No obstante, los últimos acontecimientos modifican de manera acelerada la situación política y sus planes de viaje: en el mismo mes de agosto se produjo el asalto al Palacio de las Tullerías, la Asamblea Legislativa suspendió las funciones constitucionales del monarca Luis XVI, fueron convocadas elecciones para elegir a los miembros de un nuevo parlamento que recibiría el nombre de Convención Nacional y los ejércitos de Austria y Prusia ya habían traspasado las fronteras de Francia[122].
De modo que la magnitud de la crisis, así como la complicada coyuntura, tal vez expliquen que, tras el ofrecimiento que se le hiciera de ingresar al servicio del Ejército francés, sus cargos fuesen confirmados sin demora por parte del Poder Ejecutivo Provisorio bajo la presunción de que Miranda había servido como brigadier general al lado de los insurgentes en América del Norte. Bien que no quede del todo clara la forma en que se impuso semejante presunción, lo cierto es que el venezolano tampoco hizo nada por desestimularla. Además, destaca un hecho que no deja de llamar la atención: Miranda tenía más de una década sin haber participado en algún lance militar y, si bien su experiencia norafricana y estadounidense se resumía fundamentalmente en lo que fuera el asedio a guarniciones enemigas, no parecía haberse involucrado hasta entonces, de manera directa, en choques armados a terreno abierto[123].
Volviendo al tema de su nacionalidad, Caballero pone de relieve otro detalle que facilitaría de algún modo el deseo de Miranda de integrarse al país revolucionario y hacer que se le juzgara con simpatía en tal contexto o, en el mejor de los casos, como un igual. Este elemento tan característico de aquel momento tiene que ver con la dificultad de precisar quién era francés en 1792 si se toma, a modo de ejemplo, el caso de los provenzales, quienes aprendieron a vivir intensamente sobre el telón de fondo de la Revolución sin que nada los distinguiera como «auténticamente» franceses durante aquella época.
De modo que su adscripción a aquel medio desconocido debe llevar también a preguntarnos, así sea por mera curiosidad, lo siguiente: ¿qué clase de francés hablaba Miranda? ¿Qué nivel de solvencia pudo haber llegado a tener con ese idioma como para impartir órdenes en medio de alguna refriega o para defenderse más tarde de sus acusadores ante el Tribunal revolucionario?
Ciertamente se trataba, como lo fue hasta hace poco, del idioma manejado por las clases ilustradas, y probablemente el propio Miranda no se viera exento de hablarlo a lo largo de sus viajes anteriores a su segunda residencia en Londres y, obviamente, de trajinar su lectura con bastante frecuencia, a juzgar por sus apuntes viajeros.
Quizá importe poco, a fin de cuentas, si Miranda pronunciaba pobre y mal el francés puesto que, en este punto, Caballero trae a colación un ensayo escrito por Eugen Weber, especialista en la historia de Francia, quien, al referirse a lo poco familiar que el idioma podía resultarle a la mayoría de quienes habitaban dentro de los límites históricos de la propia Francia, sostiene que, de hecho, en 1792, el francés era tan extranjero para la mayoría de los provenzales como el senegalés podría serlo hoy en día a la mayoría de los franceses[124].
Habría otro elemento digno de considerar en este caso y que, según el propio Caballero, se resume en el hecho de que los procesos revolucionarios tienden a atraer a los aventureros de todas partes como la miel a las moscas. Ejemplos históricos sobran para confirmar ese valor «ecuménico» que entraña toda revolución; bastaría citar aquí lo que, en los Estados Unidos, llegó a significar el caso del marqués de Lafayette o del general Rochambaud (el mismo que terminaría multado a instancias del campesino al cual se refiriera Miranda en su Diario). Pero también está el ejemplo, mucho más reciente, de las brigadas internacionales en España durante la Guerra Civil (1936-1938) o el papel jugado por el argentino Ernesto Guevara en la Revolución cubana (1956-1959).
