a cambio valiosa información acerca de la situación militar de Jamaica, así como una relación detallada de sus puertos, bahías, fortificaciones y principales poblados, lo cual acaso le permitiera matizar cualquier juicio acerca de aquellos oscuros negocios de los cuales se le acusaba.
De cualquier modo que fuera, estos líos por obra de trasgresiones y especulaciones, y otra larga acumulación de enojosos incidentes propiciados en gran medida por su carácter atrevido e inconforme, terminarían envolviéndolo en una madeja aún mayor de malquerencias. El carácter insistente de las acusaciones en su contra a raíz de la misión a Jamaica haría que, al iniciarse ya el año 1783, Miranda dudase de la imparcialidad con que podía llegar a ser juzgado en Cuba con arreglo a las órdenes dimanadas del Despacho Universal de Indias. Aun cuando se convino que permaneciera bajo la fianza y custodia de su superior Cajigal, y tal vez convencido de que la favorable disposición de este solo podía proveerle una protección temporal, el acosado subalterno optó entonces por refugiarse en el puerto de Matanzas[76]. Será entonces cuando, al decir de Inés Quintero, tome una determinación que le cambia la vida: decide escapar de territorio español y se esconde hasta conseguir la manera de salir de la isla[77]. Por su parte, María Elena González Deluca lo sintetiza así: «Sin opciones para una efectiva defensa, Miranda consideró que la única manera de eludir la condena era huir; se convirtió así en desertor del ejército español»[78]. El 1.º de junio de 1783 logrará tomar pasaje a bordo de una goleta que lo deposita en Carolina del Norte. Un mes más tarde, cuando ya se halle en tierras republicanas, se emitirá en su contra una sexta orden de captura. Esta vez vendrá firmada por el propio Carlos III[79].
El Diario de viajes
El Diario de viajes de Miranda es quizá uno de los mayores tesoros que de él se conserven y fue precisamente durante su recorrido por los territorios de la confederación estadounidense cuando, en calidad de desertor, siguió cultivándolo con esmero y asiduidad. Anteriormente había dejado apuntes sobre España y, especialmente, acerca de sus campañas en África y en el Caribe. Sin embargo, a partir de este punto (es decir, de junio de 1783, cuando arriba a Carolina del Norte luego de abandonar Cuba de manera furtiva), el tono se hace algo distinto.
Lo que antes no pasaban de ser notas tomadas al vuelo o poco redondeadas o que, incluso, figuraban apenas como un registro más cercano a la minuta que a las exigencias propias del género (como lo revelan, por ejemplo, sus apuntes sobre operaciones militares durante el asedio a Pensacola), la idea de un «diario» cobraría a partir de entonces un grado de mayor significación debido a sus particularidades estilísticas. Ahora bien, conviene precisar que tampoco se trataría de un «diario» en el sentido más cabal del término sino de un enorme mosaico de impresiones. Sin embargo, pese a la prisa con que fue capaz de escribirlas, sus páginas le darían mucha mayor cabida al humor, el desahogo, la paradoja o, incluso, a la nota mordaz e irónica a partir de su contacto directo con la experiencia estadounidense.
Con todo, se tratará todavía de un Miranda inicial, un Miranda en plena etapa de formación. Un Miranda «premirandino», si se quiere, desde el punto de vista de la maduración de sus ideas políticas; un Miranda anterior al hombre de los memorandos, documentos y proclamas, de sus negociaciones con los gabinetes europeos o, dicho de otro modo, al Miranda que se revelaría a través de sus planes de gobierno y proyectos constitucionales. Pero será sin duda ese Miranda el que se asome, más temprano que muchos de sus contemporáneos, como privilegiado observador del emergente ensayo de república en la América del Norte.
Después de todo, apenas siete años habían transcurrido desde que el Congreso Continental adoptara la Declaración de las Trece Colonias de América del Norte e, incluso, la guerra aún seguiría en pie para el momento en que Miranda se viera transitando las regiones de Carolina del Sur (de hecho, el viajero será testigo de la celebración del cese total de hostilidades con Inglaterra, anunciado en septiembre de ese mismo año de 1783). De allí la importancia que se le pueda conferir como uno de los primeros cronistas de aquella sociedad recién emancipada, muchísimo antes de que lo hiciera, aunque provisto de un ojo y un instrumental mucho más ambicioso para ello, Alexis de Tocqueville. Además, según lo apunta Quintero, ese contacto directo tendría mayor relevancia vivencial y política que la contingencia de su participación en Pensacola[80].
