tan ciertos tales «clamores» y «llamamientos» en la comarca gobernada por el entonces capitán general Manuel de Guevara Vasconcelos? Al menos consta cuál fue la respuesta que le mereciera al cabildo capitalino: «Solo un autor tan arrojado como Miranda pudo llegar al extremo tan indigno como el de suponer que los habitantes de estas provincias hayan sido ni sean capaces de haberlo llamado»[11].
También consta que lo primero que hicieron los vecinos de Caracas al enterarse de su solitaria expedición fue promover una colecta con el fin de ponerle precio a su cabeza. Curiosamente, no sería la primera vez que la parte superior de su cuerpo fuese tratada de tal modo. En Francia, en 1792, al verse ante el Tribunal Revolucionario, la turba delirante que aguardaba en la vecindad también había pedido la cabeza del «traidor» para enviársela a los austríacos disparada dentro de un mortero.
Si bien, en el caso que nos concierne, solo se recogieron al final de la colecta 19.850 pesos (es decir, apenas poco más de la mitad de la exorbitante suma de treinta mil pesos fijada por los vecinos de Caracas), lo que en todo caso vale y de lo cual queda evidencia documental, es la intención que tuvieron los principales actores de la provincia de repudiar semejante felonía. Por si fuera poco, algunos de quienes más tarde, es decir, entre 1811 y 1812, habrían de convivir con él durante la etapa más temprana del proyecto autonomista (Juan Germán Roscio, Francisco Rodríguez del Toro o Francisco Espejo) habían formado parte a su vez de la maquinaria burocrática que, en 1806, había pedido que él y su expedición se vieran reducidos a cenizas por el «agravio tan atroz y delincuente» de aquella empresa[12].
El caso de lo proclamado en Coro, en agosto de 1806, resulta doblemente complicado a la luz de lo que, en este caso, pueda decirse respecto a las convicciones de Miranda. Nos referimos al hecho de que, por un lado, Miranda parecía hallarse bastante seguro de que bastaba con anunciar una propuesta como la suya para que la sociedad que supuestamente debía fungir como receptora de la misma, pese al peso que ejercieran sus arraigados prejuicios y fidelidades, saliera a darle acogida, o, en otras palabras, que bastaba con propalar a los cuatro vientos un concepto tan remoto a la sensibilidad de sus contemporáneos en la América española como la libertad racional para que toda una sociedad se movilizara en su nombre. Por otro lado, alguien ha dicho que el exilio distorsiona las perspectivas y tiende a hacer que se sobrestime la indispensabilidad de uno mismo con relación al tiempo transcurrido y la distancia interpuesta[13]. Algo de ello pudo haber ocurrido una vez que Miranda probara poner pie en la costa venezolana luego de más de 30 años de ausencia.
Quizá suene redundante lo que pretendo decir de seguidas, pero, por paradójico que parezca, los eternos reveses que le mordieron los talones a Miranda lo han puesto en cierto modo a salvo de la mala suerte que, no por causa de él mismo sino por obra de otros, ha corrido Bolívar. No en vano el propio Libertador fue el primero en confiarle lo siguiente a un destinatario: «(…) con mi nombre se quiere hacer en Colombia el bien y el mal, y muchos lo invocan como el [pre]texto de sus disparates»[14]. Y conste que, en este caso, Bolívar hablaba del aprovechamiento que de sus actuaciones hicieran sus contemporáneos y no de lo que la beatería bolivariana hiciera posteriormente con respecto a cada palabra que hubiese pronunciado en el curso de su vida.
Esto viene a propósito de un juicio que corriera por cuenta de Mario Vargas Llosa y que bien vale la pena citar aquí en relación con lo que significara que Bolívar, Miranda u otros de similar catadura (San Martín u O’Higgins, por caso) terminasen atrapados dentro de una dimensión mítica o cuasi religiosa. Observó Vargas Llosa en una oportunidad que, en su ambición deicida e iconoclasta, los filósofos franceses del siglo XVIII se dieron primero a la tarea de matar a Dios, luego a los santos y, finalmente, a hacer que la república llenase con héroes laicos el vacío dejado por aquellos.
No hay duda de que esta religiosidad republicana, esta religión sustitutiva, puede resultar extremadamente agresiva (porque crea su propia iglesia, su propia doctrina y le da curso a un celo inquisitorial tremendo a la hora de fulminar todo juicio que pudiese ser tomado por sacrílego de acuerdo con sus pautas). No obstante, al mismo tiempo, debo confesar que siempre me ha intrigado (y, en el fondo, fascinado) lo mucho que de operación falsificadora tiene el empeño por trasladar ciertos elementos de la nomenclatura cristiana con el fin de darles arraigo en los predios de la historiografía.
