engranajes. Cuádriceps y gemelos, al final. Los auriculares puestos. El bolso colgado en bandolera. Llave a la puerta. El Eixample a mis pies.
Salgo de casa silbando Chemical Brothers, me voy acercando al Gaixample. Cruzo lindas panaderías, restaurantes de moda, chaflanes con camionetas de carga y perros pequeños atados con correa. Aragó parte en dos la Plaça Letamendi. Giro a la izquierda y miro mi último mensaje de texto: Te dejo los panfletos en una bolsa negra al lado de un árbol, frente al restaurante. Ahí está la bolsa. Se ve desde la esquina. Negra y amorfa, entre el frenesí de automóviles y peatones que la ignoran. Desato el doble nudo, deposito la carga en mi bolso y sigo caminando. Me detengo en la tienda Desigual y arrojo la bolsa al tarro de residuos. Doy una mirada rasante y panorámica por el Passeig de Gràcia. El semáforo se pone verde. Tengo que cruzar.
El medio es el mensaje. Yo soy el medio. No hablo, sólo reparto. Reparto el mensaje. Yo soy el medio que habilita el mensaje. Sin filtro ni operaciones. Sin conciencia. Soy un agente de las brasas. Un apático militante de la carne argentina. El mensaje es un trozo de papel cuadrado impreso en blanco y negro que promete buenos precios en entrecot, vacío, entraña y otros derivados de la vaca, aceptables para la cultura ibérica y turística en general. El mensaje: A classical Argentinian restaurant where you can enjoy with family, friends or fellow workers, wonderful lunches and dinners, from Monday to Saturday, with the most delicious meats imported daily from Argentina.
Nadie sabe quién soy, qué haré ni dónde me detendré mientras cruzo anónimo por Aragó, entre la masa de paseantes silenciosos. Una masa que se disuelve al cruzar, en la vereda de enfrente. Gotas de agua que se pierden, que viajan juntas en un chorro diluido en un océano. Yo me disuelvo en la entrada de la Casa Batlló, entre los dos hormigueros turísticos que se forman ahí todos los días: el de los que hacen fila para entrar y el del amontonamiento de cámaras que la fotografían desde afuera. Me miro los pies. Están firmes sobre las pulidas baldosas de corales que Gaudí diseñó en exclusiva para el Passeig de Gràcia. Doy una mirada rasante por todos los edificios que hay alrededor. En uno de ellos estará Mónica, fumando hiperquinética y observando mis movimientos.
El concepto de flâneur prescribía movimiento. Sin desplazamiento no había flâneur. ¿Cómo observar pensando si uno no se mueve? ¿Sobre qué ciudad se reflexiona en la quietud? El dandy intelectual recorría las calles de París del siglo XIX y escribía sobre sus personajes y sus atmósferas. Yo también quiero ser un flâneur. Pero de acá, en esta esquina del Passeig de Gràcia, que también es del siglo XIX. Sólo que tengo un inconveniente: estoy estático, no me muevo. Los personajes y las atmósferas vienen a mí, de golpe. Yo no los busco. Ellos son los que pasan y pasean. Aunque también es cierto que en la etimología de la palabra está “silla” y “holgazán”. Por eso, veré el mundo que me circunda con cierta curiosidad perezosa. Retomaré la leyenda de los primeros flâneurs y miraré lo me que traiga la marea. En vez de pasear tranquilo como un dandy, seré yo el paseado. Seré yo el recorrido por los paseantes.
Empezar es fácil. No hacen falta muchos aspavientos ni prolegómenos. Se saca un manojo de papeles y se empiezan a repartir, sin olvidarse nunca de mirar a los ojos y sonreír. Nada más. Y no perder el ritmo, nunca. Porque pasa mucha gente todo el tiempo. Nunca dejan de pasar y hay que aprovechar las dos horas del mediodía, que son las más flojas para la cocina. De 12 h a 14 h. La gente nunca sabe bien a dónde puede ir a comer. Yo les enseño un camino, les doy una alternativa, les muestro la luz de las brasas. Nuevo mensaje de texto: ¡¡¡Nene!!! No te pongas muy en la esquina, esperalos más en frente a la Casa Batlló. Por si tenés que hablar con ellos es más fácil. Los agarrás mejor. ¿Entendés? Mónica está atenta a todo. Qué suerte tenerla con nosotros.
