quien se ocupa de llevar las cuentas de manera minuciosa»[99]. No en vano, dado el hecho de verse aprovisionado por la familia, esos fondos bastante generosos desembolsados por su padre –gracias al carácter más o menos próspero de su comercio en el ramo de enseres– le permitirían a Miranda, además de cubrir los gastos relativos a su indumentaria y la contratación de maestros particulares, costearse un grado de capitán por la cantidad de ochenta y cinco mil reales de vellón, en 1773[100].
Descontando los pagos que se le efectuaran durante sus años de servicio en África del Norte y el Caribe (a lo cual tal vez debieron contribuir algunas adiciones de origen dudoso pero que, en todo caso, como se ha dicho, formaban parte de una práctica común entre la milicia española), el resto de esa etapa de casi treinta años (1773-1800) permanece precariamente documentado, con excepción de su soldada, bastante mal honrada por cierto, como voluntario al servicio del ejército revolucionario en Francia, entre 1792 y 1793. Si se le presta cierta atención al caso, podrá verse con facilidad que su empeño por reclamar las sumas que le adeudaba el Gobierno francés montó a una lamentable antítesis de lo que fuera su actuación dentro de los más altos rangos del ejército revolucionario[101].
De hecho, aparte de lo que a duras penas obtuviera en reclamo de tales servicios como oficial, Miranda hubo de buscar sustento en lo que pudieran proporcionarle sus casi extintos amigos del partido de la Gironda al término del régimen del Terror. Existe sin embargo un detalle que no deja de llamar la atención en este caso. Algunos de quienes lo visitaron más tarde, al salir con bien del juicio seguido en su contra por el Tribunal Revolucionario (1793), atestiguan de la calidad de las obras de arte y ornamentos que había llegado a atesorar. ¿Cómo o de dónde los obtuvo? Alguien tan reticente a la hora de admitir cualquier actitud cuestionable de parte de Miranda, como Caracciolo Parra Pérez, no duda en insinuar que pudo tratarse en este caso del resultado de los despojos practicados en Bélgica, aun cuando enmarque lo actuado dentro de cierto tono de indulgencia, afirmando que el saqueo formaba parte de una costumbre bastante extendida entre los jefes militares en todas las épocas[102].
El tema y, especialmente, lo relativo a sus peores temporadas de escasez, suscita una enorme curiosidad entre todo aquel que se haya aproximado a Miranda. Si en algún punto cabe decir algo en firme (a la vista de lo que Quintero califica como «su insólita habilidad para conseguir que le prestaran dinero»[103]) es en relación con su etapa viajera (1784-1789), durante la cual el venezolano prestó invariable atención a quienes pudiesen resultarle útiles a la hora de sortear sus gastos en cualquier escala de la ruta. En este sentido, según su biógrafo Thorning, Miranda desarrolló una asombrosa habilidad a la hora de procurarse cartas de presentación o de anticiparse a las conexiones útiles que pudiese entablar con los círculos comerciales y bancarios en las ciudades que pretendía visitar.
De hecho, esas cartas de presentación, usadas a lo largo de la ruta, le proporcionarían acogida y cierto alivio material adondequiera que fuese. Unos amigos lo referirán a otros y, así (llegando incluso a niveles bastante altos en muchas de las localidades que visitara), siempre habría alguien dispuesto a escuchar las curiosidades relatadas por el viajero, o de entretenerse con su erudición o apostar a su papel como agente de un mundo que no había nacido todavía. Aparte de todo ello, aunque también a la hora de vivir de fondos prestados, Miranda debió ser, sin lugar a dudas, un surtidor inagotable de anécdotas y fantasías. Vale por lo redonda esta estampa que suministra Quintero:
Definitivamente debía ser un sujeto de un carácter excepcional, entrador, extrovertido, sin complejos, entusiasta y vehemente en la presentación de sus ideas y proyectos, insaciable en su curiosidad, conocedor y conversador sobre las peculiaridades y vicios de las provincias americanas, elocuente, cautivador y seductor, además de bien parecido y cuidadoso en el vestir, con un poder de convencimiento y persuasión envidiables[104].
