Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad


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fijeza. Donkin quedó sorprendido; se sentó de repente sobre el cofre y miró al suelo, extenuado, lúgubre la mirada. Después de un momento comenzó a murmurar:

      —¡Muere, cochino, muere de una vez! Alguien viene… Quisiera estar borracho… ¡Dentro de diez días…! ¡Ostras…!

      Levantó la cabeza y habló en voz más alta:

      —No… No más para ti… no más cochinas zorras que hacen freír las ostras… ¿Quién eres tú? Ahora me ha llegado el tumo a mí… Quisiera estar borracho; qué pronto te subiría allá arriba. Por allí será por donde te vayas. Con los pies adelante, por una porta… ¡pluf! Y no se te volverá a ver nunca. ¡Al agua! ¡Eso es lo que mereces!

      La cabeza de Jimmy se movió ligeramente, y el negro dirigió al rostro de Donkin una mirada incrédula, desolada, implorante, de niño espantado por la amenaza de ser encerrado en un cuarto oscuro. Donkin lo observaba desde el cofre con ojos llenos de esperanza; luego, sin levantarse, trató de abrir la cerradura. Cerrada.

      —Quisiera estar borracho —murmuró, y levantándose escuchó ansiosamente un ruido de pasos lejanos que venía de la cubierta.

      Los pasos se acercaron, hicieron alto. Alguien bostezó interminablemente al mismo pie de la puerta y los pasos se alejaron arrastrados y perezosos. El corazón palpitante de Donkin disminuyó sus pulsaciones y cuando volvió de nuevo los ojos hacia la litera, Jimmy había vuelto a clavar la vista en las vigas pintadas de blanco.

      —¿Cómo te sientes ahora?

      —Mal —suspiró Jimmy.

      Donkin volvió a sentarse, paciente y resuelto. Cada media hora, las campanas se respondían sonoramente de un extremo al otro del barco. La respiración de Jimmy era tan rápida que se hacía imposible seguirla, tan débil que no podía oírsela. Sus espantados ojos parecían haber contemplado horrores indecibles, y se veían pasar sobre su rostro las sombras de pensamientos abominables. De pronto, con una voz increíblemente fuerte y desgarradora, sollozó:

      —¡Arrojarme por la borda…! ¡A mí…! ¡Dios mío…!

      Donkin se crispó ligeramente sobre el cofre. De mala gana, miró. Jimmy callaba. Sus dos largas manos huesudas alisaban la colcha de abajo arriba, como si procurase subirla toda hasta la barbilla. Una lágrima, una gruesa lágrima solitaria se le escapó del rabillo del ojo y, sin tocar la mejilla hundida, cayó sobre la almohada. Su garganta lanzaba débiles estertores.

      Entonces Donkin, espiando el fin de aquel negro odiado, sintió la opresión angustiosa de un gran pesar triturarle el corazón al pensar que también él, un buen día, tendría que pasar por lo mismo, en idénticas circunstancias tal vez. Sus ojos se humedecieron. «Pobre diablo», murmuró. La noche parecía pasar como un relámpago; le parecía oír la carrera irremediable de los preciosos minutos. ¿Cuánto se prolongaría esa maldita historia? Seguramente mucho tiempo. No tenía suerte. No pudo contenerse. Se levantó, se acercó a la litera. Wait no se movió. Sólo sus ojos parecían vivir, en tanto que sus manos continuaban su movimiento monótono, activado por una horrible e infatigable industria.

      —Jimmy —dijo quedamente.

      No obtuvo respuesta, pero cesó el estertor.

      —¿Me ves? —preguntó temblando.

      El pecho de Jimmy se hinchó. Donkin, apartando los ojos, puso el oído cerca de los labios de Jimmy. Se oyó algo como el estremecerse de una hoja muerta arrastrada por la lisa arena de una playa. Este murmullo tomó forma de estas palabras:

      —Enciende… lámpara… y… vete…

      Instintivamente, Donkin echó una ojeada por encima del hombro a la lámpara que ardía en lo alto; luego, apartando siempre los ojos, hurgó bajo la almohada en busca de una llave. La encontró muy pronto y durante los minutos siguientes, se apresuró a buscar con mano incierta, pero expeditiva, entre el contenido del cofre. Cuando se levantó, su rostro, por primera vez en su vida, pareció teñido de un rojo pálido, tal vez el calor del triunfo.

