Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad


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a James Wait, largo, flaco, descamado, con la carne como resecada sobre los huesos en un homo calentado al rojo blanco. Los dedos descamados de una de sus manos se movían ligeramente al borde de la litera, ejecutando una tonada que no concluía nunca. Mirarlo, lo irritaba y cansaba; podía durar así días y días; ese fenómeno injurioso que no pertenecía completamente ni a la muerte ni a la vida, permanecía perfectamente invulnerable en su especiosa ignorancia de una y otra. Donkin se sintió tentado a instruirlo.

      —¿En qué piensas? —preguntó malhumoradamente.

      James Wait tuvo una mueca que paseó sobre la inmovilidad cadavérica de su faz huesuda algo inverosímil y horrible, algo como una súbita sonrisa sorprendida en sueños sobre un cadáver.

      —Hay una chica… —murmuró Wait—, una chica de Canton Street. Por mí le hizo la mamola al tercer mecánico de uno de los barcos de Rennie. Sabe freír las ostras precisamente como a mí me gusta… Dice que dejaría plantado a cualquier tipo por un gentleman de color… Y ése soy yo… Soy muy gentil con las damas —agregó levantando un poco la voz.

      Donkin, escandalizado, apenas creía a sus oídos.

      —¿Es cierto? Para lo que harás de ellas —dijo, sin ocultar su repugnancia.

      Wait no estaba ya allí para oírlo. Se pavoneaba a lo largo del East India Dock Road, afable y fastuoso.

      —Vengo a pagar la convidada —decía empujando puertas de cristal con cierre automático, colocándose con soberbia arrogancia bajo la luz de gas sobre un mostrador de caoba.

      —¿Piensas, pues, bajar todavía a tierra? —preguntó Donkin rabioso.

      Wait se sobresaltó despertándose.

      —Dentro de diez días —se apresuró a decir.

      Y volvió en seguida a esas regiones de la memoria que no saben nada del tiempo. Se sentía sin fatiga, tranquilo, como retirado sano y salvo en sí mismo, fuera del alcance de toda grave incertidumbre. En su lentitud, los momentos de su absoluta quietud tomaban de prestado algo de su sucesión inmutable a los minutos de la eternidad. Se complacía serena y fácilmente en la vivacidad de reminiscencias alegremente disfrazadas en mirajes de un porvenir indudable. Nadie le importaba. Donkin sentía esto vagamente, como podría sentir un ciego en su noche el antagonismo fatal de todas las existencias de su contorno, inimaginables para siempre, invisibles y envidiadas por él. Se apoderó de él el deseo de afirmar su importancia, de romper, de triturar; de estar siempre con todos para todo en un mismo pie; de desgarrar los velos, arrancar las máscaras, mostrar la mentira al desnudo, impedirle toda huida; ¡un pérfido deseo de sinceridad! Rió y escupió burlonamente:

      —Diez días. Así me vuelva ciego si nunca yo… Mañana a estas horas puedes estar muerto. ¡Diez días!

      Esperó un poco.

      —¿No oyes? ¡Que me ahorquen si no pareces ya un cadáver!

      Jimmy debía haber reunido sus fuerzas, pues dijo casi en voz alta:

      —Eres un cochino y hediondo embustero. Todo el mundo te conoce.

      Y, contra toda ligereza, se sentó en el lecho con gran espanto de su visitante.

      Pero Donkin no tardó en recobrarse y estalló:

      —¿Qué? ¿Cómo? ¿Quién es el embustero? Lo serás tú… la tripulación… el capitán… todo el mundo. No yo. ¡Habráse visto! ¡Echándoselas todavía…! ¿Quién eres tú?

      La indignación lo sofocaba. Temblando de cólera, prosiguió:

      —A ver, ¿quién eres tú, para echártelas todavía de listo? «Coge una, coge una», dice, cuando él mismo no puede comerlas. ¡Pues ahora me zamparé las dos! ¡Para que veas! ¡Tan seguro como…! ¡Ya ver si me lo impides!

      Se arrojó sobre la litera inferior, arañó un momento las tablas y sacó a luz otra galleta polvorienta. La levantó ante Jimmy y la mordió luego con aire de desafío.

