Edgardo Mondolfi Gudat

Miranda en ocho contiendas


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los títulos que Miranda pretendía arrogarse para hablar en nombre de todo el continente hispanoamericano. A tanto montaría esta prevención que, cuando en 1798, ya de regreso de su experiencia francesa, Miranda le presentara una copia de la llamada «Acta de París» (documento concebido en diciembre de 1797 y a partir del cual se iniciaba una fase nueva, más colaborativa, orgánica y madura en la lucha orientada hacia el futuro de la América española), el primer ministro se hallaría entre quienes sostendrán que las credenciales de sus redactores parecían descansar sobre la base de una legitimidad bastante dudosa al pretender hablar de ese modo en nombre de «las ciudades y provincias de Suramérica». Además, la red de adherentes parecía más significativa en el papel que en la realidad[90].

      Al referirse justamente al Acta de París –e, indirectamente, a las dudas que abrigara Pitt–, Inés Quintero observa lo siguiente:

      El acariciado proyecto independentista no era ya una iniciativa personal e individual, sino que estaba respaldada por una «junta de diputados» que actuaba respondiendo al mandato de sus coterráneos, aun cuando esta representación no emanaba de ninguna de las provincias ni de ninguna instancia constituida en América para tal fin[91].

      Por su parte, como lo apunta Karen Racine, Pitt podía estar interesado en el contenido de este audaz documento concebido a seis manos por el propio Miranda, el peruano José del Pozo y Sucre y el chileno Manuel José de Salas, actuando todos ellos en calidad de «comisarios de la Junta de Diputados de las Ciudades y Provincias de la América Meridional». Sin embargo, de lo que no estaba totalmente convencido era de la legitimidad con la cual sus autores reclamaban hallarse actuando como voceros reconocidos del mundo español al otro lado del Atlántico. Nada, al parecer, aplacaría las dudas de Pitt en torno a este punto[92].

      Tanto así que, aun cuando Miranda sostuviera con empeño que los criollos de Tierra Firme deseaban comerciar libremente y, al mismo tiempo, que este documento le abría a Gran Bretaña la posibilidad de vincular de manera efectiva a los doce millones de habitantes de la América española con la pujante economía manufacturera de la isla, Pitt sacará a relucir aquel expediente del Acta de París, preguntándose, más allá de las cuidadas formas que exhibiera, qué asamblea o quiénes –a fin de cuentas– les habían conferido poder a semejantes delegados, especialmente a Miranda como autoproclamado «agente principal de las colonias de la América Española»[93].

      Más tarde, luego de sus dos primeras estadías en Londres (1785 y 1789-1791), sobrevendrá no el último pero sí el más ruidoso desencuentro con Pitt, a quien Miranda le exigirá que le devolviese todos los papeles relativos a la América del Sur que había dejado en su poder, los cuales incluían memoranda, mapas, minutas sobre la población y, en medio de tan valiosos documentos, sus planes para formar un gobierno provisorio.

      Como ya se ha dicho, a pesar de los altos y bajos registrados en la relación con Miranda, al Gabinete británico le convenía retener al venezolano como un elemento aprovechable a la espera de los próximos pasos que, en materia de política europea y trasatlántica, pudiese tomar España. De allí que, en Londres, Miranda llegara a recibir una pensión más o menos fija, no obstante lo cual el venezolano debió cifrar mucho empeño a fin de que se le incrementara lo que consideraba poco menos que unos modestos estipendios a cambio de los servicios que creía estar prestándole al Gobierno británico.

      Lo cierto del caso es que, para esa misma época, Gran Bretaña destinaba alrededor de doscientas mil libras anuales para sostener la presencia de emigrados (la mayoría de ellos franceses, huidos a partir de lo ocurrido en 1789) y, sin duda, los servicios de Miranda podían continuar siendo inmensamente valiosos, especialmente en lo tocante a percepciones personales o a la provisión de material informativo, en caso de registrarse una crisis en el mundo americano-español.

