original. Umi Sabishi no debería estar lejos de aquí, ¿cierto, Taiyo-san?
El noble, con el rostro cuidadosamente inexpresivo, asintió.
—Es correcto, Reika-san. Si continuamos hacia el sur por este camino, deberíamos llegar antes del anochecer.
—Bueno —la doncella del santuario le dirigió al ronin una mirada oscura antes de alejarse—. Entonces, vayamos allá cuanto antes… —murmuró, y su perro trotó detrás de ella—. Antes de que ciertos individuos groseros tengan un trágico accidente a la orilla del acantilado y se vean arrastrados al mar.
Continuamos por el camino mientras serpenteaba hacia el sur a lo largo de escarpados acantilados y extensos descensos hacia el océano. Por encima de nosotros, el cielo se tornó lentamente gris moteado, con truenos resonando lejanos sobre el mar. Después de un rato, los acantilados se fueron aplanando hasta convertirse en una costa rocosa con algunos árboles dispersos, retorcidos y doblados por el viento.
—Toma, Tatsumi —anunció Yumeko cuando una brisa repentina sacudió nuestro cabello y nuestras ropas. El aire se había vuelto pesado y cálido, mezclado con el olor a salmuera y la lluvia que se acercaba. La chica sostenía un sombrero de paja de ala ancha, del tipo que usan los granjeros en los campos, y me dedicó una sonrisa mientras me lo ofrecía—. Tal vez necesites esto.
Sacudí mi cabeza.
—Quédatelo. La lluvia no me molesta.
—No es real, Tatsumi —la sonrisa de Yumeko pareció levemente avergonzada cuando fruncí el ceño—. Es una ilusión, así que no evitará que la lluvia te golpee. Pero dado que pronto llegaremos a una aldea, pensé que sería mejor esconder tus… —su mirada se dirigió a mi frente y los cuernos que se enroscaban en medio de mi cabello—. Sólo para que la gente no se haga una idea equivocada. Okame-san dijo algo sobre antorchas y turbas enojadas, y eso suena desagradable.
Una esquina de mi boca se curvó.
—Supongo que deberíamos tratar de evitar algo semejante.
Me estiré para tomar el sombrero. Me sorprendió poder enrollar mis dedos alrededor del borde y sentir el áspero contorno de la paja en mi mano. No se sentía como una ilusión, aunque sabía que la magia kitsune manipularía a la persona para ver, escuchar e incluso sentir lo que en realidad no estaba. Si me concentraba en el sombrero, pensando que no era real, de pronto podía sentir el delgado borde de una caña en mi mano, el conducto al que Yumeko había anclado su magia.
Con una leve sonrisa, me puse el sombrero, que ocultó mis marcas demoniacas del resto del mundo, y asentí a la kitsune.
—Gracias.
Ella me devolvió la sonrisa, lo que causó una extraña sensación de torsión en la boca de mi estómago, y continuamos.
Al caer la noche, también lo hicieron las primeras gotas de lluvia, que aumentaron su incidencia hasta convertirse en un aguacero constante que empapó nuestra ropa y pintó de gris todo a nuestro alrededor. Como Yumeko había predicho, el sombrero no mantuvo mi cabeza seca. El agua de lluvia fría mojó mi cabello y corrió por mi espalda. Ver el borde del sombrero mientras la lluvia golpeaba mi rostro dejaba una sensación extraña.
—Creo que veo el pueblo —anunció el ronin. Se paró sobre una gran roca al costado del camino y miró hacia la tormenta con el océano detrás de él—. O al menos, veo un montón de formas borrosas que podrían ser un pueblo. Voy a decir que es un pueblo, porque estoy harto de esta lluvia —saltó de la roca y aterrizó en el camino fangoso, donde sacudió la cabeza como un perro—. Espero que tengan una posada decente. Por lo general no digo esto, pero creo que podría tomar un baño.
—Qué divertido —dijo la miko mientras avanzábamos por el camino hacia el grupo de formas oscuras a lo lejos—. Yo creo eso todo el tiempo.
—No sé por qué, Reika-chan —respondió el ronin, sonriendo—. Tú hueles bastante bien la mayor parte del tiempo.
