Edgardo Mondolfi Gudat

Miranda en ocho contiendas


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páginas, a completar los retratos que existen sobre Miranda en libros de mayor valía, como los que figuran citados al final de la obra.

      Miranda es, para decirlo de la forma más visceral y directa posible, una pasión a la cual suelo recurrir con frecuencia. Espero que al concluir estas contiendas tal sea también la sensación que experimente el lector.

      Caracas, 2019

      Miranda y sus claroscuros

      Hay algo extraño acerca de esas historias sobre mí. Algunas las inventé yo, o en todo caso alenté a que otros lo hicieran. Ahora me luce como si esas historias le pertenecieran a una persona distinta.

      Miranda hablando de sí mismo, según V.S. NAIPAUL

      Para el escritor venezolano Mariano Picón Salas, autor de una de las más amenas biografías de Francisco de Miranda que se conozcan y sobre la cual figura un ensayo en este libro, abordar el tema del Generalísimo se traducía en un ejercicio de penetración psicológica que abarcaba al mismo tiempo lo individual y lo social, el irracionalismo y la lógica, la cultura y el instinto. Y nada resultaba mejor –a juicio de Picón Salas– en este esfuerzo por sintetizar categorías tan aparentemente contrapuestas que el drama de lo que significó el último año y medio de la vida política de Miranda, el período de su definitiva actuación venezolana que mediara entre diciembre de 1810 y julio de 1812 cuando, ya cansado de tantas conspiraciones, bajó por última vez «del país de la utopía a un áspero y limitado rincón de lo concreto».

      Miranda se destaca, entre otros rasgos curiosos, por la asombrosa capacidad que tuvo de asumir papeles diversos, o de reinventarse a sí mismo, a lo largo de sus 66 años de vida. Tanto, que en sus documentos personales resulta muchas veces difícil deslindar lo real de lo simulado, o de lo fingido, o de lo simplemente inventado por su frondosa imaginación. Y una prueba contundente en tal sentido es que esa licencia para la hipérbole se incrementa a medida que el venezolano, quien en 1771 se embarca en La Guaira a bordo de una goleta sueca con destino a España, se va distanciando cada vez más de su lugar de origen.

      Por ello no resulta extraño que en Rusia, uno de los lindes más apartados de su periplo europeo, llegara a presentarse como noble y coronel, granjeándose el reclamo del representante español en San Petersburgo debido a la portación de tan cuestionables títulos[21]. Sin embargo, por más que el ministro español protestara ante la audacia del venezolano, el historiador Caracciolo Parra Pérez ha dedicado un par de minuciosas páginas de su libro Miranda y la Revolución Francesa para explicar que no se trató de una simple impostura. Después de todo, la zarina Catalina II resolvió conferirle ese mismo rango honorífico dentro del Ejército ruso al almirante y aventurero medio español, medio napolitano, José Rivas. Y ya, en cuanto al título de «conde», la confusión emanó, al parecer, de las propias convenciones empleadas en la Corte rusa.

      Aparte de haber contado con el «entero asentimiento» de Catalina en lo que a su coronelato se refiere, el mismo Miranda daría por sentado que el trato de «conde» era un rudo equivalente del «don» español, seguido, en cierta forma, como regla comúnmente observada en la Corte[22]. La explicación autojustificativa es poco creíble, por decir lo menos, y, en todo caso, la portación de tal título terminó dando lugar a una breve pero enervante querella en la cual tanto el cuerpo diplomático como la comunidad de expatriados que residía en San Petersburgo fueron tomando partido mientras duró la estancia de Miranda en Rusia.

      Miranda actuaría siempre como una figura provista de tal pluralidad de máscaras que, por ejemplo, partió de Holanda rumbo a Suiza en 1788 con un pasaporte que lo identificaba como «Monsieur de Merov»; ese mismo año se paseaba por el norte de Alemania bajo el supuesto nombre de «Monsieur de Méran, comerciante livonio»; en Estocolmo, con una ligera variación, encubriría su identidad haciéndose llamar «M. de Meiroff, caballero de Livonia», siendo, al parecer, ese gentilicio estonio o letón («livonio») de su particular agrado. En otras oportunidades se encofraría bajo los nombres de «caballero de Meirst» (en Suiza), «coronel Mirandov» (durante su estancia en San Petersburgo), «señor Morprosán» (en algunas localidades de Suecia), «Monsieur Méroud» (en el sur de Francia), «Édouard Lerroux D’Helander», como fugitivo en París, «Eleuteriatikós» (en cartas sobre arte y política) o «coronel Martín de Maryland», lo cual vendría a ser el caso durante su estadía en Roma. Ni siquiera al final, al preparar los planes para una evasión del presidio de La Carraca en Cádiz, en julio de 1816, renunció al empeño de recurrir a un nombre ficticio. Como si consciente –o no– de verse en las vecindades de la muerte, no volviera a utilizar más su verdadera identidad y se firmara como «José de Amindra» en las afanosas cartas que les dirigiera a sus más consecuentes amigos ingleses para que lo ayudasen a conseguir una libertad que lucía cada vez más incierta.

