suspendían sus garras de aspecto feroz encima de las cubiertas de barcos inanimados. Un ruido de ruedas sobre el pavimento, el choque sordo de cuerpos pesados que caen, el tintineo de cabrias febriles, el chirrido de tensas cadenas, flotaba en el aire. Entre los altos edificios, el polvo de todos los continentes planeaba en cortos impulsos arremolinados; y un olor penetrante de perfumes y basura, de especias y de pieles, de cosas costosas y de cosas inmundas, invadía todo aquel espacio, le creaba una atmósfera preciosa y repugnante. El Narcissus entró dulcemente en la dársena de su descanso; la sombra de los muros sin alma cayó sobre él, el polvo de todos los continentes llegó danzando al asalto de sus cubiertas y un enjambre de hombres extraños, escalando sus costados, tomaron posesión de él en nombre de la tierra sórdida. Había cesado de vivir.
Un fachendoso, cubierto con un abrigo negro y sombrero de copa, trepó ágilmente, avanzó hacia el segundo oficial, le dio la mano y dijo: «¡Hello , Herbert!». Era su hermano. De repente apareció una dama. Una verdadera dama, con traje negro y una sombrilla. Pareció prodigiosamente elegante en medio de nosotros, y más extraña que si hubiese caído del cielo. Al verla, mister Baker se llevó la mano a su gorra. Era la mujer del patrón. Y pronto el capitán, elegantemente vestido sobre una camisa blanca, descendió a tierra en su compañía. No le reconocimos hasta que, volviéndose, gritó desde el muelle a mister Baker:
—No olvide usted dar cuerda a los cronómetros mañana por la mañana.
Una tropa solapada de descamisados erraba por el castillo de proa buscando con ojos inquietos ocasión de trabajar. Al menos, tal decían.
—Es más probable que anden buscando ocasión de hurtar —comentó Knowles de buen humor—. ¡Pobres diablos! No hay cuidado. Ya estamos en casita.
Pero mister Baker castigó a uno de los descamisados por cualquier insolencia y eso nos encantó. Todo nos encantaba.
—Ya terminé en la popa, sir —gritó mister Creighton.
—No hay agua en la cisterna —anunció por última vez el carpintero, sonda en mano.
Mister Baker lanzó una mirada a lo largo de las cubiertas, sobre los grupos de hombres impacientes, y otra a lo alto, a la arboladura.
—¡Hum! Hemos concluido, muchachos —gruñó.
Los grupos se dispersaron. El viaje había terminado.
Por encima de la batayola pasaron volando fardos de ropas de cama; a lo largo de la pasarela se deslizaron cofres atados, pocos cofres y pocos fardos.
—El resto se pasea a la altura del Cabo —explicó Knowles enigmáticamente a un haragán de muelle, reciente amigo suyo.
Los marineros corrían llamándose uno a otro, pidiendo ayuda a desconocidos y luego con repentina corrección, se aproximaban al segundo para despedirse antes de desembarcar.
—Adiós, sir —repetían con diversas entonaciones.
Mister Baker estrechaba las manos rudas, con un gruñido amistoso para cada uno y una chispa de jovialidad en la mirada.
—Cuida tu dinero, Knowles. ¡Hum! Si no pones cuidado, no tardarás en encontrar una mujercita amable.
El cojo se puso radiante.
—Adiós, sir —dijo Belfast conmovido, estrujando la mano del piloto y levantando sobre él sus ojos, anegados—. Creí poder traerlo a tierra conmigo —continuó plañideramente.
Mister Baker, sin comprender, dijo bondadosamente:
—Buena suerte, Craik.
Y, desamparado, Belfast franqueó la batayola, doblado bajo el peso de la soledad y el duelo.
