hacia el Oeste con el dedo tendido.
—El viento se levanta —dijo—, cuadrad las vergas. ¡De prisa, muchachos!
Mister Baker se metió apresuradamente el libro en el bolsillo.
—¡Y vosotros, a proa! ¡Largad la amura de mesana! —gritó alegremente, desnuda la cabeza y gallardo—. El cuarto de estribor a cuadrar las vergas de popa.
—¡Buen viento! ¡Buen viento! —murmuraban los hombres corriendo a la maniobra.
—¿Qué decía yo? —refunfuñó el viejo Singleton agregando con un gesto enérgico y vivo, una espira de cabo tras otra al montón de jarcias que tenía a sus pies—. Bien sabido me lo tenía yo; ya se fue, y ya llegó el viento.
El viento llegaba con el ruido de un potente suspiro que descendiese de las alturas. Las velas se hincharon, el barco emprendió la marcha y el mar despierto comenzó a murmurar con voz adormecida las canciones del regreso al oído de los marineros.
Aquella noche, mientras el barco corría espumeante hacia el Norte, ante la brisa refrescante, el contramaestre abrió su pecho en el camarote de los suboficiales:
—Ese mozo sólo disgustos nos causó desde que puso el pie a bordo. ¿Recordáis aquella noche, en Bombay…? Después de haber embromado de arriba abajo a toda esa tripulación de señoritingas, y de enfrentarse al viejo, nos fue preciso hacer el papel de idiotas en un barco a medio zozobrar para salvarle la vida. Por causa suya, se preparó toda una rebelión… y ahora el piloto me denuesta como a un ratero por habérseme olvidado buenamente echar un poco de grasa a esas tablas. Sin contar con que lo había hecho, pero el maestro carpintero no pudo menos de dejar una punta de clavo fuera. ¿Verdad o no? ¡Eh, tú, contesta!
—Y tú, en cambio, me arrojaste todas mis herramientas al agua, en una espantada de novato —replicó el carpintero malhumoradamente—. En fin, después de todo, ya se fue de una vez —agregó, rencoroso.
—Recuerdo que una vez, estando la escuadra en China, me dijo así el almirante… —comenzó el velero.
Una semana después, el Narcissus hendía las aguas del Canal.
Bajo sus alas blancas, se deslizaba rasando el mar azul como un gran pájaro cansado que se apresura hacia su nido. Las nubes competían en velocidad con las puntas de sus mástiles; se las veía subir por la popa, enormes y blancas, remontarse al cenit, continuar su fuga y deslizándose a lo largo de la amplia curva del cielo, precipitarse de cabeza en el mar, nubes más rápidas que el barco, y más libres también, pero sin puerto alguno que las esperase. La costa se adelantó hacia el barco, bajo el sol, para darle la bienvenida. Los altos acantilados avanzaban imperiosamente; las anchas bahías sonreían bajo la luz; las sombras de las nubes sin asilo ni meta corrían a lo largo de las llanuras soleadas, saltando los valles, trepando ágilmente por las colinas, rodando por las vertientes, y el sol las perseguía con cascadas de luz fluyente. Sobre la frente de las rocas sombrías, resplandecían los blancos faros en columnas de luz. El Canal rutilaba como un manto azul entretejido de hilos de oro y estrellado por la plata de las olas aborregadas. El Narcissus voló, pasados los cabos y bahías. Cruzaban su ruta barcos con destino a puertos lejanos, dando bandazos, desnudados los mástiles por la lucha abrumadora contra el duro Sudeste. Y, cerca de tierra, chapoteaba un rosario de vaporcitos humeantes, ciñéndose a la costa como una migración de monstruos anfibios, recelosos de las olas turbulentas.
De noche, las tierras altas retrocedieron, en tanto que las bahías, avanzando, formaban un muro de tinieblas. Las luces de la tierra se mezclaron a las del cielo; y, dominando los fanales vacilantes de una flotilla de pesca, el faro levantaba su ojo fijo, semejante al enorme fanal de anclaje de algún barco fabuloso. Bajo su claridad igual, la costa, cuya línea derecha se hundía en la noche, parecía el alto borde de un barco indestructible, inmóvil sobre el mar inmortal y sin sosiego. La oscura tierra arrullaba su soledad en medio de las aguas, como un barco temible constelado de fuegos vigilantes que llevase encima el peso de millones de vidas, que cargase un fardo de escorias y de joyas, de oro y acero. Su masa se levantaba, inmensa y fuerte como una torre, custodiando tradiciones sin precio y dolores sin historia, asilo de gloriosos recuerdos y de olvidos degradantes, de innobles virtudes y de rebeliones sublimes. ¡Barco venerable! Durante siglos había azotado el océano sus flancos sólidos; anclaba allí desde los tiempos en que el mundo, más vasto, contenía más promesas, en que el mar potente y misterioso no regateaba la gloria o el botín a sus audaces hijos. Arca histórica, madre de las aguas y las naciones, gran barco almirante de la raza, más fuerte que las tempestades y anclado en alta mar.
