sonrisa de la guillotina
Harto de aguardar por la concreción de sus planes, Miranda parte de Londres con destino a París en marzo de 1792, alojándose en el Hotel Deux Écus, calle De la Tour. Desde entonces y hasta que cruce de vuelta el canal de la Mancha en 1798 (portando a tales efectos una peluca y anteojos verdes y provisto de un pasaporte alterado mediante el uso de ácido muriático oxigenado[112]), serán los años signados por su resbaladiza y peligrosa relación con la Revolución Francesa, tiempos en los cuales estuvo preso y corrió el riesgo de ser ejecutado. Y si bien, al decir de Inés Quintero, logró salir con vida de semejante trance, lo hizo con las manos vacías, puesto que jamás logró persuadir a los franceses de que se interesaran realmente en su proyecto[113]. A Miranda esto le servirá a la larga para rectificar creencias y también, por cierto, para curarse de profundos desengaños. Por algo, escaldado a raíz de tal experiencia, apuntaría más tarde: «Dos grandes ejemplos tenemos delante de los ojos: la Revolución americana y la francesa; imitemos discretamente la primera; evitemos con sumo cuidado los fatales efectos de la segunda»[114].
Dos razones, al menos entre las menos vagas, pudieron haberlo conducido a París: por un lado, su siempre proverbial amigo desde los tiempos de Cádiz (John Turnbull) continuaba manteniendo relaciones de trato comercial con algunos agentes en Francia, aun en medio del fermento revolucionario; por el otro, es posible incluso que Miranda hubiese llegado a tener algún contacto con Jérôme Pétion y otros dirigentes del sector girondino que se hallaron de visita en Londres en noviembre de 1791. En todo caso, su primera aproximación a las autoridades francesas obraría casi a modo de tímido globo de ensayo, pues todo parece indicar que su papel era el de ser un mero observador de los acontecimientos que se suscitaban en París.
Ahora bien, la pregunta obligante es ¿por qué Francia? El historiador Manuel Caballero se ha hecho cargo de responderla del siguiente modo: «Por Francia misma, aunque suene a perogrullada». «Ese país –continúa observando– no es solamente el faro intelectual de Europa, la patria de la Ilustración, sino una gran potencia comparable a Inglaterra y a Prusia». Respecto a esto último, puede que Caballero esté totalmente en lo cierto como hecho objetivo, es decir, si comparamos estadísticamente los recursos materiales, económicos y humanos con que contaban las tres naciones aludidas.
Sin embargo, también resulta razonable insistir en el hecho de que cuando Miranda sale de Londres en marzo de 1792 lo hace, más que por obra de una convicción, como un gesto de desesperanza, harto como se hallaba –y como lo estaría muchas veces en otras latitudes y momentos de su vida– de esperar por una aceptación de sus planes. Además, si algo intriga de este interludio francés es que Miranda había cultivado, desde mucho antes, profundos prejuicios y antipatías hacia la política francesa, por no hablar de lo que revelan sus propias anotaciones de viajes, en las cuales habría de referirse en algún momento a la forma en que «la maldita frivolidad gálica ha contaminado al género humano».
En este sentido, su Diario personal está lleno de alusiones despectivas hacia todo lo francés; incluso, en una oportunidad, calificó a Francia como una nación esclava de la moda y afirmó estar de acuerdo con el novelista Pierre Choderlos de Laclos, el célebre autor de Relaciones peligrosas, con respecto a que Francia había pasado de la infancia a la decrepitud sin haber alcanzado jamás la madurez[115].
Esto último puede sonar un tanto destemplado, producto quizá de alguna incomodidad o circunstancia pasajera experimentada por el viajero durante los momentos en los cuales recorría parte de la Francia «prerrevolucionaria» (enero-junio de 1789). Pero si nos detenemos a juzgar con cuidado la forma en que, más tarde, llegaría a apreciar el desenvolvimiento del sistema constitucional británico, cabe advertir que Miranda debió sentirse mucho más cómodo, en términos del modo en que entendía las formas liberales europeas, o de sus afinidades políticas, o de sus creencias en torno a la libertad racional y de ideario de gobierno, habitando espiritualmente al otro lado del canal de la Mancha.
