o la de la estatua viviente Faraón o la de ese chico al que le salen deformidades por la espalda como estalactitas o ese sujeto con el rostro quemado que se tira agua en la cara de manera intermitente y que muestra sus falanges mordidas por las llamas, mientras mueve esas dos bolitas oscuras y líquidas que ya no pueden mirar a nadie.
Bajando más, en dirección al mar, una mujer árabe camina muy agachada, casi en 90 grados. Lleva su mano derecha tiznada, arrugada y erguida. Es lo único firme de ese cuerpo desvencijado, cubierto de harapos negros y de burka. Ni siquiera muestra sus ojos, prefiere hundirlos en su lento temblor. Hay otra mujer sentada en el suelo que hilvana frases incomprensibles y se ríe y tira las monedas que consigue hacia arriba como si jugara con ellas.
Llegando al mar, na-moneda-sis-plaaaa es lo único que grita un tipo arrodillado, exponiendo su argumento: una pelota cartilaginosa en lugar de una mano, lisa y rosada, en la que sobresale un dedo diminuto. Llegando al mar, una postal navideña atemporal, sin luces y con mucho alcohol: un borracho tambaleante con un disfraz sucio de Papá Noel que no pide sino abraza unas monedas, ofreciendo a cambio ininteligibles rumbas catalanas. Frente al puerto viejo, la estatua de Cristóbal Colón dando la espalda a todo el espectáculo.
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