Laureano Debat

Barcelona inconclusa


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su esposo, diciendo que Mónica no está muy convencida, que me tengo que esforzar más, que necesitamos a alguien con la camiseta puesta y que si sigo así Mónica me va a echar a la mierda. Mónica manda. Raúl comunica.

      Dejo los flyers en el mostrador de la parrilla, intercambio unos chistes escatológicos con el uruguayo que cocina y salgo por Aragó oliendo a humo de vaca a la parrilla. Siempre me pregunto si algún otro repartidor de flyers hará lo mismo que yo, en otra esquina de Barcelona. Nunca lo sabré. Lo que sí sé es que todos mis datos son recabados sobre el terreno. Nada de estudios o informes o manuales. He conseguido, incluso, ciertas estadísticas. El Efecto Carro Ganador, por ejemplo, es muy gráfico para entender algunos comportamientos del caminante. Cuando una turba cruza por Aragó después de un semáforo verde, si el de adelante acepta, todos aceptan. El Efecto Carro Ganador siempre funciona. No hay error. Basta con que una sola persona de los primeros lugares acepte para que todos la imiten. Todos acatan la onda verde. No es lo mismo si el primero que acepta es alguno del medio, ahí el optimismo en masa se difumina y las garantías de éxito son nulas. También hay tendencias. Ciertos tipos de personajes un tanto tópicos que responden al flyer según su vestimenta o aspecto. ¿Por qué? Quién sabe. Pero lo cierto es que los hippies, los hípsters y los japoneses nunca aceptan. Y que los musculosos de anabolizantes aceptan siempre.

      Vuelvo a mi casa por Enric Granados. Las calles que la cruzan justo después de Aragó ilustran las conquistas del viejo reino homónimo: València, Mallorca, Provença, Rosselló y Còrsega. Camino a casa, todas las conquistas, una por una. Camino a casa, el esplendor de la corona. De regreso al trabajo, a las 19 h, cuando cae el sol, las conquistas se pierden, en orden decreciente, una por una: Còrsega, Rosselló, Provença, Mallorca y València. Hasta llegar a Aragó y volver a abrir la puerta del restaurante.

      Mónica es una rubia teñida de Bahía Blanca. Habla con voz nasal y hasta parece una mujer guapa. Es muy raro que te mire a los ojos, quizás porque siempre está hablando por el móvil o con alguien sobre algo que implique dinero, inversión, construcción y otros derivados de la economía. Me entrega un montoncito de flyers. Noto sus dedos fríos y su mirada, esta vez sí, directa a mis ojos. Inquisidora. Y sonriente.

      Si el sibarita y el mundano tenían un punto en común o uno era una versión del otro, hay dos tipos que son claramente antagónicos. Hablo del interferente y del sintonía. En el interferente entran los padres de familia anglosajones o escandinavos, que caminan veloces, controlando de cerca a sus hijos que van como patitos en fila. Estos padres van siempre con cara de estar pensando en algo más, en algo que está sólo un poco más allá de las farolas, las tiendas y los automóviles de la avenida. Por eso la interferencia: el flyer lo saca de su letargo intelectual de curtido buen viajero. Y eso no puede ser. La otra cara de la moneda es el sintonía, el que agrupa a la familia árabe tipo, en su amplio y heterogéneo conjunto. El padre de familia árabe camina muy lento, cargando su panza maciza con absoluta despreocupación. Sus hijos se le cruzan, van y vienen, se pegan y se gritan. Y él, imperturbable, con su mujer detrás en silencio. El flyer no sólo no le molesta sino que se detiene al recibirlo, lo estudia sin apuros y agradece con una palmada en el hombro.

      Otra vez en mi puesto para completar la jornada. Recorro con la vista la fachada de la Casa Batlló. Nunca puedo dejar de mirarla. Las ventanas cavernosas, las columnas como huesos, el confeti psicodélico. Y los mitos sobre su interpretación. Hay quienes hablan de un arlequín que arroja papel picado sobre los balcones, rememorando el carnaval. Y están los más épicos que hablan de un homenaje a la leyenda de Sant Jordi: arriba está el dragón, los balcones serían las calaveras de los hombres que se comió el animal, las columnas los huesos, aunque una de ellas, en su parte superior, termina en una flor. Y lo que antes se veía como confeti, desde esta perspectiva sería la sangre del héroe catalanizado. La polémica sigue viva y aumenta el mito sobre el Gaudí que algunos consideran místico, otros católico, otros masón.

