suplicando por misericordia cuando yo enviara su alma de regreso a Jigoku, al lugar donde pertenece.
—Tatsumi —dijo Yumeko en voz baja mientras el resto del círculo se quedaba en silencio—. Tus ojos están brillando.
Parpadeé y me sacudí, luego eché un vistazo alrededor, a los demás, que se veían sombríos. El noble Taiyo había llevado la mano a la empuñadura de su espada y el ronin se había acomodado en una posición que le permitiría aprestar su arco. La doncella del santuario había estirado una mano hacia la manga de su haori, y su perro se erizaba y me mostraba los dientes. Respiré lentamente y sentí cómo la rabia en mí retrocedía. La tensión alrededor del fuego disminuyó un poco, aunque todavía flotaba en el aire, frágil e incómoda.
—Bueno, no dormiré esta noche —anunció el ronin con forzada voz alegre. Buscó en su saco, extrajo un cuenco simple y vació un par de dados en su palma abierta—. ¿Jugamos cho-han? No es complicado y ayudará a pasar el tiempo.
La doncella del santuario frunció el ceño.
—¿El cho-han no es un juego de apuestas?
—Sólo si hay apuestas de por medio.
Me puse en pie y todos levantaron bruscamente la mirada hacia mí.
—Montaré vigilancia esta noche —dije. Era un largo camino hasta la costa, y Genno estaba muy por delante de nosotros. Si eliminar mi presencia les permitía dormir, incluso durante un par de horas, tanto mejor—. Prosigan con normalidad. Estaré afuera.
—Espera, Tatsumi —Yumeko también comenzó a levantarse—. Te acompaño.
—No —gruñí, y ella parpadeó y echó sus orejas atrás—. Quédate aquí —le dije—. No me sigas, Yumeko. Yo no…
No quiero que estés sola con un demonio. No sé si puedo confiar en que no te lastimaré.
—No necesito tu ayuda —terminé con voz fría cuando un destello de confusión cruzó su rostro. Ella había hecho tanto y había llegado tan lejos… pero sería mejor que aprendiera a odiarme. Podía sentir la oscuridad dentro de mí, una masa turbulenta de rabia y ferocidad, esperando ser desatada. Lo último que quería era poner en peligro a la chica que había rescatado mi alma.
Cuando salí de la cueva hacia la cálida noche de verano, percibí la más leve ondulación en la oscuridad y los cabellos de mi nuca se erizaron. Por puro instinto, me doblé hacia un lado. Sentí un cambio en el aire cuando algo pasó rozando mi cara y golpeó con un ruido sordo el árbol a mis espaldas. No necesitaba verlo para saber de qué se trataba: kunai, una daga arrojadiza de metal negro como la tinta y lo suficientemente afilada para cortar las alas de una libélula en pleno vuelo. Sentí la sangre gotear desde una delgada herida en mi mejilla, y la molestia estalló en llamas, convertida en ira inmediata.
Eché un vistazo a las copas de los árboles y vislumbré un destello de movimiento, un manchón sin rasgos que retrocedía hacia la oscuridad. Entrecerré los ojos. Un shinobi de los Kage, pensando que podría asesinarme desde las sombras. O tal vez con la intención de llevarme a una emboscada. Conocía a mi clan. Si no me ocupaba de esto ahora, vendrían más shinobi, como hormigas pululando sobre una cigarra muerta, y nuestras noches serían siempre acosadas por las sombras.
Curvé mi labio en un gruñido y salté a la oscuridad detrás del que había sido un compañero de clan.
Lo perseguí durante más tiempo del que pensé que necesitaría. Seguí su olor, el susurro de las ramas que se sacudían delante de mí. Se movía rápido, saltaba a través de las ramas de los árboles con la gracia de un mono y apenas hacía ruido mientras brincaba de rama en rama. En el suelo, me costaba mucho mantener el ritmo, así que después de unos minutos de esquivar arbustos y abrirme paso a través de la maleza, salté de un tronco caído y me precipité hacia las ramas detrás de él.
Un trío de kunai llegó hasta mi cara, con sus breves destellos de metal oscuro en la noche. Me agaché, pero uno rozó mi hombro al pasar y luego se perdió con un susurro entre las hojas. Gruñí, levanté la mirada y distinguí una figura vestida de negro que esperaba en otra rama, y una kusarigama —una pesada cadena con una hoz kama unida al final— girando en una mano.