Soy un hombre libre. O eso creo. El flâneur prescribía la libertad, aunque también el ser ocioso. Y yo estoy trabajando. No para los registros de Hacienda, pero estoy trabajando. Balzac hablaba de “la gastronomía del ojo”, la exquisitez visual como parte fundamental de todo flâneur. Una parrilla es gastronomía. Tengo el mensaje de las brasas. Y tengo el ojo. Y devoción por la multitud y el anonimato, por mezclarme en esta masa ingente y desproporcionada que crece y crece sobre la vereda. ¡Gracias, Baudelaire!: “Su pasión y su profesión han de ser una sola carne con la multitud. Para el flâneur perfecto, para el espectador apasionado, es una alegría inmensa establecer un hogar en el corazón de la multitud, en medio del flujo y reflujo del movimiento, en medio del fugitivo y lo infinito”. Walter Benjamin me da el último impulso, decretando la muerte del flâneur con el triunfo del capitalismo y de la sociedad de consumo, viéndolo ya no como un apasionado observateur parisino sino como otro signo más de la alienación urbana. Un burgués diletante que surge, al igual que el fenómeno turístico, con este capitalismo de consumo y esta vida moderna. ¡Perfecto!
Kafka decía que en el cine nunca es la mirada la que escoge las imágenes, sino que son ellas las que escogen la mirada. Desorbitado por la velocidad de la secuencia, mareado, necesitaba pausas, ese detenimiento que sólo puede brindar la fotografía. Para Víctor Fournel la experiencia del flâneur era como “una fotografía en movimiento de la experiencia urbana”. Y, qué novedad, después de Kafka todos nos sentimos cucarachas o anónimos K ante la multitud. Y como soy yo el paseado y no el paseante, el visitado y no el visitante, la secuencia ininterrumpida de caminantes me irán escogiendo a mí para que yo pueda diseccionarlos y clasificarlos, para que pueda tomar fotografías mentales entre flyer y flyer, entre el tedio del trabajo manual cronometrado y el mareo de la velocidad de una masa hiperquinética de personas.
Todos se mueven, menos yo. Todos pasan llevando en bolsas sus pequeños trozos del paseo: ropa, cápsulas de Nespresso, juguetitos de Vinçon o joyas. Soy un observateur subocupado que intenta capturar a los paseantes y ubicarlos en ciertas tipologías, por la manera que tienen de acceder (o no) a mi mensaje de la carne. El flyer será la focalización. La punta de muchos icebergs. El punto de muchas partidas.
¿Esto como se llama? Respondo. ¿Es Gaudí? Afirmo. La mujer tiene más de 60 y habla un castellano rudimentario. Ante el descubrimiento saca su cámara y comienza a tomar algunas fotos. Ni siquiera se toma 10 segundos para mirar algún detalle de la Casa Batlló. La primera visión que tendrá de la atracción, desde ahora y para siempre, será a través del visor de su Nikon. Sus cuatro amigas hacen lo mismo. Toman sus cámaras como pueden, haciendo malabares con sus bolsas de regalos, sus mapas y sus grandes carteras. Vasile las mira con su fría risa de moldavo, las mejillas coloradas, transpirado, fumando en la puerta de la empresa de catering que funciona al lado de la casa diseñada por Gaudí. Vasile siempre se acuesta a las 5 de la mañana. Mis charlas con él son sus monólogos sobre las juergas que pasa con los pinches de cocina, contratando prostitutas de varios países. Ahí va todo su sueldo, aunque debería ahorrar más, dice, porque quiere traer a su mujer de Moldavia y no sabe cuándo podrá hacerlo. Vasile fuma y habla, con la sonrisa dibujada en su cara cuadrada y maciza, que le empequeñece aún más los ojos. Mi teléfono móvil me avisa que tengo otro mensaje de Mónica: Nene. A ver si te ponés las pilas y te ponés a repartir. Estaría bueno ¿no?
Hay dos primeras tipologías claves para entender a los caminantes del Passeig de Gràcia. Una es el sibarita, generalmente un hombre, de traje o bien vestido, con su Smartphone en una mano y una bolsa pequeña de algo acabado de comprar en la misma mano, lo que engrandece su gran palma de macho alfa. El sibarita nunca camina encorvado, va derecho por el mundo y ante la amenaza del flyer nunca pierde la calma ni detiene su marcha. Simplemente dice “ya la conozco” con risa autosuficiente y te da un golpecito imperceptible en el hombro con su mano libre.
El otro es el mundano, muy cercano al sibarita, incluso similar y tal vez derivado de éste, salvo que se distingue del primero por su manera de acercarse al flyer. No se sabe si la conoce o no, porque niega el flyer sin hablar, guiñando tenuemente un ojo y frunciendo la boca como diciendo no puedo, por más que quiera, no me vas a ofrecer nada mejor de lo que ya tengo, ese papel no me va a deslumbrar ni a cambiar mi existencia.Sibaritas y mundanos son caminantes que el Passeig de Gràcia reclama, necesita y fabrica. La avenida de la burguesía catalana pujante, el emblema de la ciudad europea se mantiene vivo, sobre todo, gracias a ellos.
Se acercan las dos de la tarde. Hasta las 19 h no tendré ningún mensaje más de Mónica.