el 0,5 por ciento, 5 mil, veinte veces menos que los adultos. Este fue el lugar donde fue más difícil la salvación. Un decreto nazi del 15 de octubre de 1941 instituyó la pena de muerte a quien protegiera a un judío.
Holanda. De un total de 140 mil judíos, sobrevivió el 25 por ciento, 35 mil, de los cuales el 10 por ciento eran niños, 3.500, la mayoría de ellos, huérfanos.
Bélgica. Sobre 65 mil judíos, sobrevivió el 40 por ciento, 26 mil personas, de las cuales 10 mil eran chicos, casi un tercio.
Francia. De 350 mil judíos, sobrevivió el 74 por ciento. De entre ellos, entre 5 y 15 mil eran niños.
6 Tomado de Aquellos niños, film testimonial de Bernardo Kononovich.
CAPÍTULO 1
LA VIDA ANTES DE LA GUERRA
La guerra empezó antes de la guerra. La Segunda Guerra Mundial comenzó oficialmente en 1939, sin embargo la situación de peligro para los judíos en la Europa de las primeras décadas del siglo XX se desencadenó en diferentes momentos según el país e incluso el lugar específico.
En Polonia, luego de la invasión alemana en el 39, Alemania estableció un pacto con la Unión Soviética por el que la zona occidental se mantuvo bajo su dominio, mientras que la oriental, lindera con Rusia, fue desocupada y pasó a la órbita soviética. Dos años más tarde, en 1941, fue reocupada por los alemanes.
En Francia, la ocupación alemana fue en 1940 y poco después comenzaron las rafles –las cacerías o redadas masivas de judíos– mientras que en Hungría la deportación comenzó recién en 1944.
El antisemitismo crecía con una fuerza incontenible en la Europa de los años previos al estallido de la guerra. En esa marea creciente de antisemitismo y autoritarismo transcurrieron los primeros años de los “niños” en un marco de relativa tranquilidad, como esos días de sol de finales del verano en los que es imposible imaginar la tormenta que está por desatarse.
Sus infancias fueron parecidas a la de cualquier niño que viviera en aquel tiempo en el mismo lugar y en las mismas condiciones. Los judíos en la Europa de las primeras décadas del siglo XX tenían en la misma diversidad cultural, social, económica y política que el resto de la población. En los diferentes países (Polonia, Francia, Hungría, Rumania, Holanda, Austria, Yugoslavia, Italia, Bélgica), tanto en condiciones urbanas como rurales, sus vidas eran similares a las de todos los demás. Lejos de la burda generalización de un solo tipo de judío –sea cual fuere el estereotipo elegido en la caracterización– la vida judía europea se desplegaba en un mosaico colorido y heterogéneo.
Estas eran sus vidas antes de que las olas de la guerra los arrastraran sin remedio a un destino imposible de imaginar desde ese pequeño paraíso personal que suele ser una infancia normal.
Elsa Rozin (1923, NOWO SZMIERCZYN, BIELORRUSIA)
Cuando nací me llamaron Elka. En el año 27, cuando tenía cuatro años, nos mudamos a Bruselas, donde empecé a llamarme Elsa.
Mi papá se había quedado viudo con ocho hijos y se casó con mi mamá, una muchacha treinta años más joven. Tuvieron tres hijas; yo fui la segunda. Mi papá se ocupaba de los negocios de mi abuelo, molinos y tierras. Era rabino aunque nunca ejerció como tal, era culto y bastante progresista. Lo convocaban a la sinagoga para los grandes acontecimientos. Emigramos de Bielorrusia porque uno de los hijos del primer matrimonio de mi papá, que se había recibido de médico en Suiza, vivía en Bélgica y dijo que allí estaríamos mucho mejor que en la Europa Oriental, que era más atrasada.
Me eduqué y crié en Bruselas. Nuestra situación social cambió en Bélgica porque, aunque la situación económica era menos floreciente, vivíamos más tranquilos respecto del antisemitismo. Papá no era un fanático religioso pero era observante, en casa se respetaban las tradiciones. Mamá trabajaba en la óptica de uno de los hijos del primer matrimonio de mi papá y él se ocupaba de nosotras y de la casa. Vivíamos en un departamento.