      Evitando siempre la mirada de Jimmy, que no se había movido, deslizó de nuevo la llave bajo la almohada. Volviéndose completamente de espaldas al lecho, se puso en marcha hacia la puerta como si fuese a cubrir una milla de camino. El segundo paso le hizo dar de narices contra la puerta. Cogió con precaución el botón, pero en el mismo instante recibió la impresión irresistible de algo que sucedía a sus espaldas. Giró sobre sí mismo como si le hubiesen golpeado en el hombro, con el tiempo justo para ver llamear de pronto los ojos de Jimmy y apagarse en seguida, como dos lámparas barridas por un golpe. Un hilillo purpúreo se deslizó de las comisuras de los labios a lo largo de la barbilla. Había dejado de respirar.

      Donkin cerró la puerta tras sí, sin ruido, pero con firmeza. Hombres dormidos, arrebujados bajo sus abrigos, formaban sobre la cubierta iluminada túmulos oscuros y deformes, semejantes a tumbas descuidadas. No se había hecho maniobra alguna durante la noche; así, pues, la ausencia de un marinero había pasado inadvertida. Donkin permanecía inmóvil, confundido de encontrar el mundo exterior tal como lo había dejado; todo estaba allí: mar, barco, hombres dormidos, y eso le producía un asombro absurdo, como si hubiese esperado encontrar a los hombres muertos y las cosas familiares desaparecidas para siempre; como si, viajero de regreso después de muchos años, hubiera esperado ver cambios sorprendentes. Se estremeció ligeramente bajo la frescura penetrante del aire y se abrazó a sí mismo, abatido. La luna declinante bajaba tristemente por el cielo occidental, como marchita por el beso helado de una aurora pálida. El barco dormía. Y el mar inmortal se extendía a lo lejos, inmenso, anublado, semejante a la imagen de la vida, con una superficie rutilante y oscuros abismos; prometedor, ávido, inspirador, terrible. Donkin le dirigió una mirada de desafío y se retrajo sin ruido, como si hubiese sido juzgado, maldecido y desterrado por el augusto silencio de su soberanía.

      La muerte de Jimmy, después de todo, cayó como una sorpresa tremenda. Todavía ignorábamos cuánta fe habíamos puesto en sus ilusiones. De tal modo habíamos estimado sus probabilidades de vida conforme a su propia evaluación que su muerte, como la muerte de una vieja creencia, conmovía las bases de nuestra sociedad. Desaparecía un lazo común: el poderoso, efectivo y respetable lazo de una mentira sentimental. Durante todo aquel día trabajamos con el espíritu ausente, la mirada recelosa y aire desengañado. En el fondo del corazón, juzgábamos que en el momento de su partida Jimmy había obrado de una manera pérfida y poco amistosa. No nos había sostenido como debe hacerlo un camarada. Al irse, se llevaba consigo la sombra lúgubre y solemne en que nuestra locura se había colocado, con una fatuidad harto humana, como arbitro enternecido de la suerte. Veíamos que en todo ello no había habido cosa parecida. Todo se reducía a la estupidez vulgar, a la más necia e ineficaz injerencia en problemas de la más majestuosa gravedad, al menos, si Podmore no mentía. Tal vez tuviera Podmore razón. Muerto Jimmy, sobrevivía la duda; y como una banda de criminales dispersada por un golpe de gracia divina, quedábamos profundamente escandalizados unos de otros. Algunos hablaban duramente a sus mejores camaradas. Otros se negaban a hablar con nadie. Sólo Singleton no se sorprendió.

      —¿De verdad ha muerto? ¡Claro! —dijo, señalando la isla que teníamos a estribor, pues la calma tenía todavía al barco cautivo de sus sortilegios a la vista de Flores.

      ¿Muerto? ¡Claro! No era él quien podía sorprenderse. He ahí la tierra, y allá, sobre la escotilla de proa, esperando al velero, el cadáver. La causa y el efecto. Y por primera vez en el viaje el viejo marinero se hizo vivaracho y locuaz, explicando e ilustrando, gracias a las reservas de su experiencia, cómo, en los casos de enfermedad, la vista de una isla —aun cuando sea pequeña—, es con frecuencia más funesta que la de un continente. Pero no podía decir la razón.

      Las exequias de Jimmy estaban fijadas para las cinco y la jornada nos pareció interminable, tanto por la inquietud mental como por el malestar físico. No poníamos interés en nuestra labor y, como es natural, encontramos en ella motivos de queja. En nuestro estado crónico de irritación y hambre, la faena era exasperante. Donkin trabajaba con la frente vendada con un trapo sucio y un rostro tan cadavérico que mister