Laureano Debat

Barcelona inconclusa


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      No puedo evitar mirarla porque su ordenador está justo en dirección a nuestra profesora, una chica que quizás tenga mi edad, de gafas, el pelo lacio largo y esa simpatía que fuera de aquí, seguramente, hasta sería genuina y bella, pero que dentro de esta sala, rodeada de ordenadores con Windows XP, la tornan forzada.

      O sea, la chica no tiene ganas de estar aquí, el público no es lo que se esperaba y sabe que esto va a ser una pérdida de tiempo. Pero tiene que cumplir su horario porque para eso le malpagan, entonces saca un paquete de chicles y mastica uno con la boca semiabierta, con esa actitud de empleada de Zara cuando le preguntás por un pantalón y te dice “si no hay ahí, no hay”.

      Parecía que estaban rodando una película rumana de los 90, esas post-Ceaucescu en las que el país entero aparece reflejado como un montaje y sus habitantes como actores tan malos que no sabes si reírte de ellos o tenerles pena. Completaba el cuadro otra mujer que debía de estar llegando a los 80 años, con un gorra negra en la cabeza, muy simpática y muy proactiva. Muchas ganas de aprender, pero su velocidad no guardaba simetría con el espíritu del curso. Y no es que yo sea una lumbrera: si también hubiera habido aquí alguien de 18 años, cualquier ser humano con esa edad, me hubiera hecho quedar a mí también como una tortuga informática.

      Salgo de esa sala con un link muy completo y detallado con consejos, ejemplos, aplicaciones y todo el resto de motivaciones necesarias para ir a mi casa y, por lo menos, pensar en la alternativa de un videocurrículum. El link estuvo ahí disponible y presente en todo momento, tan tentador para copiarlo y huir de ese lugar durante la pausa para el café. Pero no lo hice, aguanté y me quedé. Completé las cuatro horas porque sospecho que soy adicto a este tipo de relaciones sociales: un fanático de los cursos.

      Fanático de los cursos

      Desde que llegué a Barcelona soy fanático de los cursos. En Argentina era asiduo, pero no fan. Ser fan es ir a ver a tu equipo de fútbol cada vez que juega de local, mirar tres veces cada película de tu director favorito, seguir a tu escritor fetiche a cada charla que vaya a hablar de lo que sea.

      Y ésta es la ciudad de los cursos. Como si Barcelona ya no fuese la ciudad de tantas cosas, también es la de los cursos. La villa es pequeña pero admite muchas capas.

      Me apunto a cualquier cosa que crea que pueda servirme para algo: mejorar mi perfil profesional, pasar el tiempo, matar la curiosidad. Y si son gratis, mejor. Hace muy poco completé un curso de Community Manager online, con vídeos, interacción, contactos en redes sociales, todo eso. Como no consigo trabajo fijo de periodista y parece ser que la salida laboral es gestionar las redes sociales de las empresas, hice el curso. Desde mi casa, tomando mates. Aprendí mucho y tengo muchas tareas pendientes, pero sigo prefiriendo lo presencial a lo virtual. Es verdad que en lo virtual no sólo te marcas tu propio ritmo sino que evitas situaciones como las narradas en lo del videocurrículum. Pero hay algo que me da la presencia que no me lo da lo virtual. Un nervio físico, un aura magnética.

      Como todo adicto a los cursos, Barcelona Activa es mi religión y, el Cibernàrium, mi templo. Cada vez que puedo, me apunto a cualquier cosa: programacióm html, diseño de videojuegos, cómo aprovechar las aplicaciones de Facebook. Lo que sea.

      Y cada vez que voy, siempre tengo una curiosidad voraz por saber quiénes son mis compañeros, de dónde vienen, cómo se visten y qué rostros tienen. Sólo mirarlos, nada más, pues es raro que me ponga a hablar con alguien. Mirarlos como miro en la cola del supermercado los productos que han comprado los de delante y que van pasando por la cinta transportadora, tratando de averiguar quiénes son a través de su relación con la pirámide alimenticia.

      Fui muy devoto también de los cursos de catalán en el Consorci per a la Normalització Lingüística. Hice dos, intensivos. Cada clase era la fotografía perfecta del sueño de ciudad cosmopolita libre de conflictos: negros, mulatos, chinos, musulmanes, gays, lesbianas, anarquistas, sádicos, todos parlant en català. Nunca me olvidaré de ese mexicano que trabajaba como árbitro de fútbol y que, en cada clase, elegía a una compañera diferente para ofrecerse a acompañarla hasta el metro, sin distinguir edad, procedencia o condición civil.

