Diana Wang

Los niños escondidos


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la Ley, los Diez Mandamientos, aún hoy la legislación básica para la convivencia entre los humanos.

      Hay en la historia bíblica de Moisés muchos aspectos que identificamos en los “niños” escondidos. Todos ellos, como se verá, fueron rescatados de una muerte segura, tocados por un milagro inesperado. El nazismo, este nuevo Faraón, este nuevo Herodes, decidido a eliminar a los judíos de la faz de la Tierra (Europa era tan solo el primer paso, el Plan Maestro era la conquista del mundo), decretó la aniquilación de los niños como objetivo central. Aunque no es este un libro que cuente la historia del nazismo, ni de la Shoá, ni de la insensatez de cualquier guerra, es tal el absurdo y el horror de la formulación precedente –me refiero a “la aniquilación de los niños”– que es indispensable una mínima información contextual.

      LAS DOS GUERRAS DE LOS NAZIS

      Los nazis emprendieron dos guerras bien diferenciadas, dos guerras que en algún momento hasta llegaron a competir entre sí. Una, la que conocemos como la Segunda Guerra Mundial, los enfrentó entre el 10 de septiembre de 1939 y el 8 de mayo de 1945, unidos a Italia y Japón, a los gobiernos aliados de Inglaterra, la Unión Soviética y los Estados Unidos, que se sumaron al conflicto después del ataque a Pearl Harbour en 1941. Fue la guerra “tradicional”, es decir, con pactos políticos, conquistas de territorios, batallas, prisioneros, bombardeos, estrategias, espionajes, muertos y heridos, victorias y fracasos. Se estima que murieron en su transcurso cerca de 50 millones de personas.

      La otra fue la guerra contra los judíos. Emprendida contra un pueblo sin armas ni territorio ni posesiones valiosas, un pueblo definido como enemigo interno, “elemento contaminante” de la “pureza racial” que debía ser destruido de raíz. La guerra contra los judíos comenzó seis años antes de la declaración de la Segunda Guerra Mundial. Coincidió con el ascenso de Adolf Hitler al poder en Alemania, en 1933, y duró hasta el fin de las operaciones bélicas en mayo de 1945. Incluyó a casi todo el territorio de Europa. Esta guerra no pretendía, como cualquier guerra convencional, la conquista de territorio, la conversión ideológica o religiosa, la rapiña económica, algún tipo de ventaja tecnológica, geopolítica o de otro tipo. No proclamaba razones religiosas ni buscaba reivindicaciones o venganzas por hechos sucedidos en el pasado. Fue una guerra cuya única pretensión era la desaparición de un grupo humano.

      El odio a los judíos, conocido como judeofobia, ha sido parte de la identidad europea cristiana. Adoptó un nombre pretendidamente científico y más respetable cuando pasó a llamarse antisemitismo, concepto acuñado en la segunda mitad del siglo XIX. Durante el régimen nazi, las teorías antisemitas fueron profusamente difundidas; muchos las tomaron por ciertas y muchos otros, sumidos en el sistema de terror, delaciones y control estatal, temieron expresar a viva voz su oposición. El delirio fue imparable y de él fueron cómplices voluntarios o involuntarios gran parte de los pueblos tanto de la Europa “culta” como de la Europa “ignorante”. Europa se sumó, por acción u omisión, a la persecución, delación y asesinato masivo e indiscriminado de todos los judíos, en especial de los niños.

      LAS CATEGORÍAS “RACIALES”

      La ideología nazi se centró en el concepto de raza y en la utopía que supuso cierta reingeniería social, la construcción de una sociedad perfecta habitada por seres superiores. En la cima de esta supuesta perfección se ubicaban los miembros de la “raza aria”. Tanto el concepto de “raza” como el de “ario” carecen de sustento científico y forman parte del gran fraude difundido por el nazismo. Por ejemplo, la palabra ario proviene de la lingüística. Existen lenguas arias, de raíz indoeuropea, y lenguas semitas (hebreo, árabe, arameo) pero no existe una estructura aria o semítica aplicable a la biología y menos a la genética. Los nazis trasladaron por arte de magia el concepto del campo de la lingüística al de la biología. Así lo ario y lo semita se transformaron en elementos supuestamente presentes en los genes y, en consecuencia, hereditarios e inmodificables.

      En esta transpolación de una disciplina a otra, lo ario y lo semita fueron investidos de un aditamento nuevo: una jerarquía y un valor. Pensado desde la biología y la intención de “mejorar la raza”, la “raza aria” era definida como superior mientras que la “raza semita” era inferior. Se entendía “semita” como judío, en consecuencia “antisemitismo”, en vez de oposición a los idiomas semitas como lo indica su etimología, se entiende en realidad como odio a los judíos. El “antisemitismo” brindó un soporte “científico” al viejo odio conocido que, si bien no se ocultaba, solía ser a menudo disfrazado o expresado indirectamente. Muchos se tranquilizaron porque se “comprobaba” finalmente que lo que habían sospechado por siglos era verdad: los judíos eran la fuente de todas las desgracias y una lacra que había que erradicar del mundo. No era la religión lo que los definía, era la biología, el mal nacía con ellos, había que matarlos, exterminarlos para que el mal desapareciera por completo. El color del cabello, de los ojos, las formas de las narices y orejas que seguían patrones dibujados por campañas gráficas profusas y basadas en las imágenes judeófobas medievales, construyeron el “aspecto” que identificaría inequívocamente a un judío.

      Los judíos, con todo, no eran los únicos destinados a desaparecer. Fueron solo los primeros. La sociedad imaginada por los nazis tenía una estructura “racial” particular. La supremacía la ocupaba la llamada “raza aria”. Un pequeño peldaño más abajo, estaba la “raza nórdica”. Después venían, más lejos, los “latinos”, luego los “eslavos” y, más abajo, los gitanos, los homosexuales, los discapacitados físicos y mentales y los que tenían la piel de un color que no fuese blanco: los amarillos, los rojos, los marrones y los negros. En algún lugar por allí ubicaban a los Testigos de Jehová, los masones, los comunistas y a cualquier opositor político. Todos ellos tenían características genéticas que los hacían inmodificables, lo que, como se advierte a simple vista, no resiste el menor análisis. Y en la base de la escala humana, ubicados ya en la categoría de “noraza” o “antiraza”, estaban los “semitas”, o sea, los judíos. Los judíos eran descriptos como la encarnación del mal, lo diabólico, lo siniestro, seres disfrazados de humanos pero con una malignidad esencial e inmodificable, asentada en la sangre, en los genes, por lo cual era indispensable la limpieza étnica radical. Arrancar de raíz significa eliminar la maleza no bien empieza a crecer, la consigna es no dejar que invada el terreno. Erradicar es impedir la vida, el crecimiento y la reproducción. Erradicar quiere decir, fundamental y básicamente, matar a los niños.

      Ambas guerras –la “clásica” contra los Aliados y la “otra” contra los judíos– tuvieron para el nazismo importancia pareja,