      En todo caso sus papeles personales, atesorados a lo largo de una vida de andanzas, permiten seguir al detalle el uso recurrente de heterónimos y cambios de identidad que vertió en pasaportes y en su abundante correspondencia, y que no solo le servía para ponerse a resguardo de las asechanzas a las cuales lo sometían las autoridades españolas sino que, hoy por hoy, y dadas las seductoras perspectivas que ofrece el tema, podría dar pie para explorar algunos aspectos de su enigmática y nocturna personalidad.

      Otro escritor venezolano –Arturo Uslar Pietri– se referiría de esta forma al expediente de sus nombres falsos:

      A veces para confundir, a veces para ocultarse, a veces, acaso, por la pura dicha de inventar un personaje o de hacer más perfecta e increíble la aventura, es coronel, conde, mártir de la Inquisición, Monsieur de Meyrat, el caballero Meiroff, o, como el anagrama de una novela sentimental, el señor Amindra, pero siempre y en todo momento el caraqueño Francisco de Miranda al servicio de la independencia de América[23].

      El colombiano Ricardo Becerra; el español Antonio Egea López; los españoles de origen Pedro Grases y Carlos Pi Sunyer; los estadounidenses William Spence Robertson y Joseph Thorning; el ecuatoriano Alfonso Rumazo González, y los venezolanos Caracciolo Parra Pérez, Mariano Picón Salas, Ángel Grisanti, José Nucete Sardi, Santiago Key Ayala, Manuel Segundo Sánchez, Héctor García Chuecos, Alfredo Boulton, el Hermano Nectario María, José Manuel Siso Martínez, José Luis Salcedo Bastardo, Josefina Rodríguez de Alonso y Miriam Blanco-Fombona de Hood son autores que llegaron a consagrarse al estudio de Miranda en sus respectivos tiempos. Además, en ciertos casos, tal fue el grado de su aporte que algunas tentativas posteriores (con excepción de lo emprendido por Rafael Pineda en relación con el tema de Miranda y las artes, o por Gloria Henríquez y Miren Basterra en lo que toca a la reordenación de su archivo) pueden ser tomadas como simples variaciones de lo escrito por aquellos.

      Con todo, lo que más tiende a sobresalir por aquí y por allá al revisar buena parte del registro bibliográfico es una visión pintoresca o audaz de Miranda, cuyos disímiles conocimientos le permitían acceder a una posición inusitada y moverse libremente por el universo culto de su tiempo, cautivando por igual a cortes y filósofos gracias a su reputación de hombre ingenioso, de buen conversador y de inteligente hombre de mundo.

      Aun a riesgo de semejantes simplificaciones o lugares comunes, no hay duda de que, al menos cronológicamente hablando, Miranda llegó a ser el primer hispanoamericano que obró dentro de una dimensión internacional. Fue sin duda el primero que incursionó en el juego de la política a ambas orillas del mundo atlántico, intentando derivar de ello un provecho significativo a la hora de estimular la ruptura de los dominios españoles de ultramar, y quien se presentaba como portavoz de un vasto movimiento insurreccional haciendo gala de una sorprendente capacidad conspirativa con la cual movilizó a influyentes amistades, desde la zarina Catalina II hasta los diputados de la Gironda, pasando por los financistas ingleses, los gobernantes británicos de Jamaica y Trinidad, los comerciantes de Boston y los políticos de Washington y Filadelfia[24]. El hecho de que haya visto o tratado de cerca a Jorge Washington, Federico el Grande, Napoleón Bonaparte, el príncipe Potemkin, Thomas Jefferson o Alexander Hamilton dice mucho a este respecto.

      Esta