Al mismo tiempo, el afecto circunstancial de ciertas damas de la nobleza (seducidas seguramente por obra de sus encantos personales) pudo ayudarlo a salir librado de sus aprietos económicos, como también pudo haberlo hecho en alguna ocasión la simple colecta, tal como le ocurrió en Kiev, donde un grupo de lugareños le echó una mano en materia de provisiones –quesos, jamones, cerveza– a fin de que pudiese continuar su viaje hasta Moscú[105]. En San Petersburgo, por ejemplo, el cónsul belga le facilitó algunos ducados provenientes de su propio bolsillo[106]. Consta además que uno de los momentos en que se vio más favorecido fue cuando la zarina Catalina extendió a su favor una carta de crédito por diez mil rublos[107].
Desde luego, nada de lo dicho debió impedir que conociera temporadas de verdadera sequía financiera. Pero lo sorprendente es que, sin importar donde fuese, Miranda lograría trajearse y refinanciarse y, sobre todo, gastar con largueza, especialmente en libros, obras de arte y artículos personales. Los aprietos en tal sentido debieron ser muchos, pese a la ayuda que, mucho antes de que así lo hiciera formalmente el Gobierno inglés, le brindaran algunos amigos en concepto de préstamos y adelantos, probablemente sin mayores perspectivas de recobrarlos en su totalidad. Hablamos en este caso del comerciante John Turnbull (quien le destinaba cincuenta libras mensuales) y, más tarde, de Nicolás Vansittart (futuro lord Bexley, cuando actuase como canciller del Exchequer), quien solía girar letras de crédito a su favor. Que el tema fuese motivo de preocupación entre sus allegados lo testimonia, por ejemplo, una carta del propio Turnbull, escrita en marzo de 1790: «Sinceramente, mi estimado Señor, quisiera recomendarle que piense un poco en sus recursos futuros»[108].
De acuerdo con Joseph Thorning, resulta innegable (al menos hasta que se hicieron los arreglos que le permitirían recibir una sólida fuente de ingresos pagaderos de manera regular) que la irascibilidad que se trasluce de su correspondencia durante ciertos períodos de su vida podría atribuirse a los problemas monetarios que confrontaba[109].
Incluso, ya radicado en Londres, cierta tradición insistirá en que redondeaba su situación financiera a fuerza de dar lecciones particulares de matemáticas (algo bastante dudoso, por cierto). Pero lo más importante –y cierto en todo caso– es que logró, como se ha dicho, que se le proveyera de una pensión permanente. Es probable que en Londres viviera también, entre bailes y banquetes, de los salones de las representaciones diplomáticas (de la legación rusa y estadounidense, principalmente), capaces de renovarle valiosos contactos y oportunidades de crédito.
De que mantuvo un estilo de vida más o menos regalado entre objetos de lujo y obras de arte (algo que seguramente no le fue fácil costear) lo demuestra su descomunal biblioteca personal reunida en Grafton Street. También es indicativo de la acumulación de tesoros personales el hecho de que en su primer testamento, otorgado en Londres en 1805, antes de partir en su expedición contra Venezuela, declarara haber dejado al cuidado de un amigo en París, y de su también amigo y otrora defensor Chaveau Lagarde, la colección de pinturas, bronces, mosaicos, aguafuertes y estampas a la cual se ha hecho referencia.
Todo cuanto recabara para el bolsillo resultaría insuficiente, como sería lógico suponer, para alguien que gustaba contar, además, con los servicios de un secretario y la ayuda de algún criado (en Londres, su criado de más larga data será el sueco Andrés Fröberg, a quien Miranda molerá a palos en más de una oportunidad a causa de sus intempestivas borracheras[110]). En todo caso, tampoco escaparía de aquellos azares la necesidad de empeñar sus propios bienes (incluyendo en algunos momentos parte de su biblioteca y los muebles de caoba, la loza, las alfombras, los lienzos, las esculturas y otros enseres de la casa de Grafton Street). Incluso, a tal grado montaban sus deudas que en cierta oportunidad llegó a deberles a sus libreros, o a los dueños de librerías de rebusca que solía merodear en la capital inglesa, un total de cinco mil libras[111].
Los biógrafos y estudiosos de Miranda de origen español o hispanoamericano suelen ser bastante desaprensivos a este respecto, sobre todo los de viejo cuño, proclives a entregarse a interpretaciones providencialistas o teleológicas con respecto a la carrera de Miranda, al punto de considerar este aspecto de su vida personal como algo totalmente subalterno. Los sajones, en cambio, han tendido a mostrarse más atentos a la suerte que lo llevaran a correr sus apremios y obligaciones financieras. Por ejemplo, así como lo ha hecho con respecto a la trampa que, en materia de estereotipos culturales, pudiese continuar planteando su proverbial libido, Karen Racine ha puesto el ojo en esa serie de desajustes