Laureano Debat

Barcelona inconclusa


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a pesar de que la nomenclatura matemática de barrios, los tarros clasificadores de residuos o la puntualidad limpiadora de las calles traten de ordenarla.

      Entendí enseguida que ordenar Barcelona era imposible, que reinaba el caos y que su movimiento era permanente. Y en esa inquietud se fue dibujando mi propio mapa de la ciudad, un mapa inconcluso hecho de experiencia vivida, sensaciones, memoria y sueños. Un mapa caótico trazado a pulso en caminatas por la ciudad.

      Dice Luis Martín-Santos en Tiempo de silencio que “cuando uno llega a una ciudad piensa que esa ciudad lo está esperando”, planteando un dilema permanente del inmigrante, esa falsa ilusión que no podemos evitar sentir. Sabemos que nunca es verdad pero igual necesitamos creer que ese sitio nos necesita, aun con la conciencia de que somos absolutamente prescindibles y que la ciudad seguirá moviéndose con o sin nosotros.

      Lo mismo que sucede con la escritura. Necesitamos concebir nuestros textos como imprescindibles y necesarios, sabiendo que seguirán el rumbo musiliano de “una recta que avanza titubeando en la nada”, el mismo camino del viajero errante que se desprende de su yo en cada paseo o en cada escrito. Que va mutando en su encuentro dialéctico con la propia ciudad que lo transforma. Y que lo convierte en otro.

      Ni utopía ni distopía

      Quizás la exposición de arte contemporáneo que más me ha marcado en todos estos años que llevo en Barcelona haya sido “Atopía: Arte y Ciudad en el Siglo XXI”, organizada por el CCCB entre el 25 de febrero y el 24 de marzo de 2010. Presentaban allí una selección de obras de artistas de todo el mundo que trabajaban desde la atopía urbana, desde la incomodidad y la atomización, bajo la óptica del individuo solitario enfrentándose a la gran ciudad. Los comisarios Iván de la Nuez y Josep Ramoneda marcaban el contexto en el catálogo de la exposición: “Cuando la ciudad concreta pierde sus contornos y da lugar a la ciudad abstracta”. O lo que es lo mismo: cuando se pierden los límites entre realidad y ficción tanto en la configuración de una ciudad como en la propia experiencia urbana.

      El artista hongkonés Stanley Wong (más conocido por su seudónimo de Anothermountainman) presentó la serie Lanwei, unas fotografías con montaje en las que se veían individuos solitarios habitando edificios en ruinas. Seres derrotados y deprimidos usando unos pocos muebles que parecían haber sobrevivido a una devastación. Restos de edificios inacabados, burbuja inmobiliaria distópica y fondos de rascacielos interminables y anónimos. No había objetos a los que aferrarse ni con la emoción ni con el recuerdo y los sujetos parecían víctimas de algún tipo de sueño o quimera inconclusa. No existía un pasado concreto sino la evocación de un pasado difuso encarnado en las ruinas.

      El reverso de la obra de Wong eran las fotos de la anglo-norteamericana Carey Young, de la serie “Body Techniques”. La propia artista posaba sobre terrenos sin edificar o sobre edificios que estaban siendo construidos o que fueron abandonados y en cuyo fondo había, también, otros edificios más grandes. Como modelo, Carey Young se adaptaba de manera ergonómica a su entorno: era el individuo adaptándose a la ciudad y no la ciudad al individuo. La artista trataba de representar dos posibilidades en una ciudad, a partir de la metáfora arquitectónica de una periferia sin edificar y de un centro plenamente edificado: el individuo puede permanecer en el desierto urbano o puede adaptarse al entorno construido. Bajo una aparente frialdad en las escenas, ahora la presencia humana adquiría calidez, tal vez por sus formas corporales que recordaban instantáneas de danza contemporánea. Se veía sensualidad y desapego, un escenario aséptico y despojado que requería que observásemos con mucha atención la escena representada. La artista nos hacía dudar hasta de nuestras propias percepciones.

      Si Juan José Millás en su crónica “Viaje a Japón” (Vidas al límite, Seix Barral, 2012) se pone de novio con los edificios del barrio Otomesando en Tokio y en la obra de Wong vemos a los habitantes como esposos agobiados por demasiados años de matrimonio, en la de Young descubrimos una relación de amantes furtivos que discurre en una escala que va desde lo fatal hasta lo intrascendente, pasando por todos los estadios intermedios.