Nos costó adaptarnos a la vida en Bruselas porque no entendíamos el idioma, en casa hablábamos idish y mis padres también hablaban ruso y los dos idiomas oficiales, francés y algo de flamenco. Poco a poco llegamos a integrarnos y a hacer amigos.
Yo era bastante buena alumna y estaba en el mismo grado que mi hermana mayor, ya que nos pusieron juntas cuando llegamos, pero mi hermana era más brillante. Yo tenía siempre más responsabilidad, cuando había que hacer algo, me mandaban a mí. Eso me ayudó después, cuando me quedé sola, a asumir responsabilidades y tal vez a salvarme.
Francis Levy (1924, ESTRASBURGO, FRANCIA)
Nací en Estrasburgo y viví toda mi infancia en Sarrebourg, a unos 60 kilómetros de la frontera con Alemania. Era una pequeña ciudad con 115 familias judías y una sinagoga. No había escuela judía por lo que dos veces por semana el rabino iba al colegio común a enseñarnos religión; también venía un pastor protestante y un cura para los católicos. Cada grupo recibía la instrucción correspondiente a su religión. El jueves y el domingo a la mañana, como no había clases, en la sinagoga había un curso voluntario dado por el mismo rabino.
La mitad del pueblo se llamaba Levy sin que fuéramos parientes. Mi familia estuvo en esa zona por lo menos desde el siglo XVIII. Tengo un árbol genealógico en el que constan mis antepasados de varios siglos. Mi padre era un judío tradicionalista, iba al templo y una de sus actividades era formar parte del Concejo de la Ciudad. Se trataba de un concejo de ediles, de 16 miembros, en el cual siempre había un ciudadano judío representando a los residentes. Había una convivencia de mucho respeto.
Claro que había antisemitismo, pero poco. Uno no se preguntaba sobre eso porque formaba parte de la realidad cotidiana, era así. Cuando me preguntan si había antisemitismo, me vuelve a sorprender la pregunta, porque era tan lógico para nosotros entonces, que no era un tema en el que se pensara.
No tuve, como los niños de la Shoá más chicos, una infancia robada. Yo era mayor cuando empezó la guerra, ya un adolescente, y mi infancia fue muy buena. Lo que me robaron fue mi estudio –porque aunque estaba anotado para entrar a una escuela profesional, el comienzo de la guerra lo hizo imposible– y mi vida normal, mi idioma, mi país. Más profundamente quizá, el robo más esencial ha sido el del optimismo, me ha vuelto escéptico, dolorosamente escéptico sobre la Humanidad.
Micheline Wolanowski (1925, PARÍS, FRANCIA)
Mis padres habían venido de Polonia después de la guerra del 14 con la intención de asimilarse lo más rápido posible, modernizarse. Mi madre enseguida adoró París. Papá era confeccionista. Teníamos un taller de costura, con cinco máquinas, tres chicas que cosían a mano, un tío planchador y un primo maquinista, todos venidos de Polonia. Vivíamos en un departamento donde también estaba el taller.
No ocultábamos el ser judíos. Por otra parte, no era fácil ocultarse porque decían que nos reconocían, parece que se sabía por los ojos, ojos más profundos, o tal vez por la mirada triste. No tengo, sin embargo, recuerdos de antisemitismo, o tal vez nunca me di cuenta. La primera vez que me dijeron “judía de mierda” fue cuando llegamos al Uruguay después de la guerra. Llegué a entrar al liceo antes de que tuviéramos que escapar. No éramos ricos, pero todos los años íbamos de vacaciones. Mis padres hablaban en francés con nosotros y cuando querían que no entendiéramos hablaban en polaco o en idish. Debe haber sido por eso que aprendí a hablar idish, para entender lo que decían.
Tuve una vida muy feliz, normal, como la de cualquier chica de París, de clase media baja: linda, pizpireta, con sueños de amor y la cabeza llena de novelas e ilusiones.
Freda Ejdlic (1925, LODZ, POLONIA)
Éramos de clase media, mi padre tenía un negocio en sociedad con un tío mío. Mi madre era maestra, pero cuando nacieron los mellizos dejó de trabajar. Los tuvo cuando yo tenía cuatro años, una nena y un varón. La nena, Tusia, tuvo una infección y murió, me acuerdo que la habían puesto sobre la mesa porque venía el doctor a verla. A mí me mandaron