Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad


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      Donkin no tomó en cuenta la advertencia.

      —¿Me denunciarán? —dijo con inquietud dolorosa.

      —¿Quién… quién va a denunciarte? —Silbó Belfast retrocediendo un paso—. ¡Si no tuviera que cuidar a Jimmy, te aplastaba ahora mismo las narices! ¿Por quién me tomas?

      Donkin se levantó y siguió con la mirada la espalda de Belfast, que desaparecía de través por la puerta entreabierta. Por todas partes dormían hombres invisibles. Donkin pareció extraer audacia y furor de la paz que le rodeaba. Venenoso, pálido, descamado, vestido con trajes prestados bajo los que se perdía su cuerpo mísero, sus ojos brillantes erraban en torno suyo como si buscasen cosas que romper. Su corazón saltaba locamente en su pecho estrecho. ¡Dormían! Necesitaba cuellos que estrangular, ojos que arrancar con las uñas, rostros que escupir. Blandió un par de sucios puños huesudos hacia los cabos de vela que humeaban.

      —¡No sois hombres! —gritó con tono amortiguado.

      Nadie se movió.

      —¡Tenéis menos valor que una rata!

      Su voz subió al diapasón de un grito ronco. Wamibo sacó fuera una cabeza enmarañada y lo contempló con ojos de demente.

      —¡Sois barrenderos de barcos! ¡Espero veros podridos a todos antes de estar muertos!

      Wamibo parpadeaba sin comprender, pero interesado. Donkin se sentó pesadamente; soplaba con fuerza a través de sus narices estremecidas, rechinaba y castañeteaba los dientes y, con la barbilla incrustada en el pecho, parecía buscar un camino a través de su carne viva como si quisiese llegar hasta su propio corazón…

      Aquella mañana, el barco, comenzando un nuevo día de su vida vagabunda, adquirió un aspecto de frescura suntuosa, como la tierra en los días primaverales. Las cubiertas bien lavadas espejeaban, largas, espaciosas y claras; el sol oblicuo arrancaba a los amarillos cobres salpicaduras de chispas y disparaba sus rayos de oro sobre las barras repulidas; y las gotas de agua de mar aisladas, olvidadas a trechos a lo largo de la batayola, eran tan límpidas como gotas de rocío, y arrojaban más destellos que brillantes dispersos. Las velas dormían, arrulladas por una brisa suave. El sol, ascendiendo solitario y espléndido por el cielo azul, vio un barco solitario deslizarse de bolina sobre el mar azul.

      Los hombres se apretujaban en tres filas de través a la altura del palo mayor y frente al camarote del capitán. Con expresión irresoluta y rostros taciturnos, se empujaban unos a otros. A cada movimiento ligero, Knowles se inclinaba pesadamente del lado de su pierna más corta. Donkin se deslizaba a espaldas de sus compañeros, inquieto y ansioso como un hombre que busca un lugar donde ocultarse. El capitán Allistoun salió de repente. Anduvo de un lado a otro ante el grupo. Canoso, delgado, alerta, raído bajo el sol y duro como el diamante. Tenía la mano derecha en el bolsillo de su chaqueta distendida del mismo lado por un objeto pesado. Uno de los marineros tosió para aclararse la voz solemnemente.

      —Aún no os he encontrado en alta, marineros —dijo el patrón, deteniéndose en seco.

      Les hacía frente con su mirada habitual, color de acero, que una común ilusión hacía parecer fija en cada uno de los veinte pares de ojos fijos en los suyos. Detrás de él, mister Baker, melancólico, gruñía quedamente desde el fondo de su cuello de toro; mister Creighton, fresco y rozagante, rosadas las mejillas, tenía una apostura resuelta, listo para cualquier evento.

      —Tampoco me quejo por el momento de vosotros —continuó el patrón—. Pero estoy aquí para guiar este barco y para que cada marinero de a bordo haga su faena debidamente. Si conocierais vuestro oficio como yo conozco el mío, no habría aquí desorden de ninguna especie. Habéis pasado la noche rebuznando: «Ya veremos lo que pasa mañana». Pues bien. Aquí me tenéis. ¿Qué es lo que queréis?