      Aunque no es tanto la analogía amorosa lo que me interesa, sino más bien cómo se compaginan estas dos maneras de enfocar la atopía urbana respecto a mi mirada sobre Barcelona.

      Podemos pensar la ciudad desde dos posiciones distintas. La optimista, que rescata su belleza diseñada, su vida cultural y su incomparable marco geográfico. Y la pesimista, que añora la ciudad canalla de los 80, que deplora los cambios urbanos y las nuevas ordenanzas cívicas, que reniega de los barrios medievales convertidos en parques temáticos.

      Yo intento ubicarme en medio de estos dos puntos y en ambos al mismo tiempo. Tanto uno como otro conviven no sólo en mi manera de ver y de vivir la ciudad sino, fundamentalmente, de escribir sobre ella. Esta dialéctica de amor-odio es lo que da lugar a la “ciudad abstracta”, a la ciudad-ficción. En ese diálogo permanente es donde encuentro el material para la escritura, nunca para tomar postura ni tampoco para trascender la dicotomía, sino para que sea el lector quien decida si se ubica más o menos cerca de cualquiera de los extremos del amor o del odio a Barcelona.

      Lo que se juega en esta búsqueda de la escritura sobre la ciudad es el hecho de adaptarse o no adaptarse. Adaptarse en las “Body Techniques” de Carey Young, no adaptarse en la serie Lanwei de Wong. Pero esta adaptación o no adaptación se da de una manera compleja en cada caso y ambos postulados remiten a muchas significaciones.

      Yo veo a Barcelona, por momentos, en clave de Lanwei: me cuesta adaptarme, me veo habitando ruinas y lugares anónimos que no sé bien qué son y que no alcanzo a comprender. Pero prefiero abandonar la postura pasiva de los sujetos retratados por Wong y tomar la actitud del cazador, según el concepto de Martín Caparrós: la de un tipo solitario que viaja para escribir y que escribe para viajar (pudiendo reemplazarse en este esquema la palabra “viajar” por “caminar”, “habitar”, “mirar” o “vivir”). Y ahí es cuando me acerco más a las “Body Techniques”: me adapto a la ciudad, juego con ella, bailo, sigo caminando. Utilizando la escala de Millás, me pongo de novio, me divorcio, me acuesto por una noche, entro en toda la gama posible de relaciones amorosas y no amorosas con la ciudad.

      Los nervios de la ciudad

      Precisamente lo que me cautiva de Barcelona, más que nada, es esa eterna contradicción en que la se mueve de forma permanente. Enrique Vila-Matas, en su prólogo a Desde la ciudad nerviosa (Alfaguara, 2004) habla de Barcelona como una ciudad nerviosa que tiene “una tendencia alarmante a sentirse eternamente insatisfecha de sí misma; es una ciudad muy atractiva, muy dinámica, pero enormemente mutante, no vive jamás en paz consigo misma, es la Madame Bovary de las ciudades de este mundo”.

      Esa imposibilidad de paz que la ciudad tiene consigo misma contagia a sus habitantes y a la experiencia que se tiene sobre ella. Esa histeria con la que la ciudad amanece todos los días y que deriva en imprevistas mutaciones. Es por esto que hay muchas Barcelonas, porque es la propia ciudad la que admite e incuba diferentes fisonomías para calmar su eterna insatisfacción, la que crea múltiples máscaras y la que alimenta tantas versiones sobre ella misma que surgen de la propia experiencia de quienes la habitan.

      Por eso he optado por la crónica para escribir sobre la ciudad híbrida, porque es el género que las grandes ciudades se han inventado para narrarse y explicarse a sí mismas. El género mutante para hablar de la ciudad mutante que hace que mutemos con ella, los dos a la par, individuo y ciudad.

      Como el más híbrido de los géneros narrativos, la crónica permite múltiples juegos, tiene una voracidad sin límites y está en permanente metamorfosis. Por eso es urbano. Crónica y ciudad se retroalimentan de manera dialéctica a través del trabajo del cronista que, de acuerdo con Norman Mailer, siempre impone una “particular distorsión” a su sentido de la experiencia. Una ficción, un modo particular de entender la realidad y de escribir sobre ella.

      El mexicano Juan Villoro, en su artículo “Barcelona como imagen”, dice que “el nerviosismo barcelonés parece controlado por ansiolíticos de diseño”, como si perteneciéramos todos a castas tipo Un mundo feliz de Huxley y tomáramos cápsulas de soma para no pensar ni en pasado ni en futuro, para vivir en un