de transportar tropas, armamentos o hacer lo necesario para apoyar a sus ejércitos. La guerra contra los judíos era, obviamente, una prioridad del Reich. Por caso, el exterminio de los judíos de Hungría se decidió en 1944. Mientras el Ejército Rojo estaba comenzando a liberar los territorios del Este, los trenes seguían llevando cientos de miles de húngaros a las cámaras de gas y luego a los crematorios de Auschwitz. Aunque se perdiera la guerra contra los Aliados, aunque el sueño del Reich de los mil años y de la conquista del planeta –hoy Alemania, mañana el mundo– fuera un fracaso, los nazis se propusieron matar judíos hasta el último minuto.
LA GUERRA CONTRA LOS NIÑOS
En la guerra contra los judíos un punto central era el exterminio de los niños. Consiguieron eliminar a un millón y medio de ellos. Del estimado total de judíos que vivía en Europa, sobrevivió alrededor del 15 por ciento de adultos pero solo el 7 por ciento de los niños, menos de la mitad.
Apenas se salvaron alrededor de 100 mil niños judíos en toda Europa, la mayoría en situaciones muy difíciles que marcaron sus vidas para siempre. La desintegración del núcleo familiar, la imposibilidad de los padres de dar de comer a sus hijos y protegerlos determinó la muerte de la mayoría ante la mirada impotente de sus seres queridos. Fueron niños que vivieron su corta vida sin jugar, sin ir a un parque, sin conocer la libertad, sin ir a la escuela. Para resumir su experiencia, aquellos que sobrevivieron suelen decir “me robaron la infancia”.
Igual que sucedía con los adultos, llevar a la práctica una matanza masiva de esas características no era sencillo. A los adultos se los agrupaba, se los arreaba, se los usaba para el trabajo esclavo. Como los niños no podían trabajar, eran considerados inútiles: se los mataba no bien llegaban a los campos y eran las primeras víctimas de las cacerías y redadas.
La infancia es el período de la vida de mayor indefensión de los humanos. No nos podemos trasladar ni defender de los peligros que nos circundan, no nos podemos alimentar, higienizar, vestir, hacer herramientas ni usarlas por nosotros mismos. Alcanzar la autonomía necesaria para sobrevivir por nuestra propia cuenta lleva muchos años. Los niños aprenden a confiar en los adultos, a respetarlos, a obedecerlos, a entregarse a sus cuidados y a repetir sus conductas en el cuidado de sus propios hijos.
En la Shoá, los niños vieron sacudida su relación con el mundo adulto de manera inédita. Debieron revisar y cambiar dramáticamente lo que habían aprendido a esperar. En lugar de protección y confianza, aprendieron a desconfiar, a callar, a mentir y a distinguir con claridad a los adultos fiables de los peligrosos.
Dice Abraham Foxman, presidente de la Anti Difamation League, “niño” polaco salvado por una mujer católica que lo protegió y cuidó: “La culpa nos sigue acosando así como el dolor de haber perdido a seres queridos, nuestra rabia, nuestra incapacidad de hablar de estas experiencias con nuestras familias, nuestras crisis de identidad y nuestras infancias confusas, temerosas y perdidas. Tenemos muchas preguntas nacidas del miedo y la culpa. ¿Quiénes somos nosotros comparados con aquellos que enfrentaron el horror más impronunciable en los campos de la muerte? ¿Era realmente peligroso si revelábamos nuestra identidad judía? ¿Puede alguien que no haya pasado lo que nosotros comprendernos? Aprendimos la importancia de que otra gente nos escuche para que puedan conocer el Holocausto desde el punto de vista de los vivos además del de los seis millones muertos. En nuestro silencio, con pudor o vergüenza de hablar de nuestros pasados, ¡hemos seguido escondidos!”.4
En general, los judíos recibieron poca ayuda de sus vecinos, pero los niños que han sobrevivido no podrían haberlo hecho sin su solidaridad así como la de los movimientos de la Resistencia. En cada lugar la posibilidad de salvarse fue diferente debido a la cantidad de judíos, el grado de antisemitismo que definía el grado de asimilación y la política nazi que no fue igual en los distintos países de ocupación.5
Algunos perdieron a sus padres para siempre. Otros sufrieron dos desgarra mientos: el primero al ser separados de sus padres biológicos, el segundo, al ser separados de sus padres adoptivos. Los que no fueron reclamados, no saben ni siquiera quiénes han sido sus padres biológicos.