Además, y de cualquier modo que se le mire, el Diario constituye el período mejor documentado de su vida, referente no solo a atisbos de carácter intelectual sino a minucias autobiográficas, gustos, intereses, prejuicios y pasiones. Además, aquí quedan registrados sus pareceres respecto a las ventajas y desventajas del sistema estadounidense de gobierno. Entre tales andanzas y observaciones se revelará, por ejemplo, lo mucho que le llamó la atención la forma en la cual la religión jugaba un papel preponderante dentro de una sociedad que se hallaba privada de otros espacios para la interacción social. Y será justamente durante este viaje donde deje especialmente asentadas sus reservas frente al excesivo y enojoso «igualitarismo» que creía observar a su alrededor.
Inevitablemente, a consecuencia de lo anterior, es que queda en evidencia una actitud de reserva hacia ciertas tendencias que, a su juicio, rayaban en los excesos generados por la nueva democracia. Así, por ejemplo, dirá, visitando Boston:
[En] varias ocasiones asistí a la asamblea general del cuerpo legislativo del Estado, donde tuve ocasión de ver patentemente los defectos e inconvenientes a que está sujeta esta democracia (…). Uno [de los miembros] venía recitando coplas que había [aprendido] de memoria en medio del debate que no entendía; otro, al fin de este y de estarse hablando por dos horas del asunto, preguntaba cuál era la moción para votar. (…)
Y si consideramos que toda influencia [está] dada por su Constitución a la propiedad, los miembros principales no deben ser por consecuencia los más sabios [sino] gentes destituidas de principios y educación.
Uno era sastre hace cuatro años (….), otro posadero (…), otro galafate (…), otro herrero, etc[81].
Este es el tipo de puñetazos que Miranda suele descargar en las páginas de su Diario, y que, mal leídas, lo condenan a ser tenido como simple representante de la estratificada sociedad española que había dejado a sus espaldas. Pero el hecho de que profesase admiración a muchas de las prácticas vistas por él en distintas ciudades de la confederación estadounidense no lo eximiría, como en este caso, de consignar algunas opiniones implacables acerca del riesgo de que la democracia terminase dándoles mayor cabida a las opiniones de la clase propietaria que a la de quienes estimaba intelectualmente mejor dotados para conducirla. Sus prejuicios se repetirán a cada rato: en otra etapa de su viaje hablaría por ejemplo de un prodigioso antecesor del submarino capaz de adherirse al fondo de un barco, pero cuyos inventores tan siquiera habían recibido las gracias de parte de aquella novel república. Y al respecto agregaba con el filo de un bisturí: «Viva la democracia».
Pero si algunos de los engranajes de la naciente democracia de los Estados Unidos caerían abatidos bajo su sarcasmo e ironía, su personalidad inquisitiva lo llevará a reservarse otras páginas para referirse en cambio a las bondades del novedoso ensayo como, por ejemplo, en relación con la eficiencia y pulcritud con que las cortes de justicia se hacían cargo de honrar el muy caro principio liberal de la igualdad ante la ley, en contraste con el sistema español, inclusive el francés. Una de las instancias más interesantes en este sentido lo constituye su observación acerca de la suerte corrida por un campesino (al cual calificaría de «rústico republicano») quien pretendió cobrarles un arrendamiento a las fuerzas militares francesas que acudieron en apoyo de los insurgentes y que, en este caso, habían instalado un improvisado campamento en tierras de su propiedad. Pese a que el oficial a cargo del contingente siquiera se dignara a responderle al agraviado, el campesino en cuestión se apersonó al día siguiente junto al sheriff de la localidad, quien no solamente procedió a arrestar al jefe del cantón sino a exigirle que cancelase el canon de arrendamiento correspondiente. Que el derecho a la propiedad fuese respetado aun en tiempos de guerra, y que los nativos lo valorasen como un principio intocable, era algo que debió suscitar de veras la curiosidad de Miranda.
Por otra parte, de acuerdo con María Elena González Deluca, el sistema social no le pareció muy avanzado