de mi novio, por supuesto.
—¿Por qué? —se cruzó de brazos él.
—¿Por qué? —pareció estar nuevamente confundida—. Me parece obvio.
—Pues a mí no, así que, ¿por qué no me lo explica? ¿Qué motivo podría tener para viajar miles de millas a ver cómo arrestan a una mujer?
Ella le dio la espalda y se inclinó para buscar algo en el avión. Nick intentó no mirar su redondo trasero con los pantalones cortos, pero no pudo hacerlo.
Ella se enderezó, sacando una bolsa de viaje, de la cual, tras buscar un poco, sacó una cámara.
—Podría sacar una foto —dijo—. Tal como le he explicado, lo he contratado a usted como regalo de boda para Lucas, mi novio. Pero no se lo he dicho todavía, ya que es una sorpresa, así que podría tomar una fotografía para probarlo, ¿comprende?
—No —dijo él—. No sé a lo que se refiere. Acaba de inventarse lo de tomar una foto. Todavía no me ha dicho por qué está aquí.
Ella volvió a meter la cámara en la bolsa, se la colgó del hombro, elevó la barbilla en son de desafío y lo miró directo a los ojos.
—Tengo que estar aquí.
Sus ojos eran decididamente verdes, incluso en la oscuridad creciente. No eran gris verdosos como el musgo, ni azul verdosos como el océano, sino verdes como las copas de los árboles en el verano cuando los sobrevolaba. Sintió la necesidad de sumergirse en sus profundidades, de asegurarle que no le importaba por qué había ido hasta él, que se alegraba de que estuviese allí.
Se llamó al orden mentalmente. No era su estilo dejarse dominar por las hormonas de esa forma. Estaba molesto de que ella estuviese allí, no contento.
—Abbie Prather no está aquí —gruñó, irritado de la misma forma consigo mismo que con ella—. Se mudó en 1976.
—¡Oh, no! ¿Quiere decir que la hemos perdido? ¿Qué vamos a hacer ahora?
Ella parecía tan desolada que sintió un deseo irracional de tranquilizarla, de solucionarlo, de cuidar de ella.
Era un detective privado, a quien había contratado, tuvo que recordarse. Recoger información, conseguir datos, eso era lo que hacía. No se involucraba en los problemas de la gente.
—Nosotros… yo, no la he perdido. Tengo su nueva dirección en Nebraska. Me iré esta noche para allí en cuanto usted se meta de nuevo en su avión alquilado y se vuelva a Briar Creek.
—Ah, pues bien, verá… —comenzó ella, sin mirarlo a los ojos— mi piloto se ha tenido que volver a casa porque es el cumpleaños de su hijo, así que me iré con usted a Nebraska y entonces estaré con usted cuando encuentre a Abbie después de todo.
—¡No puede hacer eso! —protestó Nick, sintiendo que el pánico lo invadía. Necesitaba su tiempo solo. No podía tener a un cliente pegado a la nuca, y menos todavía un cliente de largas piernas doradas y labios llenos.
—¿Por qué no? —preguntó ella.
—Mire, señorita Brewster…
—Analise. Tendríamos que tutearnos si vamos a ir a Nebraska juntos en ese avioncito de juguete.
—No vamos a ir a ningún lado en ese avioncito… en mi avión —Nick se pasó los dedos por el cabello y negó con la cabeza—. Abbie Prather no es una amateur. Robó veinticinco mil dólares del banco donde trabajaba, falsificó registros bancarios para incriminar al padre de su novio y obtuvo documentación para cambiar su identidad por la de June Martin. Eso lo hace alguien que sabe cómo jugar el juego. ¿Qué le hace pensar que se ha quedado en Nebraska más que un par de años? Le dije cuando acepté el caso que era muy difícil porque era muy antiguo.
