de los cuales pudieran derivarse apotegmas y aforismos con fines pedagógicos o de provecho aleccionador. Cuesta extraer de sus papeles –y doy fe de la experiencia– alguna frase deslumbrante o efectista. No hay duda de que, a diferencia del estilo muy galo de Bolívar –febril y verboso–, en Miranda pesa mucho el elemento inglés. En tal sentido, la frase precisa y pequeña, muchas veces fría, con la cual expone sus planes de gobierno o sus proyectos constitucionales (por muy alejados que estuviesen de la realidad), cunde por doquier para desconcierto de quien busque una línea electrizante para plasmarla en un mural o a la entrada de un cuartel.
Existe algo que se complementa con lo anterior, y es que, acostumbrados como nos hemos visto a reconocer a Miranda como patrimonio exclusivo de una época anterior a las formas sociales concebidas por el romanticismo, no hay manera de evitar verlo convertido en una figura hierática y remota, obligado a vivir como contundente ejemplo del racionalismo más antipático (y aquí Bolívar traza una nueva frontera con Miranda y se impone entre nosotros como un exponente de ese brío romántico, de las hazañas demenciales que maravillan y conmueven: «Si la naturaleza se opone», o bien «Vencer, vencer, vencer, esa es nuestra divisa»).
Ciertamente, Miranda perteneció toda su vida al mundo del siglo XVIII de la Ilustración. Pero, en todo caso, el siglo XVIII estuvo muy lejos de ser esa edad que jamás llegó a existir y que una deformante tradición romántica se hizo cargo de describir como la del puro pensamiento abstracto, del predominio de la razón fría sobre el sentimiento. No hay duda de que, siguiendo muy de cerca las pautas intelectuales del siglo XVIII, Miranda se empeñó en ensalzar las virtudes de la observación directa de la realidad a la hora de analizar todo cuanto lo rodeara. También, muy acorde con ese siglo, se esmeró en mantener un encuentro vitalista con los clásicos, simpatizar con el desarrollo, cada vez más sostenido, de las invenciones mecánicas, y, no por último menos importante, privilegiar el valor de la razón como instrumento para ordenar la experiencia.
Sin embargo, pertenecer por temperamento y educación a ese siglo no significaba, entre otras cosas, que en Miranda estuviese ausente el culto a la aventura y otras complejidades propias del siglo XVIII desestimadas por el romanticismo del siglo XIX. No en vano, más de la mitad de su vida (50 años, para ser precisos) se refugian dentro de ese siglo XVIII que fue también el siglo de Cagliostro, del barón de Ripperdá y de Casanova, figuras todas muy emblemáticas de una época capaz de hacer que libertad y libertinaje conviviesen muy de cerca, algo que, por lo general, no transmite la imagen que se tiene acerca de un siglo XVIII exclusivamente amoldado a lo apolíneo.
Dentro de esta historia de lo posible y lo imposible por exaltar a Miranda a los altares republicanos, o de potenciar el sufrimiento trágico de su figura, no puedo dejar de hacer mención al peso que, en la construcción de su máximo grado de martirio, exhibe el célebre cuadro de Arturo Michelena Miranda en La Carraca (1896). Obviamente, si algún propósito tiene esta obra es vincularlo a la tradición hagiográfica que lo sitúa en el epicentro del fracaso (y, más aún, de lo que debía significar su redención para la posteridad). Así, si nos ceñimos a lo que Michelena quiso expresar, el pathos de Miranda se eleva a niveles cuasi siderales.
Al margen de sus indiscutibles méritos artísticos y contundente poderío visual, no hay duda de que este cuadro forma parte de las directrices que gobiernan nuestra percepción del personaje. Tan completamente domina el Miranda en La Carraca el mundo sensorial del venezolano que toda su trayectoria se ve reducida, así, sin más, a la imagen que transmite aquel prisionero abatido por su inmensa carga prometeica. Basta cerrar los ojos para comprobar enseguida lo que se dice. Lo que vemos en la oscuridad de nuestros cerebros es el jergón de paja que ha perdido las costuras y la mirada del reo, llena de tedio, alejada de todo contacto con el mundo exterior. Ahora bien, la dificultad de desafiar esta poderosa imagen que epiloga su tragedia, y que el crítico Rafael Pineda ha querido llamar «su arquetipo iconográfico por excelencia»[18], estriba en el hecho de que niega cualquier otra visión que no lo tenga por símbolo de la más contundente derrota.