Ella le arrojó un guijarro que él esquivó.
El camino continuó, pero se volvió más ancho y fangoso a medida que nos acercábamos a Umi Sabishi. Algunas granjas aisladas salpicaban las llanuras que rodeaban la villa, pero no se podía ver a nadie afuera o trabajando en los campos. Esto podría deberse a la lluvia, pero una sensación de inquietud comenzó a arrastrarse por mi espalda a medida que nos aproximábamos a la villa.
—Es curioso que no haya luces —reflexionó el noble Taiyo, sus agudos ojos se estrecharon mientras escudriñaba más allá del camino—. Incluso bajo la lluvia, deberíamos poder distinguir algunos destellos aquí y allá. Sé que Umi Sabishi está rodeada por un muro. Al menos habría esperado ver las luces de la caseta de vigilancia.
Una puerta de madera flanqueada por un par de torres de vigilancia marcaba la entrada del pueblo. La puerta estaba abierta y crujía suavemente bajo la lluvia. Ambas torres se encontraban vacías y oscuras.
El ronin silbó con suavidad mientras levantaba la vista para observarlas.
—Ésta no es una buena señal.
Mientras hablaba, el viento cambió y un nuevo aroma me detuvo en el medio del camino. Yumeko se volvió ante mi repentino alto, con los ojos inquisitivos mientras miraba hacia atrás.
—¿Tatsumi? ¿Hay algo mal?
—Sangre —murmuré, haciendo que el resto del grupo se detuviera también—. Puedo olerla más adelante —el aire estaba empapado de sangre, cargado con el aroma de la muerte y la descomposición—. Algo pasó. El pueblo no es seguro.
—Manténgase alerta, todos —advirtió la doncella del santuario, sacando un ofuda de su manga. A sus pies, su perro se erizó y mostró los dientes hacia la puerta, con los pelos del lomo completamente en punta—. No sabemos qué hay del otro lado, pero podemos suponer que no será placentero.
Miré a Yumeko.
—Mantente cerca —le dije en voz baja, y ella asintió. Al desenvainar a Kamigoroshi, la caseta del portero se bañó con una luz púrpura, y empujé la puerta de madera con la punta de la espada. La puerta gimió mientras se abría, hasta revelar la ciudad oscura y vacía más allá.
Atravesamos la puerta hacia Umi Sabishi. Los edificios de madera se alineaban en la calle. La mayoría eran estructuras simples, levantadas sobre gruesos postes a poca altura del suelo, erosionadas por décadas de aire marino y sal. Las piedras sobre los techos evitaban que éstos salieran volando en las tormentas, y había varios edificios inclinados ligeramente hacia la izquierda, como si estuvieran cansados del viento constante.
No había gente, ni viva ni muerta. No había cuerpos, miembros segmentados, ni siquiera manchas de sangre, aunque la ciudad mostraba signos de una terrible batalla: las puertas corredizas habían sido rasgadas, las paredes habían sido derribadas y muchos objetos yacían abandonados en sus calles. Un carro volcado, que había derramado su carga de cestas de pescado en el fango, se encontraba en el medio del camino, con las moscas zumbando alrededor. Una muñeca de paja yacía boca abajo en un charco, como si la dueña la hubiera dejado caer y no hubiera podido regresar por ella. Las calles, aunque saturadas de agua y convertidas en barro, habían sido destrozadas por el paso de docenas de pies presas del pánico.
—¿Qué pasó aquí? —murmuró el ronin, mirando alrededor con una flecha lista en su arco—. ¿Dónde está todo el mundo? No todos pueden estar muertos, habríamos visto al menos algunos cuerpos.
—Tal vez hubo algún tipo de catástrofe y todos huyeron del pueblo —reflexionó el noble, con la mano sobre la empuñadura de su espada mientras observaba las calles vacías.
—Eso no explica el estado de los edificios —dije, señalando con la cabeza un par de puertas de restaurante que habían sido partidas por la mitad: los marcos de bambú estaban rotos y el papel de arroz hecho trizas—. Este lugar fue atacado hace poco. Y algunos de esos atacantes no eran humanos.
—Entonces, ¿dónde están todos? —preguntó el ronin de