Edgardo Mondolfi Gudat

Miranda en ocho contiendas


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racional» y se analizan la superstición y el fondo común de impostura que se atribuía a casi todas las religiones, o iniciar al joven Bernardo O’Higgins (más tarde director supremo de Chile) en el ámbito de una logia, o visitar un burdel en Italia y describirlo en su Diario de viajes con el lenguaje más soez y descarnado que cupiese imaginar de parte de un observador del siglo XVIII[25]. Es el Miranda que viaja sin cesar, amparado por pasaportes diversos y quien, luego de casi 30 años de azares (1784-1810), fue tramando una red de intrigas y conspiraciones que desorientaron durante largo tiempo a la diplomacia española.

      Ahora bien, no es cuestión de dejarse ganar por la idea de que Miranda guardó siempre una actitud altiva dada su condición de prófugo de la justicia española o, dicho de otro modo, que se considerara infalible o inapresable ante quienes reclamaban su entrega con el fin de que fuese juzgado por los cargos que pesaban en su contra. Lejos de ello, resulta más que probable que el hecho de cargar con semejante acusación a cuestas lo sumiera a ratos en una profunda ansiedad, alternada con estados de abatimiento y depresión.

      Audacias aparte frente a quienes se empeñaran en seguirle los pasos, o a la hora de hacer su presentación de una corte a otra, o de deambular de un salón en otro, lo que no puede negársele será su persistente empeño por construir complejas redes de contacto a ambos lados del Atlántico y comprender el valor que, como rasgo distintivo de su época, revestía el acopio de información y la actividad publicitaria a los fines de la acción política. Con el correr del tiempo, Miranda se hará cada vez más diestro en tales menesteres.

      A tal grado llegó la obsesión con el «fugitivo» Miranda luego de su ruptura más o menos definitiva con España, en 1783, hasta su repudio absoluto a toda vinculación con la Corona a partir de 1790, que por doquier agentes, ministros y encargados de negocios ante diversas cortes de Europa intercambian inteligencias para gestionar su detención u obtener formalmente su extradición con el fin de trasladarlo a Madrid y someterlo a juicio en razón de una larga lista de insubordinaciones, infidencias y supuestos ilícitos cometidos por el venezolano mientras servía en las Antillas entre 1780 y 1783 como oficial al servicio de Carlos III.

      En cuanto al riesgo que corrió en más de una oportunidad de ser objeto de una orden de extradición, sobresale un caso curioso que bien vale comentar, aun cuando no sin antes hacer una pertinente aclaratoria al respecto. Si en alguna parte estuvo a salvo de semejante riesgo fue en Londres, asiento de su más larga residencia europea, todo ello para frustración de los diplomáticos españoles, los cuales, por más que insistieran en que Miranda había incurrido en graves delitos contra la Corona (al haber faltado a sus deberes como oficial español o al tramar conspiraciones en contra de las autoridades en las provincias americanas), debían tropezarse con los pruritos con que en Inglaterra era venerada la figura del asilo como parte de una tradición liberal muy asentada contra toda persecución por razones de índole política o religiosa.

      Ahora bien, donde las leyes no daban tregua en la isla –basándose para ello en otra premisa imperturbable dentro del firmamento liberal, como suponía serlo el principio de propiedad– era en materia de deudas. Y Miranda, desde luego, era quien –por sus aprietos económicos, su situación por lo general bastante ajustada, o debido a su estilo de vida a salto de mata– más podía temer que, aprovechándose de las disposiciones existentes sobre deudores, las autoridades españolas echasen mano de él, aun cuando se hallara aparentemente a salvo en la capital británica.

      El caso en cuestión figura bastante bien documentado y prueba los riesgos que corrió el venezolano, escaso como llegó a verse de fondos en más de una oportunidad. Se trató para más señas de una instancia que ni siquiera tenía asideros en la realidad y que un testigo resumiría así:

      (…) el embajador de España [en Londres] encargó (…) que se [le] presentase a un español endeudado, que se encontraba hacía ya más de un año en la cárcel, para prometerle su rescate si juraba que Miranda le debía dinero, lo que el otro hizo. Se encontró un abogado que exhibió ante un juez la reclamación del español y obtuvo la orden de arrestar a Miranda[26].