Analise se cruzó de brazos, levantando con ellos sus pechos, que se levantaron y quedaron apretados entre ellos, con la sedosa tela de la blusa marcando cada curva. Él había pensado que la noche veraniega estaba refrescando, pero eso fue antes de que Analise se cruzara de brazos.
—No hay ni motel ni dónde alquilar un coche cerca de Casper —le dijo ella con firmeza—. El hombre de la oficina me lo ha dicho. Así que, a menos que pretendas que pase la noche en esta dura y fría pista donde probablemente hay serpientes de cascabel, tendrás que llevarme a Nebraska.
Nick se dio cuenta de que ella tenía razón. Sus planes de un vuelo pacífico y solitario para relajarse salieron volando. No tenía alternativa. Levantó las manos resignado.
—¡De acuerdo, de acuerdo! Te llevaré a Nebraska y mañana harás planes de cómo volverte a tu casa.
—De acuerdo.
—Y no vas a seguir conmigo de aquí para allá detrás de Abbie Prather.
—Ya he dicho que de acuerdo, ¿qué te pasa?
No estaba seguro de creerla. Sentía temor e ilusión a la vez por volar a Nebraska con ella en su avión. Eso era lo que le pasaba.
—Siempre que quede claro que no estarás presente cuando encuentre a Abbie Prather.
Ella no respondió.
—Para eso me has contratado, así que mañana no vendrás conmigo y listo —dijo él, subiéndose al avión. Se sentó en su asiento, pero ya no le resultó tan cómodo, como si la intrusión de Analise lo hubiese alterado físicamente. Ella entró y se sentó junto a él, cerrando la puerta. Qué extraño que nunca antes se hubiese dado cuenta de lo pequeña que era la cabina, lo cerca que su asiento se encontraba de el del pasajero. Se ajustó el cinturón de seguridad y comenzó el rutinario chequeo, haciendo un esfuerzo consciente para ignorarla.
En cuanto el motor comenzó a rugir, Analise sacó una bolsa de patatas fritas de esa enorme bolsa de viaje, la abrió y comenzó a comerlas ruidosamente.
—¿Podrías hacer menos ruido? No puedo oír el motor.
—Perdona. Me pone nerviosa volar, así que trato de distraerme.
¡Genial!
—¿Tienes una chocolatina o algo un poco menos ruidoso?
—Supongo que no tendrás ese mal genio de aquí a Nebraska, ¿no?
—Pues sí —le aseguró—, y peor todavía. Por cierto, nunca me dijiste cómo te metiste en mi avión. Estoy seguro de que dejé echada la llave.
—La abrí con una ganzúa —le quitó ella el papel a una chocolatina—. Tuve un novio en la universidad que me enseñó.
—¿Saliste con un criminal?
—¡Por supuesto que no! Richard era un policía de la secreta. ¿Quieres una chocolatina? Tengo muchas.
—No, gracias —masculló él. Se le habían agarrotado los músculos del cuello nuevamente y sentía el dolor de cabeza amenazándolo detrás de los ojos.
Intentó concentrarse en las cosas que le encantaba de volar, especialmente volar por la noche: la sensación de libertad, de aislamiento y serenidad. Durante las siguientes ciento y pico de millas, la tierra allá abajo estaría completamente a oscuras, excepto por algún coche o casa. No habría luces de ciudad, nada a la redonda en el norte, sur, este, oeste, arriba o abajo.
Nada más que Analise con sus generosos labios que mordían la chocolatina y sus largas piernas que cruzaba hacia un lado con recato, pero que no tenían ningún aspecto de ser recatadas. Analise Brewster sentada a unas pulgadas de él, tocándolo con los aromas entremezclados de madreselva y chocolate.
—Siéntate derecha y ajústate el cinturón —le dijo con rudeza.
Ella respondió con tanta rapidez, que lo hizo sentirse culpable de haberle hablado de esa forma.
El avión comenzó a rodar por la pista mientras él hacía el chequeo de los instrumentos y tomaba el micrófono para anunciar su intención de despegar a los aviones