Bajo la paz repentina que envolvía al barco, mister Baker rondaba, gruñendo a solas, probando los botones de las puertas, atisbando los rincones oscuros, nunca satisfecho. ¡Un modelo de pilotos! Nadie le esperaba en tierra. La madre muerta; el padre y los dos hermanos, pescadores de Yarmouth, perdido a la vez en el naufragio del Dogger-Bank una hermana casada y distanciada de él. Una verdadera dama. Estaba casada con el mejor sastre de una pequeña ciudad en la que, a la vez, gozaba de influencia política, pero su esposo no juzgaba bastante «respetable» a su cuñado marino. Una dama, una verdadera dama, pensaba reposando un momento sobre una escotilla. Siempre habría tiempo de sobra para bajar a tierra, comer un bocado y buscar un lecho en cualquier parte. ¿En qué pensar después? La oscuridad de una tarde de bruma caía, húmeda y fría, sobre la cubierta desierta; y mister Baker, sin dejar de fumar, pensaba en todos los barcos a los que sucesivamente, durante muchos largos años, había prodigado lo mejor de sus cuidados y de su experiencia de marino. Y nunca una capitanía. ¡Ni una vez siquiera! «Parece que no hay en mí madera de capitán», pensó plácidamente, en tanto que el vigilante —que había tomado posesión de la cocina—, un viejecito avellanado, de ojos lagrimeantes, lo maldecía en voz baja por su demora. «Creighton —continuaba pensando sin sombra de envidia—, Creighton es un verdadero gentleman… , protecciones…, llegará. Un mozo excelente… con un poco más de experiencia…».
Se levantó, sacudiendo todo aquello.
—Estaré de regreso a primera hora de la mañana, para las escotillas —dijo al vigilante—. No deje a nadie tocar nada antes de que llegue yo.
Luego, bajó por fin a tierra, ¡un modelo de pilotos!
Los hombres, separados por la acción disolvente de la tierra, se encontraron por una vez en las oficinas de la Compañía.
—¡El Narcissus paga! —gritó frente a una puerta de cristales un viejo veterano con uniforme de botones de cobre y una corona y las iniciales B. T. sobre su gorra.
Un grupo de hombres entró inmediatamente, pero muchos llegaron con retraso. La habitación era grande, desnuda, encalada; un mostrador con rejilla, limitaba aproximadamente la tercera parte de su extensión polvorienta; y, detrás de la rejilla, un escribiente de rostro blando, con raya en medio, mostraba los ojos movibles y brillantes y los movimientos bruscos y vivos de un pájaro enjaulado. También se hallaba allí el pobre capitán Allistoun, sentado ante una mesita sobre la que se amontonaban los billetes y las monedas de oro, y visiblemente impresionado por su cautividad. Otro pájaro del Board of Trade se posaba en un taburete alto, cerca de la puerta: viejo pájaro al que no lograban espantar las burlas de los gozosos marineros. La tripulación del Narcissus , dispersa en pequeños grupos, se apretujaba en los rincones. Llevaban pingos nuevos de tierra, trajes elegantes que se hubiesen dicho cortados a hachazos, pantalones brillantes como palastro, camisas de franela sin cuello, resplandecientes zapatos nuevos. Se daban palmadas en el hombro, se cogían uno a otro por un botón del chaleco, preguntaban: «¿Dónde dormiste anoche?», murmuraban alegremente, se daban palmetazos en los muslos, pateaban, contenían las carcajadas. La mayoría mostraba sus rostros recién afeitados y radiantes; solamente uno o dos estaban mal peinados y tristes; los dos noruegos, lavados y dulces, prometían anticipadamente sus consuelos a las buenas damas que patrocinan el Hogar del Marino escandinavo. Wamibo, conservando todavía las ropas de trabajo, soñaba, corpulento, de pie en la mitad de la habitación; y, a la entrada de Archie, se despertó para sonreír. Pero el escribiente de ojo despierto pronunció un nombre y comenzaron los pagos.
Uno a uno se adelantaron para recibir el salario de su glorioso y oscuro esfuerzo. Cuidadosamente extendían el dinero sobre las enormes palmas de sus manos, se lo echaban al bolsillo del pantalón, o, volviéndose de espalda a la mesa, lo contaban con dificultad en el cuenco de sus entumecidas manos.
—¿Está completo? Firme el recibo. Aquí… aquí —repetía el escribiente impaciente.
«Estos marineros son estúpidos», pensaba.
Singleton se presentó, venerable y no muy seguro de si era de día o de noche; manchas pardas de jugo de tabaco mancillaban su blanca barba; sus manos, que jamás vacilaran bajo la gran luz de alta mar, apenas podían recoger el pequeño montón de oro de la profunda oscuridad de la tierra.
—¿No