Desenvainé a Kamigoroshi en una llamarada de luz púrpura y me acomodé frente al shinobi. Por el más breve de los instantes, sentí una punzada de renuencia, de arrepentimiento, por tener que matar a quien había sido un compañero. Pero los Kage no cederían, y había jurado evitar que el Maestro de los Demonios convocara al Dragón. No podía permitir que ellos me mataran ahora.
El shinobi me esperaba y su kusarigama relampagueaba mientras la hacía girar en un círculo experto. Era un arma mortal, más peligrosa a larga distancia; la cadena se usaba para enredar y desarmar al enemigo, mientras la hoz kama asestaba el golpe final. Las había visto en acción, pero nunca me había enfrentado a una. Tenían el estigma de ser armas campesinas, algo que los granjeros, monjes y asesinos usarían, pero no los samuráis. Por supuesto, el shinobi de los Kage no compartía ese noble prejuicio.
Estreché la mirada hacia el guerrero que estaba frente a mí.
—¿Sólo tú, entonces? —pregunté en voz baja. Algo iba mal. A menudo, los shinobi de los Kage eran operadores solitarios que se infiltraban en silencio en una casa o campamento a fin de asesinar a un objetivo o robar información importante. Sin embargo, en misiones extremadamente arriesgadas o peligrosas, se enviaba a un batallón completo, una tropa entera de espías y asesinos altamente entrenados, para asegurarse de que el trabajo fuera hecho. Rastrear al asesino de demonios más famoso en toda la historia del Clan de la Sombra sin duda calificaría como “peligroso”. Era claro que no habrían enviado a un solo Kage para hacer el trabajo…
Me di la vuelta, aferrado a Kamigoroshi, y golpeé un par de kunai en el aire. Un segundo shinobi había aparecido en una rama detrás de mí y esgrimió un par de hoces kama cuando me volví hacia él. Al mismo tiempo, sentí el mordisco frío del metal cuando una cadena se desenrolló y envolvió mi brazo de ataque. El primer shinobi jaló la cadena, tirando mi brazo hacia atrás, mientras su compañero saltaba hacia mí con las dos kama en alto.
Curvé un labio y le di un tirón feroz a mi brazo. El shinobi en el otro extremo de la cadena se levantó bruscamente con la sacudida, voló por el aire y chocó con el segundo atacante. Ambos cayeron hacia el piso del bosque, pero el primer shinobi logró aferrarse al kusarigama y quedó colgado de la cadena como un pez aturdido. Su compañero no tuvo tanta suerte, golpeó el suelo en un ángulo letal y el terrible chasquido de sus huesos rasgó la noche. Se retorció una vez, con las extremidades flácidas, y luego se quedó inmóvil.
Con la cadena del kusarigama todavía envuelta alrededor de mi muñeca, levanté al shinobi, lo agarré por el cuello y lo estrellé contra el tronco del árbol. Jadeó. Era el primer sonido que le escuchaba, y me quedé congelado: la voz que había emergido debajo de la capucha y la máscara definitivamente no era masculina.
Me estiré para rasgar su velo: jalé la capucha y la máscara a fin de revelar el rostro oculto. Los oscuros ojos familiares me miraron y mi estómago se retorció.
—¿Ayame?
La kunoichi me miró fijamente, con un desafío escrito en el rostro y una esquina de su labio contraída con desdén.
—Me sorprende que me hayas reconocido, Tatsumi-kun6 —dijo con esa voz sarcástica y penetrante—. ¿O debería llamarte “Hakaimono” ahora?
Sacudí la cabeza. Ayame era una de las mejores shinobi del clan y, hacía mucho tiempo, había sido una amiga. Mi mejor amiga, quizá. Después de que fuera elegido para convertirme en el nuevo asesino de demonios, el majutsushi me había separado y me había hecho entrenar en un entorno aislado, lejos de mis compañeros shinobi y de cualquier otro de mi edad. A medida que pasaron los años, Ayame y yo nos habíamos distanciado, y después de convertirme en el asesino de demonios, nos veíamos escasamente. Pero todavía tenía algunos recuerdos de ese breve tiempo anterior, algunos recuerdos que ni siquiera el duro entrenamiento de asesino de demonios había