      Lo que sí es seguro y no admite discusión alguna en este rincón de Barcelona es que los cabezas de familia son un objetivo básico para la captura de clientes. El flyer placebo es el indicado para los padres que llevan el carrito de bebé a cuestas. Es fijo: hombre con carro siempre acepta, sin excepción. Ese pequeño cuadrado de papel le sirve de distracción (fugaz, momentánea) en su marcha monótona, a sus ojos apesadumbrados de padre primerizo con nostalgia de esos veintipocos años que nunca volverán.

      A veces, sobre la marcha, la táctica se acomoda y apunta a los niños. A esos que te miran por ser algo un poco diferente de toda esa monotonía incomprensible de maniquíes calvos y palacetes modernistas que sus padres les obligan a ver. Cuando el niño recibe el flyer, su hermano inicia una corta estampida para tener el suyo, acercándose corriendo tan celoso a reclamar igualdad de oportunidades.

      Una última tipología es la del flyer marcial, el que determina una disciplinada espera de todos los integrantes de la familia. Funciona así: ante el intento de alcanzarlos con el trocito de papel, todos esperan unos segundos mirando al padre de familia. Es él quien debe tomar la sabia decisión de aceptarlo o no. Si lo toma, ahora sí, todos se acercan a la órbita del sensei para compartir su observación silenciosa. Si no lo toma, la familia espera las explicaciones pertinentes en un pequeño debate, pequeñísimo, que dura los pocos metros que me separan de la Casa Batlló.

      Alzo la vista: tantas oficinas desconocidas, tantos edificios ocupados por los descendientes de los burgueses ricos que se quedaron, aquellos que no huyeron hasta la montaña cuando el Eixample se masificó de clase media. Me gustaría saber dónde está Mónica. La imagino riendo con sus comisuras de Nosferatu parafinado, mirándome a mí desde arriba, diminuto, tratando de localizar en vano su refugio. Puteo a Cerdà por haber diseñado el Passeig de Gràcia tan amplio, tan abrumador.

      Cerca de las 20 h, cuando ya queda poca gente en la esquina, me aburro más que de costumbre y camino un poco, sólo un poco, lo suficiente para no salir del radio visual de Mónica. Llego hasta la Casa Ametller con pasos lentos y me detengo en el diseño de Puig i Cadafalch. La fachada irregular, dos mitades diferentes, la huella de los palacetes medievales belgas en esta rémora de la casa de Hansel y Gretel en honor al empresario chocolatero. Y las esculturas: Sant Jordi rodeado de animales mitológicos de toda índole, hasta un mono que me saca una foto con su cámara de principios del siglo XX. Miro las baldosas de corales. Siguen impecables. Sólo algunas colillas de cigarrillos. Y nada más. ¿Dónde van los flyers cuando mueren? A las papeleras, siempre. Es de mal gusto verlos muertos, hechos unas bolitas amorfas sobre el piso del Passeig de Gràcia. Por eso la esquina tiene buena provisión de cementerios de flyers, tarros de hierro que guardan un acervo de huellas digitales.

      TU NOMBRE ME SABE A HERBALIFE

      La electrónica mezclada con reggaetón funciona siempre, la contundencia de los graves sampleados con dosis de calorcito caribeño. El optimismo y la energía unidos al triunfo en el paraíso terrenal. El tum-tum-tum de los que miran para adelante. Como Mark Hughes, que corre sobre el escenario como un pastor evangelista, mientras sus ovejas disfrazadas de verde le van chocando la mano.

      Las imágenes pasan a toda velocidad. Jugadores del Barça. Congresos multitudinarios. Atletas. Jugadores del Inter. Gargantas que beben de un grueso tarro de plástico. Fisicoculturistas. Camiones de transporte. Todo con el mismo sello: tres hojas verdes encerradas en un círculo negro, sobre el rótulo de un sueño llamado Herbalife.

      Un sueño que comenzó Mark Hughes y que lo convirtió en un gurú mundial de la vida sana. Al parecer, la utopía nació después de que su madre muriera por su adicción a las pastillas para adelgazar. Mark no quiso que a nadie más en el mundo le pasara lo mismo. Por eso, contrató al gerente de marketing de Disney. Y se hizo millonario creando una red descentralizada y global de vendedores de polvos nutritivos y energéticos que se diluyen en agua. Una verde telaraña que se expande de manera viral por todo el planeta, profetizando el Evangelio Nutricional del Siglo XXI.

      Antes de sentarme a ver el vídeo, yo estaba parado en la puerta de una oficina insólita del barrio de Sants. Una puerta de vidrio pintada íntegramente de verde oscuro y un cartel escrito en Word que decía “Centro de bienestar”.

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