      —¿Y ahora qué pasa? —preguntó con un tono de febril descaro—. «Coge una», dice. ¿Y por qué no dos? No. Soy un perro sarnoso. Una basta. Pues yo cojo las dos, yo. ¿Vas a impedírmelo? Ensaya. Ven, pues. ¿Qué esperas?

      Jimmy tenía abrazadas sus piernas y ocultaba su rostro contra las rodillas. Su camisa se le pegaba al cuerpo. Cada una de sus costillas se hacía visible. Un jadeo espasmódico agitaba con repetidas sacudidas su enflaquecida espalda.

      —¿No quieres? ¡No puedes! ¿Qué decía yo? —prosiguió Donkin ferozmente.

      Se tragó otro bocado duro con un esfuerzo apresurado. El silencio desamparado del otro, su debilidad, su actitud encogida lo exasperaban.

      —¡Estás perdido! —gritó—. ¿Quién eres tú para que te mientan, para que te sirvan a cuatro patas, peor que a un cochino emperador? No eres nadie. No eres nada.

      Lo denigraba con una fuerza tal de convicción infalible que lo sacudía de la cabeza a los pies en un fuego de artificio de saliva y lo dejó vibrante como una cuerda tensa después de que la ha soltado.

      Jimmy se rehizo de nuevo. Levantó la cabeza y se volvió valientemente hacia Donkin. Éste distinguió un rostro extraño, desconocido, una máscara fantástica y muequeante de desesperación y furia. Los labios se movían rápidamente, y sonidos a la vez huecos, gimientes y silbantes llenaban el camarote de un vago refunfuño lleno de amenazas, de quejas y desolación como el murmullo lejano del viento al levantarse. Wait meneaba la cabeza, hacía rodar los ojos en sus órbitas, negaba, maldecía, amenazaba, sin que siquiera una palabra tuviese fuerza para franquear la mueca dolorosa de sus negros labios. Era algo incomprensible y turbador; un farfullar de emociones, una frenética pantomima de palabras abogando por obtener cosas imposibles, amenazando con venganzas oscuras. Donkin se calmó de repente, convirtiendo su cólera en atenta vigilancia.

      —¿Ves cómo no puedes trampear? ¿Qué te decía yo? —dijo lentamente después de un instante de examen atento.

      El otro continuaba sin poder detenerse ni hacerse entender, meneando la cabeza apasionadamente, haciendo visajes con grotescos y espantables fulgores de sus largos dientes blancos. Como fascinado por la elocuencia y el furor mudos de aquel fantasma negro, Donkin se aproximó, tendido el cuello por una curiosidad mezclada de desconfianza; y de repente le pareció ver solo una sombra humana acurrucada allí, con los dientes en las rodillas, sobre la litera, a la altura de sus ojos, escrutadores.

      —¿Qué? ¿Qué? —dijo.

      Parecía atrapar al azar la forma de algunas palabras en el jadear de aquel estertor incesante.

      — ¿Se lo dirás a Belfast? Podría ser. ¿Acaso eres un cochino chiquillo?

      Temblaba de alarma y de rabia.

      —¡Díselo a tu abuela! ¡Tienes miedo! ¿Quién eres, pues, para tener más miedo que otro cualquiera?

      El sentimiento apasionado de su propia importancia barrió un último resto de prudencia.

      —¡Dile lo que se te antoje y que Dios te condene! ¡Habla si puedes! Me han tratado peor que a un perro tus malditos lameplatos. Fueron ellos los que me empujaron para ponerse luego contra mí. No hay aquí más hombre que yo. Puntapiés y puñetazos es lo que llevo ganado, y tú te reías, tú, negro hediondo. Pero me lo pagarás. Ellos te dan su manducatoria y su agua, pero tú me las pagarás a mí, por ésta. ¿Quién me ha ofrecido a mí un sorbo de agua? Aquella noche te echaron encima sus cochinos andrajos, y a mí, ¿qué fue lo que me dieron? Una friega en el hocico… ¡puercos! ¡Habrá que ver! Me lo pagarás con tu dinero. Dentro de un minuto será mío; tan pronto como estés muerto, cochino timador, inepto. Ésa es la clase de hombre que soy yo… Y tú, tú eres cosa… una cosa sangrienta… un cadáver, ¡puah!

      Apuntó a la cabeza de Jimmy con la galleta que durante todo el tiempo tuviera en su mano crispada, pero no hizo sino rozarlo.