que un criado tamil solía llevarle de contrabando, con infatigable devoción. Se narraban unos a otros la historia de sus vidas, jugaban un poco a los naipes o, bostezando y en pijama, holgazaneaban durante todo el día en sillones, sin hablar. El hospital se erguía en una colina, y una suave brisa que entraba por las ventanas introducía en la habitación desnuda la dulzura del cielo, la languidez de la tierra, el hechicero aliento de las aguas orientales. Había perfumes en él, sugestiones de infinito reposo, el don de interminables sueños. Jim miraba todos los días sobre los matorrales de los jardines, más allá de los techos del pueblo, por encima de las frondas de las palmeras que crecían en la costa, hacia el fondeadero que es una calzada del Oriente; al fondeadero salpicado de islotes enguirnaldados, iluminado por un sol festivo, con barcos como juguetes, con su brillante actividad semejante a un espectáculo de vacaciones, con la serenidad eterna del cielo del este y la sonriente paz del mar del este adueñado del espacio hasta el horizonte.
En cuanto pudo caminar sin bastón, bajó al pueblo para buscar alguna oportunidad de volver a su hogar. No existía ninguna por el momento, y mientras esperaba se vinculó, como cosa natural, con los hombres de su oficio que encontraba en el puerto. Eran de dos tipos. Algunos, muy pocos y a quienes se veía allí con muy escasa frecuencia, hacían una vida misteriosa, habían conservado una energía no destruida, con el temperamento de bucaneros y los ojos de soñadores. Parecían vivir en un loco laberinto de planes, esperanzas, peligros, empresas, más allá de la civilización, en los lugares oscuros del mar; y su muerte era el único suceso de su fantástica existencia que parecía tener una razonable certidumbre de logro. La mayoría eran hombres que, como él, arrojados allí por algún accidente, se habían quedado como oficiales de los barcos del país. Ahora sentían horror por el servicio de la patria, con sus condiciones más duras, su concepción más severa del deber y los peligros de los océanos tormentosos. Se habían adaptado a la eterna paz del cielo y al mar de Oriente. Amaban las travesías breves, las buenas sillas de cubierta, las grandes tripulaciones nativas, y hacían una vida precariamente fácil, siempre al borde del despido; servían a chinos, árabes, mestizos, y habrían servido al demonio si éste les hubiese facilitado las cosas. Hablaban sin descanso de las vueltas de la suerte; de cómo Fulano había conseguido el mando de un barco en la costa de China, trabajo descansado; de cómo ese otro contaba con una vivienda cómoda en alguna parte del Japón, y aquél hacia una vida regalada en la marina de Siam. Y en todo lo que decían —en sus acciones, en su aspecto, en sus personas— se podía advertir el punto blando, la parte de decadencia, la decisión de haraganear con comodidad a lo largo de la existencia.
A Jim ese grupo chismorreador, visto como integrado por marinos, le pareció al principio más in sustancial que otras tantas sombras. Pero al cabo descubrió una fascinación en la visión de esos hombres, en su apariencia de buena vida con una porción tan reducida de peligro y trajín. Con el tiempo, junto con el desdén primitivo, creció poco a poco otro sentimiento. Y de pronto abandonó la idea de regresar al hogar y ocupó un puesto como primer oficial del Patna .
El Patna era un vapor local tan viejo como las colinas, esbelto como un galgo y corroído por el óxido mucho más que un condenado tanque de agua. Era de propiedad de un chino, fletado por un árabe y mandado por una especie de renegado alemán de Nueva Gales del Sur, muy ansioso por maldecir en público a su país natal, pero que, en apariencia basado en la victoriosa política de Bismarck, sometía a un trato brutal a todos aquellos a quienes no temía; exhibía una apariencia de «sangre y hierro», combinada con una nariz púrpura y un bigote rojo. Después que el barco fue pintado por fuera y encalado por dentro, citando se hallaba anclado, con las calderas encendidas, junto a un espigón de madera, subieron a bordo alrededor de ochocientos peregrinos.