El Narcissus , recostado por las ráfagas, dobló el South Foreland, atravesó las dunas y entró a remolque en el río. Despojado de la gloria de sus alas blancas, seguía dócilmente al remolcador a través de los meandros de canales invisibles. A su paso, los buques fanales, pintados de rojo, oscilaban en sus amarras, por un instante parecían deslizarse velozmente con el flujo de la corriente y un momento después quedaban atrás, distanciados, perdidos. Las grandes boyas colocadas en la punta de los bancos de arena, se deslizaban a ras del agua contra sus costados y, al caer en el surco de su estela, atormentaban sus propias cadenas como dogos furiosos. El estuario se hizo más estrecho de uno y otro lado. La tierra se aproximó al barco que remontó el río sin desviarse de su ruta. Sobre las pendientes ribereñas, las casas, aparecidas por grupos, parecían precipitarse a la carrera por los declives del terreno para verle pasar y, detenidas por la playa de lodo, se agrupaban en los ribazos. Más lejos, se presentaron las altas chimeneas de las fábricas, banda insolente que lo miraba venir, como una muchedumbre dispersa de esbeltos gigantes, presumidos y garbosos bajo sus negros penachos de humo, caballerescamente inclinados. Dócil y diestro, el barco siguió los recodos del estuario; una brisa impura gritó su bienvenida entre sus berlingas desnudas y la tierra, encerrándolo, se interpuso entre el barco y el mar.
Una nube baja se suspendió ante él, una gran nube opalina y temblorosa que parecía subir de las frentes sudorosas de millones de seres humanos. Largas fajas de humosos vapores lo mancillaban con sus huellas lívidas; palpitaba con el latido de millones de corazones, salía de él un murmullo inmenso y lamentable, el murmullo de millones de labios rezando, maldiciendo, suspirando, mofándose, el eterno murmullo de locura, de pesar y de esperanza que se eleva de las muchedumbres de la tierra ansiosa. El Narcissus entró en la nube; las sombras se espesaron; de todos lados subía un ruido de hierro, de choques potentes, de gritos, de aullidos. Negras chalanas derivaban solapadamente sobre la corriente contaminada. Un horrible caos de muros manchados de hollín se irguió, vago, entre la humareda, desconcertante y fúnebre como una visión de desastre. Los remolcadores, jadeando rabiosamente, recularon y derivaron con la corriente para presentar el barco a las puertas de la dársena. Dos amarras lanzadas desde la proa silbaron, golpeando la tierra coléricamente como un par de serpientes. Ante nosotros se abrió un puente en dos como por encanto; gruesos cabrestantes hidráulicos comenzaron a voltear solos, animados por una magia misteriosa y sospechosa. El barco avanzó a lo largo de una estrecha faja de agua, entre dos muros bajos de granito, y unos hombres lo retenían con cuerdas, marchando a su altura sobre las anchas losas del pavimento. Un grupo impaciente esperaba a lado y lado del puente desaparecido: descargadores con gorras, ciudadanos de rostro amarillo bajo sus sombreros de copa, dos mujeres con las cabezas descubiertas, niños andrajosos, fascinados, con los ojos enormemente abiertos. Una calesa, llegando al trote desigual de su jamelgo, se detuvo bruscamente. Una de las mujeres gritó hacia el barco: «¡Hello , Jack!», sin mirar a nadie en particular, y todos levantaron los ojos hacia ella desde la punta del castillo de proa.
—¡Atención! ¡Atrás! ¡Cuidado con el cable! —gritaron los carenadores inclinados sobre los postes de piedra.
La muchedumbre murmuró, retrocediendo.
— ¡Largad las amarras de retén! ¡Largad! —Entonó un viejo de mejillas rojizas, de pie sobre el muelle.
Los cables cayeron pesadamente al agua, salpicando el casco, y el Narcissus entró en la dársena.
Los ribazos de piedra huían a derecha e izquierda en líneas rectas, enmarcando un espejo sombrío y rectangular. Muros de ladrillo