Vale acudir a este respecto a lo que observa Karen Racine: «Para Miranda [cruzar las fronteras mentales entre Inglaterra y Francia] debió ser una decisión difícil de asumir. Durante toda su vida adulta se había sentido inclinado hacia las formas anglosajonas de democracia constitucional y, a pesar de sus claras simpatías republicanas, se veía generalmente más conforme con el modelo monárquico británico que con el de los Estados Unidos»[116].
Habría –sí– que concordar con Caballero en que, por muy poco complacido que luciera frente a lo específicamente francés, o por mucho que le costara superar ciertas aprensiones personales hacia Francia, Miranda había nutrido significativamente su repertorio de lecturas a partir del contacto con los autores de la Ilustración francesa. Pero al final, prosigue Caballero, existe otra razón que explica con un poco de mayor claridad su decisión de tirar esa parada que por poco le cuesta la vida: la Revolución misma.
En este punto también convendría precisar lo siguiente: para el momento en que Miranda se enrola en la aventura francesa, mucho de cuanto en Inglaterra llegara a interpretarse como los «excesos» de la Revolución derivaría de hechos que no se habían verificado aún (nos referimos con ello a las pavorosas masacres de septiembre de 1792 o, incluso, la ejecución de Luis XVI y, más tarde, de María Antonieta, o la política del «Terror», incluyendo la instalación del tribunal ad hoc ante el cual debió comparecer el propio Miranda).
Esto tiene mucho que ver, por tanto, con el grado de simpatía con que la revolución era juzgada todavía entre algunos círculos londinenses, muy a pesar de los desengaños que posteriormente produjera el proceso. En otras palabras, el hecho de que más tarde esos mismos círculos se vieran terriblemente impresionados con la «carnicería jacobina», o que la dinámica producida por la Revolución los llevara a colocarse del lado de su propia Corona frente a lo que lucía como una confrontación cada vez más inminente con Francia, es otra cosa. Lo que cabe destacar es que, en esa Inglaterra anterior a la partida de Miranda, no todos tocaban el clarín de alarma en contra de Francia e, incluso, lo más correcto sería subrayar que muchos panfletistas aplaudieron sin reservas la causa de la Revolución y la defendieron a través de apasionados libelos.
Además, para mayores muestras, algo dice a tal respecto lo que llegara a ser la creación por aquel entonces en la capital británica de una Sociedad de Amigos del Pueblo y otra de similar catadura que llevaba por nombre Sociedad de Estudios Constitucionales (ambas voceras de la causa francesa), algunos de cuyos miembros llegaron a entrar en estrecho contacto y amistad con Miranda[117]. Así, pues, nada de extraño tiene el hecho de que, a despecho de todo, un anglófilo a ultranza y admirador profundo de la tradición británica como Miranda fuese sensible a tales simpatías.
Al margen, pues, de la impaciencia de la cual pudo verse colmado por obra de las dilaciones que imponía el Gabinete británico, Miranda se asomaría y tentaría su suerte en un contexto que Caballero resume así:
Desde su comienzo, se vuelcan hacia Francia las esperanzas de todos los que, de una manera u otra, quieren liberarse de algún yugo, sea nacional, político o religioso. (…)
El sueño de todo revolucionario, y también de muchos simples aventureros, es poder cumplir con el mandato coránico de la peregrinación a la meca de la revolución: París[118].
De modo que tal inmediatez, así como todo cuanto de palpable estaba ocurriendo en la vecina Francia, lleva a suponer que Miranda no se perdería la oportunidad de ser espectador de semejante revolución[119].
A estas alturas también sobresale otro asunto que no debería pasarse por alto. Nos referimos a su nacionalidad de origen, la cual no pareció obrar como un estorbo, y mucho menos como un prerrequisito, a la hora de decidirse a participar en aquella empresa y ofrecerle su experticia militar al Gobierno francés. Tan cierto es ello que, según el historiador estadounidense Joseph Thorning, ni siquiera sus más allegados entre las filas girondinas tenían una noción lo suficientemente clara o precisa acerca de sus orígenes y anteriores servicios[120].
De hecho, vale precisar lo siguiente: Miranda había arribado a Francia en calidad de observador, sin que nada presupusiera hasta ese punto su involucramiento directo en el drama político francés. Tanto así que, ya