Lo hicieron por tres planchadas, entraron en torrente, acicateados por la fe y la esperanza del paraíso; irrumpieron con un continuo pisoteo y arrastrar de pies descalzos sin una palabra, un murmullo o una mirada hacia atrás. Y cuando pasaron al otro lado de las barandas dispuestas por todas partes en el puente, fluyeron de proa a popa, se desbordaron por las escotillas abiertas, inundaron los rincones internos del barco como el agua que llena un depósito, como el agua que llena las grietas y agujeros, como el agua que se eleva en silencio hasta el borde mismo. Ochocientos hombres y mujeres con fe y esperanzas, con afectos y recuerdos, se reunieron allí, llegados del norte y del sur, y de la periferia del Oriente, después de hollar los senderos de la selva, de cruzar en pequeñas canoas de isla en isla de pasar por sufrimientos, conocer extraños espectáculos acosados por raros temores, sostenidos por un único deseo. Llegaban de chozas solitarias de la selva, de populosos campongs a, de aldeas costeras del mar. Al llamado de una idea, habían abandonado sus bosques, sus claros, la protección de sus gobernantes, su prosperidad, su pobreza, el paisaje de su juventud y las tumbas de sus padres. Llegaban cubiertos de polvo, de sudor, de mugre, de harapos, los hombres fuertes a la cabeza de sus familias, los ancianos flacos avanzando sin esperanzas de regreso; los jóvenes, con ojos sin miedo, miraban con curiosidad; y tímidas jovencitas de larga cabellera caída, y las mujeres medrosas, embozadas y apretando contra el pecho, envueltos en los pliegues sueltos de los pañuelos de la cabeza, a sus niños dormidos, inconscientes peregrinos de una exigente creencia.
—Mire ese rebaño —dijo el capitán alemán a su nuevo segundo de a bordo.
Un árabe, el conductor del piadoso viaje, subió el último. Lo hizo con lentitud, hermoso y grave en su blanca vestidura y gran turbante. Una hilera de criados lo seguían, cargados con su equipaje. El Patna soltó amarras y se alejó del muelle.
Pasó entre dos islotes, cruzó en línea oblicua el ancladero de veleros, describió un semicírculo a la sombra de una colina y siguió cerca de una saliente de espumeantes arrecifes. El árabe, de pie en la popa, recitó en voz alta la oración de los viajeros del mar. Invocó el favor del Altísimo para ese viaje, imploró Su bendición para los trabajos de los hombres y los secretos objetivos de sus corazones; el vapor golpeaba, en el oscurecer, las tranquilas aguas del estrecho; y muy a popa del barco peregrino, un faro de torre helicoidal, plantado por no creyentes en un traicionero bajo fondo, pareció guiñarle con su ojo de llama, como burlándose de su misión de fe.
Salió del estrecho, atravesó la bahía, continuó su marcha a través del paso de «un grado». Siguió en línea recta hacia el mar Rojo, bajo un cielo sereno, bajo un cielo quemante y sin nubes, envuelto en un fulgor de sol que mataba todo pensamiento, oprimía el corazón, agostaba todos los impulsos de fuerza y energía. Y bajo el siniestro esplendor de ese cielo, el mar, sin una ondulación, sin una arruga, viscoso, estancado, muerto. El Patna , con un leve silbido, pasó sobre esa llanura luminosa y lisa, desenrolló una negra cinta de humo en el cielo, dejó tras de sí, en el agua, una franja blanca de espuma que desapareció en el acto, como el fantasma de una pista trazada en un mar inerte por el fantasma de un vapor.
Todas las mañanas, el sol, como si estableciera el ritmo de sus revoluciones según el avance de la peregrinación, surgía con un silencioso estallido de luz, exactamente a la misma distancia a popa del barco, lo alcanzaba al mediodía, derramaba el fuego concentrado de sus rayos sobre los piadosos objetivos de los hombres, resbalaba hacia delante en su descenso y se hundía misteriosamente en el mar, noche tras noche, conservando, adelante, la misma distancia respecto de las amuras de la embarcación que avanzaba. Los cinco blancos de a bordo vivían en medio del buque, aislados del cargamento humano.
Las toldillas cubrían el puente con un techo blanco, de proa a popa, y un leve zumbido, un bajo murmullo de voces tristes, era lo único que revelaba la presencia de una muchedumbre en la gran llamarada del océano. Así eran los días, inmóviles, calientes, pesados, y uno tras otro desaparecían en el pasado, como si cayesen en un abismo para siempre abierto en la estela del barco, solitario bajo un penacho de humo, firme en su trayecto, negro y ardiente en una luminosa intensidad, como encendido por una llama lanzada sobre él desde un cielo carente de piedad.
Las noches caían como una bendición.
Capítulo III
Un silencio maravilloso impregnaba el mundo, y las estrellas junto con la serenidad de sus rayos, parecían derramar sobre la tierra la certeza de una seguridad eterna. La joven luna curva, que brillaba muy