heridos y aún sangrando, encontramos la entrada a una cueva justo cuando una lluvia fría comenzaba a caer. En la cueva encontramos una multitud —había cinco personas y un perro dentro—, pero por lo demás estaba desocupada y seca, y no teníamos una mejor opción. Cuando el ronin encendió una fogata y la doncella del santuario comenzó la ardua tarea de limpiar y volver a cubrir nuestras heridas de batalla, me retiré a un rincón oscuro, fuera del camino de todos, para reflexionar sobre lo que había sucedido. Y para responder la pregunta que me había estado atormentando desde que salimos del templo.
¿Quiénes somos? ¿Quién soy?
¿Kage Tatsumi o Hakaimono? No se sentía como ninguno de ellos, pero sabía que había cambiado de manera irrevocable. Cuando este cuerpo había sido poseído por Hakaimono, el espíritu del oni había suprimido por completo el alma humana y la había mantenido atrapada e incapaz de hacer nada. Hasta que Yumeko llegó, usando su propia magia de zorro, para poseer al demonio y enfrentar al oni desde dentro. Ella encontró el alma de Tatsumi, la liberó y, juntos, intentaron llevar a Hakaimono de regreso a la espada. Pero el Primer Oni demostró ser mucho más fuerte de lo que ambos habían creído.
Y entonces, antes de que se pudiera determinar un vencedor, apareció Genno con un ejército de demonios y la intención de tomar el pergamino. Traicionó a Hakaimono, lo atravesó con Kamigoroshi y lo dejó morir en el campo de batalla. Para salvarnos a los dos, las almas de Kage Tatsumi y Hakaimono se fusionaron, lo que permitió a Hakaimono usar todo su poder para sanar el cuerpo humano y mantenerlo vivo. Increíblemente, funcionó, y entonces pudimos matar a la mayor parte del ejército de Genno antes de que ellos nos masacraran a todos. Pero debido a nuestra debilitada condición, el templo fue destruido y Genno escapó con los tres fragmentos del pergamino del Dragón en su poder.
El Maestro de los Demonios tenía lo que necesitaba para invocar al Gran Dragón y formular el deseo que anunciaría el fin del Imperio. Debíamos encontrar a Genno y evitar que usara el pergamino, pero sería un viaje largo y difícil, y tal vez algunos de nosotros no lograríamos sobrevivir. Incluso sin considerar la posibilidad de que Hakaimono pudiera emerger en cualquier momento y destrozar a mis compañeros.
—¿Tatsumi?
Levanté la mirada. Yumeko se había separado del grupo y ahora estaba en pie delante de mí, con la luz del fuego a sus espaldas, que proyectaba sobre ella un tenue resplandor naranja. Todavía vestía las elegantes túnicas de onmyoji rojas y blancas de la noche que había actuado para el emperador, aunque las onduladas mangas estaban hechas jirones ahora, su largo cabello estaba en desorden y la suciedad manchaba su rostro y sus manos. Ya no se veía como una venerada adivina mística del futuro. Lucía como una niña campesina vestida con un disfraz, a no ser por las altas orejas de zorro de punta negra que sobresalían de su cabello y la espesa cola de punta blanca detrás de ella. Sabía que sus rasgos de zorro eran invisibles para la mayoría de los humanos, pero desde la noche en que invadió mi alma, se habían vuelto siempre visibles para mí. Un recordatorio de que Yumeko era una kitsune, una yokai. Ella no era completamente humana.
Pero yo tampoco.
—¿Puedo sentarme contigo, Tatsumi? —preguntó con voz suave. Sus grandes ojos brillaron con un sutil tono dorado en medio de las sombras vacilantes. Asentí, y Yumeko se abrió paso con cuidado a través de las piedras para sentarse a mi lado. Su espesa cola naranja rozó mi pierna mientras ella se acomodaba contra la pared de la cueva. Fue extraño que el contacto no me hiciera rehuir como solía hacerlo.
—¿Cómo te sientes? —preguntó.
—Estoy vivo —respondí con una voz igual de tranquila—. Eso es lo único que puedo decir con certeza —me miró fijamente, sus ojos buscaban, inquisitivos, y sentí cómo mi labio se curvaba en una leve sonrisa amarga—. Sé lo que te estás preguntando, Yumeko. Y no puedo responder. Me siento… diferente. Extraño. Como si… —intenté encontrar las palabras para explicar lo imposible—. Como si hubiera una ira oculta dentro de mí, esta… ferocidad que sólo necesita el más ligero empujón para salir.
Yumeko parpadeó, mientras parecía reflexionar al respecto.
