de la burocracia religiosa: estamos hablando entonces de un cuadro medio. La persona que emerge de esta posición es aquella que incorpora más fielmente a su campo de experiencia las actitudes organizadas del grupo –“el otro generalizado”, en palabras de George Mead (1972: 182-193)–. La pauta general de conducta se hace cuerpo, entonces, en un conjunto sistemático de gestos, hábitos, costumbres de expresión y reacciones particulares que marcan la presencia del grupo en el individuo a través de los atributos y las expectativas adheridos al personaje social que se interpreta. Si bien este mecanismo aparece indefectiblemente en todas las formas del creer, los cuadros medios marcan un punto de inflexión con respecto a las zonas marginales y periféricas desde el momento en que su tarea institucional implica trabajar activamente en la enseñanza, la transmisión, el resguardo y en parte la actualización de las pautas generales de conducta. De esta manera, ocupar las posiciones intermedias supone el desempeño de una función que jerarquiza al creyente sobre el resto de los feligreses. Son perfiles semiprofesionalizados en la cura de almas que cumplen con un cargo diferencial con sus títulos[7] –y los mecanismos de competencia y selección que los legitiman–, sus tareas delimitadas, sus referentes hacia arriba que monitorean sus actuaciones, las personas hacia abajo a las que guían y sus expectativas razonables de proyección interna. Dos de los rasgos más distintivos de esta posición tienen que ver, primero, con el hecho de que, generalmente, no viven de la religión y para la religión, sino que trabajan de otra cosa dedicando buena parte del tiempo libre a las cuestiones de iglesia, pero sin profesionalizarse en ellas. El segundo rasgo apunta al carácter reproductivo de las tareas que los convocan dado que los cuadros medios suelen ser eficaces transmisores del corpus de creencias y conductas esperables, es decir, del canon que refuerza la identidad del grupo. En realidad, la función mediadora implica un doble ejercicio de conocimiento y apego a la ley, por un lado, y el trabajo creativo de adaptación de las marcaciones religiosas a los casos puntuales con sus matices, corrimientos y excepcionalidades, por otro. Por eso, cuando estos cargos operan como intercesores entre las figuras máximas de autoridad y la feligresía más o menos periférica, se ponen en juego mecanismos de reproducción, pero también de adaptación de aquellas definiciones fuertes que sostienen las posiciones nucleares. La zona semiprofesionalizada de los cuadros medios define un territorio habitado por creyentes que eligen ajustarse a las normas, los modos de ser y pensar que proponen los referentes del culto.

      Estos últimos, los hacedores de reglas, constituyen la última posición a la que denominamos coloquialmente con el término de núcleo duro. Nos encontramos ahora en el centro mismo de la organización ocupada por los representantes oficiales, esto es, aquellas personas dedicadas profesionalmente a la dirección institucional de un templo, una iglesia, una sinagoga o un instituto. Se trata de la cúspide en la estructura organizativa de un grupo. En diálogo nuevamente con el argumento de Emilio de Ípola (1997: 83-89), podemos decir que aquí se modelan buena parte de los enunciados “credógenos”, es decir, los sentidos fuertes, nucleares, que garantizan el lazo social y la identidad del colectivo, así como su “coeficiente de maleabilidad” que les permite variar para adaptarse a situaciones diferentes. La naturaleza relacional de los conceptos implica pensar las categorías situacionalmente. Por eso las posiciones nucleares tienen un sentido muy específico cuando las ubicamos en un territorio con una escala y un alcance delimitado. Tomemos un ejemplo: un sacerdote o un pastor pueden habitar el núcleo duro de sus iglesias pero, transportados a entramados sociales más amplios –pensemos en una federación evangélica o el Vaticano–, esas posiciones nucleares pasan a ser intermedias o, incluso, periféricas al ser reubicadas. Todo depende de donde se fije el centro y éste, en tanto espacio vacío, se encuentra siempre en proceso de construcción y disputa.

      Volviendo al núcleo duro, es preciso reconocer que sus círculos de sociabilidad tienden a ser más restringidos y endogámicos que el de las otras posiciones, desde el momento en que las figuras de liderazgo se construyen en parte estableciendo una distancia con las bases, especialmente si ellas constituyen su lugar de procedencia. Las variadas formas de manipulación de lo sagrado que habilita el carisma requieren como condición de posibilidad que su depositario sea una persona apartada, en un punto, del curso ordinario de los acontecimientos.[8] Esto trae a su vez el problema de la representación entre el dirigente y sus seguidores; la circunstancia de los “portavoces” que supo estudiar Wright Mills explorando el tipo de hombre que dirige un sindicato o, antes que él, Robert Michels con la “ley de hierro de la oligarquía”. Ambos planteos apuntan a una idea sencilla e interesante: es la paradoja que enfrentan los individuos quienes, en el proceso de erigirse como representantes de sus pares, se ven obligados a distanciarse de los espacios de sociabilidad que los igualaba, habitando nuevos círculos selectos de pertenencia con sus propias dinámicas e intereses de grupo. Las posiciones nucleares son aquellas en las que unos pocos hablan en nombre de muchos e intentan unificar discursivamente al pueblo católico, evangélico, judío, etc. Lejos de ser simple, esta operación simbólica se encuentra repleta de desfases y desencuentros.

      Entre las zonas marginales, periféricas, intermedias y nucleares de pertenencia, se estabiliza una familia de vínculos con estructuras de interpelación y, por lo tanto, posiciones de sujeto más o menos definidas. Ocupar cualquiera de estos ambientes, incluso en su versión crítica, indiferente o cínica, supone algún grado de convalidación de la realidad socialmente construida que sostienen sus representantes, a sabiendas de que estos últimos llevan adelante un trabajo social de reajuste y sobre todo de adaptación de sus visiones de la realidad en sintonía con los destinatarios de su mensaje.[9] Por eso, el territorio de las creencias va por fuera, pero también por dentro de los actores sociales; las personas son habitadas por los lugares que cotidianamente ocupan. ¿Qué significa, entonces, creer? Bueno, si hacemos blanco estrictamente en las relaciones de interdependencia entre el individuo y la sociedad, creer significa situarse en una posición que contribuye a fabricar la realidad específica –tal vez política, médica, artística o académica– del grupo en cuestión. Las realidades que nos ocupan son realidades religiosas, y es aquí donde las industrias de lo sagrado y sus mercancías ocupan un lugar clave.

      Dos niveles del territorio

      Para introducir el problema de la cultura material de la vida religiosa –en lo que respecta al menos a la tarea de los productores– fue necesario complejizar el