      Lo que lo salvó de este aprieto fabricado por la legación española fue que, entre las protecciones que en el pasado reciente le dispensara la zarina Catalina II, figuraba que las legaciones rusas (incluyendo la de Londres) lo alojasen en sus respectivas sedes cuando el viajero así lo creyera oportuno. Miranda se prevalió de tal privilegio en Estocolmo (octubre de 1787) y de nuevo en Copenhague (enero de 1788). Esa misma prerrogativa la explotó también hallándose por segunda vez en Londres, en 1789, cuando aún no disponía de domicilio propio. Por tanto, el fabricado caso lo sorprendería alojado en la residencia del ministro ruso ante la Corte de Saint James.

      Bien vale la pena escuchar el desenlace:

      El susodicho [juez], habiéndose presentado con su orden de detención en casa [del ministro ruso], Miranda declaró (…) que pertenecía al personal de la Embajada de Rusia y no pudieron arrestarle. Pero temiendo que, a pesar de todo, no le ocurra esto un día, sea de noche, sea en la calle, Miranda [le ha rogado al ministro ruso que] lo inscriba en el registro que los ministros extranjeros comunican al secretario [de Asuntos Exteriores] y que contiene los nombres de todo su personal[27].

      Miranda tendría razones, pues, para jactarse más adelante de decir que había hallado la forma de escapar a la «venganza» de España «por el apoyo decidido (…) de esta mujer célebre»[28]. Tanto así que, como puede verse, la mano larga y generosa de Catalina II hizo posible que Miranda fuese agregado a la lista del personal de la embajada rusa en Londres para que lograra acogerse a la inmunidad que le confería esta figura.

      Se trata sin duda de otra prueba de la alta distinción que le dispensara la zarina y que además, en este caso, ha servido para darles pábulo a las más jugosas fantasías, como las supuestas hazañas de alcoba de Miranda a la hora de granjearse los favores de su protectora, algo que compite también con el poderoso mito que lo señala como afanoso coleccionista de vellos púbicos y otros trofeos de similar naturaleza.

      De acuerdo con Karen Racine, biógrafa de Miranda, la popularización que ha cobrado la idea del Miranda «erotómano», o sea, del depredador incapaz de controlar su libido, ha terminado sirviéndole la mesa a un lamentable estereotipo cultural que, entre otras cosas, oscurece totalmente el hecho de que Miranda fuese –como también lo testimonian las páginas de su Diario y su correspondencia personal– muy sensible y respetuoso de las opiniones femeninas[29].

      Aún más, el mito del erotómano relega a la trastienda lo que, en el caso de Miranda, figura como una auténtica rareza entre sus contemporáneos. Me refiero a lo mucho que hizo por llamar la atención sobre la desvalida condición en que se hallaba la mujer en algunas de las sociedades que llegó a examinar de cerca o, incluso, por abogar a favor de sus derechos, tal como lo hizo mediante un atrevido documento dirigido a la Asamblea Nacional francesa en 1792 proponiendo la concesión de derechos políticos al sexo femenino, considerándolo una necesidad social. Incluso le escribiría lo siguiente a Jérôme Pétion, su amigo girondino y miembro de la Convención Nacional:

      ¿Por qué dentro de un gobierno democrático la mitad de los individuos, las mujeres, no están directa o indirectamente representadas, mientras que sí están sujetas a la misma severidad de las leyes que los hombres hacen a su gusto? ¿Por qué al menos no se las consulta acerca de las leyes que conciernen a ellas más particularmente como son las relacionadas con matrimonio, divorcio, educación de las niñas, etc.? Le confieso que todas estas cosas me parecen usurpaciones inauditas y muy dignas de consideración por parte de nuestros sabios legisladores[30].

      De modo pues que la imagen que ha prevalecido en torno al inescrupuloso seductor de mujeres, una suerte de Lotario como aquel descrito por Cervantes, se aviene mal a la idea antes señalada según la cual, y a diferencia de muchos de sus contemporáneos, las convicciones liberales de Miranda se aproximaban en este caso a lo que debía ser una relación un tanto menos desigual de género en la esfera pública[31].

      Volviendo al caso de la zarina, si algo llama primeramente la atención al respecto es que Miranda, tan afanoso como lo fue para el detalle, no dejó apuntada una sola línea en su Diario de viajes respecto a los supuestos encuentros furtivos con Catalina II, como