      Esperó, paseando rápidamente de un lado a otro del grupo, escrutando con los suyos los ojos de los hombres. Éstos se bamboleaban de un pie a otro, balanceando sus cuerpos; algunos, echando atrás sus gorros, se rascaban la cabeza. ¿Qué querían? Olvidaban a Jimmy; nadie pensaba en él, solo en su camarote de proa, luchando contra grandes sombras, aferrado a mentiras sin pudor, saludando con penosa sonrisa el fin de su transparente impostura. No, Jimmy, no; más olvidado estaba que si hubiese muerto. Querían grandes cosas. Y de repente, todas las sencillas palabras que conocían les parecieron perdidas sin remedio en la inmensidad de su ardiente y vago deseo. Sabían lo que querían, pero no podían encontrar nada que valiese la pena de ser dicho. Se meneaban sin cambiar de sitio, balanceando, al extremo de sus brazos musculosos, sus gruesas manos cuyos deformes dedos estaban manchados de brea. Un murmullo expiró.

      —¿Qué tenéis que decir? ¿La alimentación? —preguntó el capitán—. Ya sabéis que los víveres se echaron a perder a la altura del Cabo.

      —Lo sabemos, sir —dijo un viejo lobo de mar barbudo.

      —¿Demasiado trabajo, eh? ¿Superior a vuestras fuerzas? —preguntó de nuevo.

      Un silencio ofendido respondió.

      —No queremos que falte nadie en el trabajo, sir —comenzó por fin Davis con voz insegura—: y ese negro…

      —¡Basta! —gritó el patrón.

      Permaneció inmóvil, mirándolos un momento de arriba abajo, y luego, andando de lado a lado, comenzó a decirles lo suyo, desencadenó la tempestad fríamente, en ráfagas violentas y cortantes como los cierzos de aquellos mares glaciales que habían conocido su juventud.

      —¿Queréis que os diga qué es la cuestión? Demasiado grandes para vuestras botas. Os creéis unos mozos extraordinarios. Ya que apenas a medias conocéis vuestro trabajo, hacéis vuestro deber a medias también. Y pensáis que todavía es demasiado. Así hicierais diez veces lo que hacéis, aún no sería bastante.

      —Hemos trabajado lo mejor que podíamos —gritó una voz sacudida por la exasperación.

      —¿Lo mejor que podíais? —continuó el patrón—. En tierra os dicen bonitas cosas, ¿verdad? Pero lo que no os dicen es que lo mejor de que sois capaces no da motivos para jactarse. Yo os lo digo, yo: lo mejor vuestro vale menos todavía que lo malo. No, yo sé, no hablemos más. Pero alto con vuestras travesuras si no queréis que yo les ponga fin. Estoy preparado. ¡Cuidado, eh!

      Y amenazó con un dedo al grupo.

      —En cuanto a ese hombre —dijo levantando mucho la voz—, en cuanto a ese hombre, si llega a asomar las narices sobre cubierta sin mi permiso le haré echar grillos.

      El cocinero le oyó desde la proa, salió corriendo de su cocina con los brazos levantados al cielo, horrorizado, desconcentrado, sin creer a sus oídos, y regresó en el mismo estado a sus hornillos. Hubo un momento de profundo silencio durante el cual un gaviero, apartándose de la fila, fue a escupir decorosamente en el imbornal.

      —Todavía hay otra cosa —dijo el patrón calurosamente—. Esto.

      Dio un paso rápido y sacó de su bolsillo una cabilla de hierro que blandió en su mano. El ademán fue tan súbito y rápido que el grupo retrocedió un paso. El capitán mantenía sus ojos fijos en los de los hombres, y algunos rostros adquirieron inmediatamente una expresión de sorpresa, como si nunca hubieran visto una cabilla. El capitán la levantó.

      —Éste es asunto mío. No hago preguntas, pero todos sabéis lo que quiero decir con esto: es preciso que esto vuelva al lugar de donde vino.

      Sus ojos se encendieron de cólera. El grupo se agitó, presa de malestar. Apartaban los ojos de aquel trozo de hierro, parecían tímidos; la confusión, la vergüenza los turbaban como a la vista de un objeto repugnante, escandaloso o chocante que la más vulgar decencia impidiese blandir así a plena luz. El patrón observaba, atento.

      —Donkin —llamó con tono breve y penetrante.

      Donkin se ocultó detrás de uno, luego detrás de otro, pero los hombres miraron por encima de sus hombros y se apartaron. Sus filas