—¿Como cuando Hakaimono vivía en tu cabeza? —preguntó—. Siempre estabas luchando con él por el control, ¿esto es lo mismo?
—No —sacudí mi cabeza—. Siempre estuvimos separados, éramos dos almas individuales luchando entre sí por el control de un cuerpo. Si… si todavía soy Tatsumi, siento que Hakaimono es parte de mí ahora. Que su crueldad y su sed de sangre podrían salir en cualquier momento. Y si soy Hakaimono, siento que Tatsumi me ha infectado con sus pensamientos, miedos y emociones humanas —levanté una mano delante de mi cara. Parecía bastante humana, pero recordé las garras mortales que se habían enrollado en la punta de mis dedos la noche que luché contra el ejército de Genno—. Quizá lo mejor sea que me vaya —murmuré—. Si soy parte demonio, ninguno de ustedes estará a salvo.
Miré de reojo a Yumeko para ver si algo de eso la asustaba, pero sus ojos de zorro dorado parecían tan sólo comprensivos.
—No —dijo sin rodeos, lo que me hizo parpadear—. No te vayas, Tatsumi… Hakaimono… quienquiera que seas. Prometiste que nos ayudarías a encontrar al Maestro de los Demonios. Te necesitamos.
—¿Y si no soy Tatsumi? —pregunté, volviéndome para mirarla a los ojos—. ¿Qué pasa si soy Hakaimono? ¿Cómo sabes quién es el alma más fuerte, o si Kage Tatsumi sobrevivió siquiera a la fusión de humano y demonio? Ni siquiera yo sé la respuesta.
Siguió mirándome sin miedo. Mientras la observaba, sentí una sacudida de sorpresa cuando unos dedos ligeros se posaron en mi brazo y enviaron una oleada de calor que se acurrucó en mis entrañas. Yumeko sonrió débilmente, aunque había tristeza en sus ojos mientras me miraba, un destello de añoranza que no entendí hizo que mi corazón diera un ligero y extraño vuelco.
—Confío en ti —dijo Yumeko en voz muy baja—. Incluso si no eres el mismo, vi tu alma esa noche. Sé que no nos traicionarás.
—Yumeko —gritó una voz antes de que pudiera reprimir mis agitadas emociones el tiempo suficiente para hablar. Cerca del fuego, la doncella del santuario nos observaba con una expresión grave en el rostro, mientras su pequeño perro naranja me dirigía una mirada de piedra desde su lugar, a sus pies. Los ojos oscuros de la miko brillaron con desconfianza cuando se movieron hacia mí—. Kage-san.3 Si se unieran a nosotros… ya estamos fuera de la montaña y lejos de la ira de los tengu. Debemos decidir adónde ir ahora.
—Hai, Reika ojou-san —Yumeko se levantó y se dirigió hacia el fuego, con la cola de zorro agitándose bajo el borde de su túnica. Me incorporé lentamente y la seguí. Percibí las miradas oscuras y recelosas del resto del grupo. La doncella del santuario y su perro me observaban fijamente, con hostilidad y desconfianza apenas contenidas, como si pudiera convertirme en un demonio en cualquier momento y saltar sobre ellos con los colmillos desnudos. Taiyo no Daisuke,4 del Clan del Sol, estaba sentado con las piernas cruzadas junto al fuego, las manos metidas en las mangas y su expresión oculta detrás de una capa de decoro. A su lado, el ronin estaba encorvado sobre su mochila y lucía tan descuidado y desaliñado como siempre, con el cabello castaño rojizo desprendiéndose de su cola de caballo. Percibí entonces que estaban sentados muy cerca uno del otro para tratarse de dos hombres de estatus tan diferentes. Había conocido a samuráis que no se habrían dignado a estar en la misma habitación que un ronin, mucho menos a compartir el fuego.
Al levantar la vista, el ronin me dedicó una sonrisa triste y un asentimiento mientras me agachaba junto a las llamas. Su oscura mirada se movió entonces hacia algo en mi frente.
—Tienes unos pequeños… hay algo en tu cara, Kage-san —dijo, llevando un dedo hacia su propia frente. Apreté la mandíbula, ignorando la referencia obvia a los cuernos pequeños pero descarados que se enroscaban por encima de mis cejas. Todo lo demás (las garras, los colmillos, los ojos brillantes) había desaparecido, al menos temporalmente, pero los cuernos se habían quedado. Un recordatorio permanente de que ahora era un demonio. Si algún humano normal me viera así, quizá intentaría matarme en el acto.
—Baka