      Podría pensarse que voy a los cursos a coger. Pero no, voy a aprender. El motivo que me impulsa es puramente pedagógico. Después vienen las curiosidades secundarias y todo eso, pero no hay una pulsión sexual que motive mi fanatismo. Y no digo que alguna vez no lo haya intentado, pero debo confesar que nunca conseguí sexo ni durante ni después de hacer un curso. Y sé que es un ámbito en el que se coge relativamente fácil.

      He cogido en la facultad, en mis trabajos, con vecinas de mis edificios, en una visita guiada, en la calle, en bares y hasta en un taller de teatro para enfermos mentales. Pero nunca la puse haciendo un curso. Lo más cerca que estuve de ponerla no fue como alumno, sino como profesor de un curso. Porque sí, una semana de hace muchos años recorrí algunas escuelas públicas catalanas dando un curso de edición de vídeo con… Movie Maker. ¡El mismo programa que me enseñaron a usar hace una semana, otra vez!

      Pero no hubo penetración aquella vez, sólo unos besitos. Los mismos que le doy al Movie Maker cuando me lo encuentro cada cinco años, ya sea en una escuela católica del Maresme o en una biblioteca pública bajo una lluvia pálida del final de un invierno.

      LOS MENDIGOS PERFORMERS

      El magnetismo de las Ramblas se funda en que todo lo que pase por ellas tiene que convertirse en espectáculo. Hace siglos transportaban los residuos fluviales de la montaña hacia el mar. Hoy el flujo pasa por una feria de varietés para turistas, uno pegado al otro, todos conviviendo a lo largo de la pasarela: los timadores albaneses con los tres vasos, las estatuas vivientes, el que hace jueguitos con la camiseta de Messi y los mendigos. Sobre todo ellos, los mendigos, los nuevos mitos performáticos.

      La primera performance que se vio en esta calle fue la del pintor y escritor catalán Santiago Rusiñol. En los años 20, Rusiñol se paraba ahí y cambiaba 4 pesetas por 1 duro (1 duro equivalía a 5). Lo hacía para reírse simbólicamente del valor impuesto por el dinero. Aún hoy, la frase “1 duro a 4 pesetas” sirve para definir algún asunto aparentemente turbio o tramposo. Rusiñol sabía muy bien que en la ciudad en la que nadie se mira debía esforzarse mucho para conseguir llamar la atención.

      En las Ramblas se juntan el hambre con las ganas de comer para fabricar mendigos freaks que parecen personajes abandonados a su suerte por Samson, el dueño del circo de la serie Carnivale. O aquellos clientes del creador de pordioseros del Callejón de los Milagros de Mahfuz. La gente cruza Plaça Catalunya y enseguida se topa con el paseo que conduce al mar. Un desfile atestado. ¡Y comienza el show!

      A un metro de un kiosco de revistas y souvenirs se arrodilla un tipo muy bien trajeado. Los ojos cerrados hacia el cielo, los brazos en posición de plegaria. Está silencioso e inmóvil, con un tarro de latón al costado, sin el cual la gente lo tomaría por loco y no por mendigo. De todas formas, lo miran y se ríen, como si miraran a un loco desprovisto de latón. Las monedas caen y suenan, sonrientes.

      La estatua viviente de Troll Rojo descansa fumándose un cigarrillo, mientras se rasca el culo como puede, metiendo la mano entre el armazón de su disfraz. De a ratos, observa de soslayo a su desigual competidor: un filipino bajito disfrazado de Abominable Hombre de las Nieves. Parece salido de una fiesta de disfraces que acabó hace un mes. Corretea a los turistas imitándolos como puede. Es un imitador de los imitadores de personas. Un imitador de clowns del teatro espontáneo. Su pobre desparpajo saca más risas que su talento, muchas más risas que monedas. La gente se divierte mucho en las Ramblas.

      Los grupos caminan como si se deslizaran. No hay reverberación de tacos, todo sonido parece absorbido por la vereda gastada. Hasta los gritos. Los ruidos conviven en una ópera posmoderna, musicalizada con los soplidos de una flauta dulce que un anciano intenta convertir en notas, mientras la solapa de su chaqueta militar le va dando ventosas cachetadas. A su lado, un joven rubio tirando a albino, con gafas y cara de no saber muy bien dónde se encuentra, levanta una pancarta que dice “necesito dinero para comer caviar y beber champagne”. El mismo cartón, en el reverso, dice “necesito dinero