Por ejemplo, en fecha tan relativamente reciente como mediados del siglo XX, no era extraño que un autor se refiriera a Miranda como el «profeta», o como el «Juan Bautista», en tanto que Bolívar ocupaba –según el mismo escritor– el sitio reservado al Mesías. Otro lo calificaría como una suerte de «Moisés» que debía iniciar el camino hacia la Tierra Prometida[15]. Sin ir más lejos, basta ver hoy en día que Miranda sigue siendo definido en el léxico oficial como el «precursor», el «mártir» o el «apóstol» de la libertad (para no hablar de denominaciones incluso más babosas como la de «protomártir»). Sobra insistir en todo cuanto semejantes epítetos comportan a la luz de una simbología concebida para servirles de asiento a los bajorrelieves heroicos y que, por supuesto, yace instalada con fuerza en los espacios dominados por el discurso del poder. O puesta, única y exclusivamente, a su servicio.
No creo que se trate de una particular originalidad afirmar entonces que semejante culto impone un orden y una dirección que conduce a una difícil cohabitación con el pensamiento crítico, bien porque el culto no admita revisiones, bien porque, sencillamente, toda la mitología que dimana de la aureola de los héroes intenta desalentar el desafío que impone la tarea de comprender las cosas sin que tengamos que vernos sujetos a una procesión de necedades.
Aun así, comparado con Bolívar (y la comparación resulta demasiado tentadora a los fines de lo que aquí se discute), Miranda se salva por unos cuantos kilómetros de distancia de ser tan celoso objeto de los santos cuidados de la nación. Ello quizá se deba en parte al hecho de que, durante más de siglo y medio, una muy arraigada tradición –especialmente de orientación bolivarianista– se hizo cargo de echar sobre sus hombros el fracaso de la república en 1812, como si el hecho en cuestión se hubiese debido casi exclusivamente a él y, por tanto, sin juzgar dentro del conjunto una serie de variables que explicarían con menos ligereza la pérdida de aquel temprano ensayo insurgente.
El hecho de que esa acusación que lo señala como el responsable más visible o casi único de la pérdida de la república en 1812 cobrara tan poderoso arraigo impidió comprender durante mucho tiempo que su actuación, en medio de las mayores dificultades y contradicciones, contribuyó a hacer posible que una Venezuela en transformación evitara verse totalmente sumida en el caos por obra de las decisiones que debió tomar en su calidad de dictador entre abril y julio de 1812. No obstante, siguió siendo a él, en vista de su determinación por acordar un armisticio con Domingo de Monteverde, a quien se le atribuyó la insostenible situación planteada en julio de ese año 12.
Ello es tan cierto que, según lo observa el ya mencionado Manuel Lucena, la imagen de Miranda para la posteridad se asoció a un fracaso, del cual muchos otros (incluyendo a Bolívar, en primer lugar) lograron salir indemnes[16]. Tampoco es cuestión –como agrega el propio Lucena– de incurrir en el planteamiento contrario y exculparlo totalmente de la consecuencia de sus acciones[17]. Pero el hecho cierto es que, hasta que historiadores como Mariano Picón Salas, Caracciolo Parra Pérez y Augusto Mijares se hicieran cargo de la tarea de formular un entendimiento más complejo de lo ocurrido y, por tanto, de advertir que resultaba necesario analizar en su conjunto tantos desastres reunidos para penetrar en las causas más complejas del fracaso en que pronto se hundió aquel ensayo de república, el peso de la derrota continuó haciendo que Miranda, en tanto que principal responsable, se viera relativamente a salvo del patriotismo más cerril.
Otra limitación (aunque esta resulte más bien afortunada) conspira también contra la incorporación plena y total de Miranda al culto idolátrico de la liturgia republicana. A diferencia de Bolívar, y por más variable o contradictorio que luciera el pensamiento de este según el momento y las circunstancias en que le tocara obrar, Miranda se limitó más que nada, a lo largo de su vida, a adquirir toda clase de conocimientos acerca de otras sociedades y sus prácticas políticas, pero nunca articuló para sus contemporáneos un cuerpo doctrinario (como fue el caso de Bolívar) sobre los modelos disponibles o las distintas formas y alternativas de gobierno