proyectada desde el interior cayó sobre los rostros intrigados; una bocanada caliente de aire viciado se exhaló. Los dos oficiales dominaban con la cabeza y los hombros la delgada silueta del hombre de cabeza gris aparecido entre ellos, vestido con ropas raídas, rígido y anguloso como una estatua de piedra en la impasibilidad de sus rasgos finos. El cocinero, que se hallaba de rodillas, se levantó. Jimmy, sentado en su litera, abrazaba sus piernas, encogidas. La borla de su gorro azul de noche temblaba imperceptiblemente sobre sus rodillas. Sorprendidos, contemplaban la larga curva de su espalda, en tanto que, de soslayo, un ojo blanco brillaba, ciego, en dirección a ellos.
Temiendo volver la cabeza, Jim se replegaba sobre sí mismo, y la perfección de esta inmovilidad en acecho adquiría un aspecto sorprendente y animal. No había en ella nada que no fuese instintivo, la inmovilidad sin pensamiento de un bruto espantado.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó secamente mister Baker.
—Mi deber —dijo el cocinero con fervor.
—¿Su… qué? —Comenzó el piloto.
El capitán Allistoun le tocó el brazo ligeramente.
—Conozco su manía —dijo a media voz. Luego, en voz alta, ordenó—: Fuera de aquí, Podmore.
El cocinero unió las manos, blandió los puños por encima de su cabeza y, como si de repente se hubiesen hecho excesivamente pesados, cayeron sus brazos. Por un instante continuó allí, distraído y sin habla.
—Nunca —tartamudeó—. Yo… él… yo…
—¿Qué dice usted? —preguntó el capitán Allistoun—. Salga inmediatamente, o…
—Me voy —se apresuró a decir el cocinero con un aire de resignación sombría.
Franqueó el umbral con firmeza, vaciló, dio algunos pasos. Todos le contemplaban en silencio.
—¡Os hago responsables! —gritó con desesperación, girando a medias sobre sí mismo—. Ese hombre se muere. Os hago…
—¿Todavía está usted ahí? —gritó el patrón amenazador.
—No, sir —exclamó el otro apresuradamente con voz de alarma.
El contramaestre se lo llevó cogido del brazo; alguien rió, Jimmy levantó la cabeza, aventuró una mirada furtiva y con un impulso inesperado saltó fuera de la litera. Diestramente, mister Baker lo agarró en el aire; el grupo que interceptaba la puerta gruñó de sorpresa. El negro se dobló entre los brazos del piloto.
—Miente —decía ahogándose—, habla de demonios negros. Él sí que es un diablo, un diablo blanco. Yo estoy perfectamente.
Se puso en firme y mister Baker lo soltó por ver si se sostendría. El negro se tambaleó y dio uno o dos pasos adelante bajo la mirada tranquila y penetrante del capitán Allistoun; Belfast se precipitó para sostener a su amigo. Éste parecía no darse cuenta de que no había nadie cerca de él; permaneció mudo un instante, luchando contra una legión de terrores innumerables, entre las ávidas miradas de aquellas encendidas curiosidades que lo observaban de lejos, absolutamente solo en la soledad impenetrable de su espanto. Pesados soplos removieron la oscuridad. El mar chapoteó a través de los imbornales a tiempo que el barco se inclinaba bajo un corto soplo de viento.
—Impedidle que venga aquí —dijo por fin James Wait con su clara voz de barítono, en tanto que se apoyaba con todo su peso sobre la nuca de Belfast—. Esta última semana he mejorado lo bastante… Estoy bien… Mañana iba a reanudar el servicio; lo haré ahora mismo, si usted quiere, capitán.
Belfast levantó los hombros para mantener al negro de pie.
—No —dijo el patrón mirándole fijamente.
Bajo la axila de Jimmy el rojo rostro de Belfast hacía muecas de inquietud. Una hilera de ojos brillantes bordeaba la zona de luz. Los hombres se daban codazos, volvían la cabeza, murmuraban entre sí.
Wait dejó caer la barbilla sobre el pecho y, con los párpados bajos, paseó en torno su mirada suspicaz.
—¿Por qué no, sir ? —gritó una voz saliendo de las sombras—, no tiene nada, sir .
—Ya no tengo nada —dijo Wait calurosamente—. Estuve malo… mejoré… ahora reanudaré el servicio. —Suspiró.
—¡Santa madre de Dios! —exclamó Belfast levantando los hombros—. Tente en pie, Jimmy.
—Quítate de ahí, pues —dijo Wait, apartando a Belfast de un empujón petulante.
Luego titubeó y se agarró. Sus pómulos brillaban como bajo una capa de barniz. Se arrancó el gorro de dormir, se limpió con él el rostro y lo arrojó a la cubierta.
—Voy a salir —dijo sin moverse.
—No. Digo que no —interrumpió secamente el patrón.
Se oyó un rumor de pies desnudos restregados contra el suelo y de voces en tono de reproche. El capitán, como si no oyese nada, continuó:
—Durante toda la travesía ha remoloneado usted y ahora quiere salir. Por lo visto, se juzga usted bastante cerca ya de la caja de pagos. Ya huele a tierra, ¿no es eso?
— He estado enfermo, ahora estoy mejor —murmuró Wait, orillándole los ojos bajo la luz.
—Se ha hecho usted el enfermo —replicó el capitán Allistoun severamente—. Vamos… —vaciló menos de medio segundo— si salta a la vista. Usted no tiene nada absolutamente, pero ha creído conveniente guardar cama porque ése era su gusto, y ahora a mí me parece conveniente que continúe el mismo régimen porque ése es el mío. Mister Baker, ordeno que este hombre no aparezca sobre cubierta hasta terminar el viaje.
Hubo exclamaciones de sorpresa, de triunfo, de indignación. El grupo de marineros avanzó a la zona iluminada.
—¿Por qué?
—Ya te lo había dicho…
—¡Si eso no es vergonzoso!
—Algo había que decir sobre eso —chilló Donkin desde la última fila.
—No tengas miedo, Jimmy; tendrás lo tuyo —gritaron varias voces a un tiempo.
Un marinero viejo avanzó.
—¿Es decir, sir —preguntó con voz de oráculo—, que un muchacho enfermo no tiene derecho a curarse a bordo de esta carraca?
A sus espaldas, Donkin murmuraba rabiosamente en medio de un grupo en el que nadie le concedía la limosna de una mirada, pero el capitán Allistoun sacudió su índice ante la faz bronceada y endurecida por la cólera de su interlocutor.
—Tú, cállate —dijo a guisa de advertencia.
—No ha hecho nada —clamaron tres o cuatro marineros jóvenes.
—¿Somos máquinas, acaso? —preguntó Donkin con voz aguda, hundiéndose bajo los codos de los que se hallaban en primera fila.
—Ya le mostraremos que no somos grumetes.
—Por negro que sea, es tan hombre como cualquiera otro.
—Si Bola de Nieve puede trabajar, no vamos a maniobrar este condenado barco sin su ayuda.
—Él lo dice.
—Pues entonces, a la huelga, muchachos.
—¡Eso, a la huelga, a la huelga!
El capitán Allistoun, volviéndose hacia el oficial segundo dijo con voz tranquila:
—Calma, mister Creighton.
Luego, dueño de sí mismo, continuó entre el tumulto escuchando con profunda atención la mezcla de gruñidos y de gritos agudos, cada apostrofe y cada juramento de aquel repentino