De nuevo recurre aquí la sensación de culpa: murió abandonado y en soledad, reducido a grillos, y ni tan siquiera hemos sido capaces de encerrar sus escasos huesos (de ser cierto que sean suyos) dentro de aquel cenotafio que aguarda en el Panteón Nacional. En ese ambiente de La Carraca, tal como lo concibe Michelena, Miranda solo podía envilecerse hasta la muerte, y la tarea del artista consistía en mostrarlo de esta forma rotundamente trágica. Tanto así que la figura de Miranda tendido a cuerpo entero sobre su camastro, con el codo afincado en la almohada y un pie sobre un piso de ladrillos ajado por los años, sobresale visiblemente entre los demás objetos que lo rodean. Apenas una jofaina luce en un extremo del cuadro mientras que, en el otro, un par de libros hacen equilibrio sobre un taburete desmembrado, funcionando a modo de contraste con los grillos de presidiario que penden de la pared del fondo. El cuadro, en resumen, transmite la idea de quien, sin más, ha aceptado el fatal destino de morir en la cárcel como el precio que debía pagar por su irreductible papel de mártir.
Pero, ¿es ello tan cierto? El caso es que, con todo y haberse visto reducido a prisión –tal como lo retrata Michelena–, Miranda no quiso privarse de tener un futuro. O sea, de seguir actuando. Lo cual no estuvo lejos de ser lo cierto hasta el último momento puesto que, como lo observa Manuel Lucena, continuó conspirando para librarse de sus carceleros[19]. Así lo atestiguan las teclas que intentó pulsar primero entre los diputados liberales españoles o, inclusive, al dirigirse directamente más tarde a Fernando VII con el objeto de que se le conmutara la pena por la alternativa del exilio (si bien es cierto que tal propuesta jamás recibió contestación alguna); pero también lo atestigua el hecho de que intentase disponer de la ayuda que le facilitaran sus contactos ingleses con el fin de evadirse de La Carraca.
¿Fueron incluso tales las condiciones reales de su confinamiento, como se traslucen del cuadro? De acuerdo con algunos testimonios más o menos confusos (o, incluso, deliberadamente oscurecidos para acentuar sus condiciones de martirio), Miranda gozaba de cierto derecho de recreo en aquella lúgubre cárcel de las cuatro torres en Cádiz. O cuando no, al menos se sabe con certeza que disponía de un criado (se llamaba Pedro José Morán y fungía a la vez de recadero), lo cual relativiza en cierta forma la inmensa soledad que transmite el lienzo de Michelena. Otra confirmación interesante proviene del propio Miranda en prisión: por carta que le dirigiera a uno de sus interlocutores ingleses, Nicolás Vansittart, en agosto de 1815 (casi un año antes de morir), nos enteramos de que no le permitían leer la Gaceta de Madrid, pero que por «casualidad» (léase por obra de alguna mano amiga) logró conseguir «algunos libros que le hacían pasar el tiempo útil y gratamente», sin que en este caso deje de llamar la atención el empleo del adverbio final. «Así que –concluiría apuntándole a Vansittart– con eso, Ud. puede darse cuenta de que soy digno de menos compasión»[20].
Sería un error suponer que con ello pretendo decir que Miranda murió de manera más o menos feliz en La Carraca. Esto está lejos de ser el punto que se discute, y ni tan siquiera estoy haciendo referencia al caso de su criado, o el de los libros a los cuales pudo tener acceso, solo por poner de bulto la posibilidad de que tales indicios revelen la existencia de un trato menos inhumano o indecoroso durante su cautiverio. Simplemente he querido utilizar el caso del Miranda en La Carraca como ejemplo de la casi indestructible capacidad que tienen los mitos y, más aún, de cómo forman un poderoso sedimento y de cómo sobreviven al intento por cuestionarlos.
No confundamos mitos con valores. Porque no es precisamente que yo le niegue a Miranda el valor de ser un modelo; pero entiendo que una sociedad necesita de una conciencia histórica que la estimule, no que la engañe o degrade. En este sentido, el pensamiento crítico es también un valor sobre el cual deben fundamentarse las sociedades, y a duras penas los individuos pertenecientes a una comunidad determinada pueden elaborar sanamente modelos sobre la base de hipérboles, mendacidades, racionalizaciones infantiles o simplemente –como llevo dicho– de mitos que le sirven de pábulo al culto divino, a la exaltación militarista o a la visión puramente heroica de todo cuanto ocurriera –como en el caso de Miranda– durante los trágicos y violentos tiempos de ruptura que le tocó atestiguar.
Quisiera insistir una vez más en que no he pretendido recorrer todo cuanto informa la larga carrera de Miranda a través de estos ocho asaltos, todos