Además, si algo confirma que la experiencia francesa también le daría una configuración distinta a lo militar (al enfrentar a soldados profesionales con simples voluntarios o «ciudadanos armados») es precisamente el hecho de que Miranda no fuera el único extranjero que se enroló al servicio de la causa. Henri de Stengel, por ejemplo, era oriundo de Baviera, al igual que Nicolas Luckner, quien, luego de desempeñarse como primer comandante del Ejército del Rin, acabaría siendo ejecutado durante el período del Terror. François Kellermann era alsaciano. Claude Fournier (apodado «L’Américain») era estadounidense, al igual que Moultson, quien actuaría como comandante de la flota de Amberes. Por su parte, el general Joseph de Miaczynski era polaco, mientras que Charles Edward Jennings de Kilmaine era dublinés; los oficiales Money, Keating, Seldom y Lich eran ingleses; Deprés-Cassier era suizo y Stettenhofen nada menos que austriaco. Pareciera entonces que, en un momento en el cual la guerra se libraba a fuerza de puro voluntarismo revolucionario, la nacionalidad de origen fuera quizá lo que menos podía importarles a tales oficiales que, como puede verse, formaban legión.
En esa Francia de identidad revuelta se le invitaría entonces a Miranda a formar parte del ejército revolucionario, proveyéndosele además de un ventajoso grado militar por una simple razón numérica: de un total de 15.000, la oficialidad francesa había quedado reducida a unos 6.000 integrantes. Esa falta de disponibilidad se explica porque una buena cantidad de ellos eran de origen noble y, por tanto, habían renunciado a sus comisiones, se les había depurado de filas o, simplemente, habían emigrado a causa de la Revolución. Miranda se mudará entonces con armas y bagaje al frente puesto que cree, a la larga, que este paso podría asistirlo en sus planes autonomistas referentes a la América española. Así, pues, declararía comprometerse a favor de la república francesa siempre y cuando su proyecto fuese debidamente considerado por el partido de la Gironda que predominaba en ese momento en el poder y que, por si fuera poco, actuaba como asiento de los mejores y más cultos propagandistas de la Revolución[125].
Como resultado de lo anterior, sería precisamente durante esos meses iniciales (cuando Miranda ya se hallaba bajo el mando de Charles Dumouriez, un oficial mucho más competente de lo que le reconoce la tradición y, desde luego, casi toda la historiografía mirandina) que tuvo lugar una fugaz y mal concebida iniciativa que no se correspondería exactamente con sus expectativas en relación con la América española.
El caso es que el Ministerio de Guerra, por sugerencia de Jacques Brissot (chef de file de los girondinos), propuso que se nombrara a Miranda al frente de una expedición destinada al Caribe en procura de asegurar que la Francia revolucionaria –ya bastante metida en una guerra de múltiples frentes– reafirmase el control y dominio metropolitano sobre la parte francesa de Santo Domingo (Haití). Con ello –sostenían los promotores de semejante plan– «Miranda se convertirá en el ídolo de las gentes de color y enseguida podrá, con facilidad, sublevar las islas españolas o el continente americano que España posee». Fue sin embargo el propio Miranda quien, con cautela y tacto, se hizo cargo de objetar el proyecto argumentando su total desconocimiento del Caribe francés y, especialmente, de la situación imperante en aquella isla.
Ciertamente, desaparecido su optimismo inicial con respecto a lo que podía significar el interés de los girondinos por el tema de la América española, tal como él mismo lo había planteado, Miranda se mostró poco dispuesto a comprometerse con lo que, a su juicio, lucía en cambio como un proyecto inseguro y poco probable[126]. En el fondo –y más importante quizá– fue que logró desembarazarse de esta forma de todo cuanto significara el hecho de participar de una acción militar que lo alejaba bruscamente del teatro europeo, en el cual apenas había comenzado a actuar como oficial francés. Aparte, pues, de lo que podía significar una reducción de sus activos en la órbita militar, el plan en cuestión lo colocaba a remota distancia del sentido original de cuanto él mismo propusiera con relación a la América española y sobre lo cual había insistido desde su llegada a París. De tal modo, el plan girondino lo alejaba tanto de sus propias ideas autonomistas como lo acercaba al riesgo de verse prestando su concurso en un choque donde, a fin de cuentas, lo que prevalecían eran los cálculos franceses con relación al continente americano y, especialmente, en desmedro de los dominios españoles.
Esto, en otras palabras, habría significado que Miranda se viera comprometido en una contienda ajena, estrechamente ligada a las rivalidades históricas que Francia había librado con otras potencias en el mundo del Caribe. Aún más, y como lo sostiene Parra Pérez, probablemente el propósito