      Pese a tales altos y bajos, el Gabinete dirigido por Pitt (de quien tan amargamente se quejaría Miranda hasta el punto de tacharlo en algún momento de ser un «Maquiavelo», pese a que fuera él mismo quien se hiciera cargo de gestionar su tranquilidad económica) le abonaría una pensión por la suma de 1.200 libras en 1790, aumentada incluso, al poco tiempo, a 1.300 libras, provenientes del fondo de gastos reservados al cual se ha hecho referencia para el sostenimiento de emigrados políticos. Si bien el propio Miranda, tan urgido como siempre de dinero, se quejaría de que semejante cantidad no le bastaba para sobrevivir en la siempre muy cara Londres, aceptaría, sin reservas, la asignación que le concediera el Gobierno británico. A fin de cuentas, ese abono sería lo que precisamente le permitiría contar, a partir de entonces, con domicilio propio: su casa ubicada en el N.º 27 de Grafton Street[94].

      Lo dicho con relación a su casa hace prácticamente innecesario aclarar que tal pago no montaba a una pensión modesta. Tomemos, a modo de contraste, lo que recibiera por iguales conceptos Juan Pablo Viscardo y Guzmán, uno de los jesuitas expulsados de América como resultado de la política seguida por Carlos III hacia la Compañía de Jesús, autor de uno de los documentos que más le servirían a Miranda para apalancar su causa (la llamada Carta a los españoles americanos) y quien, a diferencia de muchos de sus correligionarios, resolvió residenciarse en Londres en lugar de Roma o Bolonia. Pues bien, Viscardo y Guzmán recibiría una magra pensión de trescientas libras que apenas le servirían para mal vivir en la capital británica[95].

      También cabe preguntarse si, a cambio de lo que se le confería, el Gabinete británico no esperaba que Miranda actuase con mayor ahínco a partir de entonces como surtidor de material informativo relacionado con los asuntos americanos, promotor de valiosos contactos con otros agentes hispanoamericanos o generador de propaganda útil en contra de la política implementada por los borbones en las provincias americanas. En todo caso, el historiador español Antonio Ballesteros se detuvo a examinar de cerca estos compromisos para luego apuntar, con sobrada razón, lo siguiente: «Ningún gobierno es tan generoso y siempre exige a sus agentes servicios útiles. Lo contrario sería necio. Por tanto, los que luego dirán que Miranda era un espía de Inglaterra quizás no estaban tan descaminados. El creer que trataba de potencia a potencia resulta inocente»[96].

      Apenas un breve incidente (relativo a ciertos derechos territoriales no resueltos en la América del Norte entre España e Inglaterra) avivó los desencuentros con la Corte de Madrid hacia 1790, al punto de hacer que los proyectos de Miranda fuesen tenidos nuevamente en cuenta por parte del Gabinete a cargo de Pitt. No obstante, el caso es que tal discordia fue resuelta sin mayores tropiezos a partir de un tratado que permitió ajustar los puntos en discusión.

      Ahora bien, lo interesante es que el propio Miranda, así como cierta tradición generada a partir de su testimonio según el cual se había sentido «vendido por un tratado de comercio»[97], ha tendido a dramatizar en exceso tal circunstancia. Ello es así puesto que difícilmente podría suponerse que Inglaterra –con una Francia atada todavía al pacto de familia de los borbones en 1790– habría estado dispuesta a entrar directamente en un conflicto armado con España a causa de un tema de aguas adyacentes a las costas de lo que es la actual Alaska. Lo cierto del caso es que un entendimiento práctico al respecto hizo tanto por apaciguar los ánimos entre Londres y Madrid como por posponer la atención que Pitt pudo haberles prestado de nuevo a los planes y tratativas del venezolano, para indignación de este.

      Seguirles la pista a las cuestiones financieras de Miranda resulta ser un asunto complicado, comenzando por las débiles evidencias que pueden recabarse al respecto, más allá de algunas cuentas pormenorizadas que sobreviven en su Archivo. Sin duda, la etapa de su residencia en Londres, ya definitiva a partir de 1800, le permitiría disfrutar de sus años de mayor holgura gracias a la pensión que le concediera, y que de tanto en tanto le incrementara, el Gobierno británico. Ahora bien, y el asunto no es un detalle menor, cabe tener presente que no sería sino al bordear ya la edad de cincuenta años cuando Miranda se acercara por primera vez al goce de cierta seguridad en esta materia[98].

      Con excepción de sus años ingleses, entre 1790 y 1810, y con algunos interludios mediante, el único otro período en el cual se vio suficientemente seguro para sus gastos fue al darse su viaje inicial a España en 1771. A tal respecto, Inés Quintero observa lo siguiente: «Hasta ese momento,