La memoria que mantienen los “niños” escondidos que llegaron a Buenos Aires es disímil. Los mayores recuerdan circunstancias con bastante precisión. En cambio, los más pequeños no recuerdan nada y la necesidad de recuperar esa memoria perdida se convierte en un azote que los persigue sin descanso.
Los temas comunes que los acosan son la separación de la familia de origen, la posterior separación de la familia salvadora, la identidad fraguada (la religión, la nueva historia familiar, las costumbres, el idioma, a veces el sexo), el silencio, la pérdida de la infancia en los más grandes, la doble vida. La condición indispensable de la supervivencia fue la imposibilidad de expresar sentimientos o pensamientos, ser lo más invisible posible. Todos ellos conviven con distintos grados de silencio y el mandato de callar para sobrevivir.
LOS “NIÑOS”, ¿SOBREVIVIENTES ILEGÍTIMOS?
Sobre los “niños” pesan varios “atenuantes” que han deslegitimado por años su derecho a considerarse sobrevivientes, a penar por lo perdido y a lamentarse por no recordar.
Reprimieron su añoranza por recuerdos como un mal menor frente al milagro de haber sobrevivido. ¿Qué importa no haber tenido juguetes o no recordar frente al millón y medio de niños aniquilado? Pero recordar es crucial, forma parte del dibujo que todos tenemos de quiénes somos, de cómo llegamos a tener ciertas características, gustos o disgustos. Hélène6 supone que recibía en su comida habitual un tubérculo llamado topinambour, un alimento de gusto desagradable que hoy se usa para alimentar a los cerdos; lo supone porque toda su vida, cuando se sentía mal, angustiada u oprimida por algo, le subía ese gusto a la garganta. No sabe si su suposición es correcta. Saberlo probablemente no cambiaría nada, pero conocer el origen permite reconstruir esos fragmentos del rompecabezas que los “niños” siguen teniendo desarmado porque no hay quién les cuente qué pasó, cómo eran, cuáles fueron sus costumbres, a qué jugaban, a qué le temían. Recordar o escuchar de nuestros padres estos relatos de nosotros mismos nos permite hacernos la ilusión de que cierta lógica guía nuestras conductas. Los “niños” que no recuerdan no tienen forma de tener siquiera esta ilusión. Tampoco la sensación de que su experiencia merecía ser contada.
Los “niños” no sienten propia la denominación de sobrevivientes. A diferencia de los sobrevivientes mayores, muchos de ellos fueron protegidos, cuidados por otras personas que les permitieron asumir los años de la guerra dentro de cierta “normalidad” mientras la situación lo permitía. Durante muchos años se consideró sobrevivientes solo a quienes pasaron por los campos de exterminio, idea que es sostenida también en la actualidad. Es lo que nosotros llamamos aquí la “definición restringida”. Un concepto que se fue ampliando a medida que los sobrevivientes resolvieron hablar y exponerse, y que hoy alcanza a quienes estuvieron en campos de trabajo, en guetos, escondidos en bosques, los que participaron en sabotajes, correos, quienes asumieron una identidad falsa, los que lograron huir. Algunos consideran que también deben ser tomados como sobrevivientes los que huyeron de Europa cuando la tragedia estaba empezando, entre 1933 y 1939. Todos forman parte de la “definición ampliada” de qué es un sobreviviente. Los “niños” fueron los últimos en recibir la “visa” para ingresar a esta categoría y muchos tienen dificultad para reconocerse como tales.
También opera sobre esta sensación de “deslegitimación”, compartida esta vez con el resto de los sobrevivientes, la culpa por haber sobrevivido en una inversión causal dolorosa. El milagro de haber sobrevivido en aquellas condiciones, a todas luces un imposible, se convierte en algo casi vergonzoso, difícil de contar, algo que es preferible ocultar. Como si el haber sobrevivido confiriera alguna responsabilidad al sobreviviente en la muerte de los otros. La supervivencia de unos denota, sin que ellos lo quieran, la muerte de los demás. Es una sensación difícil de soportar. No todos los “niños” la tienen. En apariencia, cuanto más chico haya sido, más lejos está de sentirla. Casi ninguno ellos fue responsable de su propia salvación. Tocados por una especie de varita mágica o un ángel tan bondadoso como misterioso, la pregunta de por qué fueron ellos los salvados y no los demás los acompañará siempre.
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