Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad


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rojo en la cabeza, silenciosos como fantasmas y despiertos como otros tantos perros de caza.

      Los ojos de Jim, que vagaban en los intervalos entre una y otra respuesta, se fijaron en un hombre blanco que se mantenía apartado de los otros, de rostro gastado y sombrío, pero con mirada tranquila que se clavaba directamente, interesada y clara. Jim respondió a otra pregunta y tuvo la tentación de gritar «¡De qué sirve esto! ¡De qué sirve!». Golpeó apenas con el pie, se mordió el labio y apartó la vista por sobre las cabezas. Se encontró con los ojos del hombre blanco. La mirada que se le dirigía no era la fascinada de los otros. Era un acto de volición inteligente. Entre dos preguntas, Jim se olvidó de sí hasta el punto de encontrar tiempo para un pensamiento.

      Este individuo —decía el pensamiento— me mira como si pudiera ver a alguien o algo por encima de mi hombro. Ya se había cruzado antes con ese hombre… tal vez en la calle. Estaba seguro de no haberle hablado nunca.

      Durante muchos días no habló con nadie, sino que mantuvo una conversación silenciosa, incoherente e interminable consigo mismo, como un prisionero a solas en su celda o un viajero perdido en una selva. En ese momento contestaba a preguntas sin importancia, aunque tenían un objetivo, pero dudaba de volver a hablar mientras viviese. El sonido de sus veraces afirmaciones confirmaba su opinión deliberada de que el hablar ya no le servía. Ese hombre parecía tener conciencia de su desesperada dificultad. Jim lo miró y luego desvió la vista con decisión, como en una despedida final.

      Y más tarde en muchas ocasiones, en distintas partes del mundo, Marlow se mostraba dispuesto a recordar a Jim, a recordarlo prolongadamente, en detalle y de manera audible.

      Ello ocurría, a veces, después de la cena, en una galería envuelta en follaje inmóvil y coronada de flores, en el denso anochecer moteado de ígneos fuegos de cigarros. De vez en cuando un pequeño resplandor rojo se movía de golpe y esparcía luz sobre los dedos de una mano lánguida, parte de un rostro en profundo reposo, o encendía un resplandor carmesí en un par de ojos pensativos, sombreados por un fragmento de una frente serena; y con la primera palabra pronunciada, el cuerpo de Marlow, extendido en reposo en el asiento, se inmovilizaba, como si su espíritu hubiera volado hacia atrás, por sobre el tiempo, y hablase por sus labios desde el pasado.

      —Oh, sí. Asistí a la investigación —solía decir—, y hasta hoy no dejé de preguntarme por qué fui. Estoy dispuesto a creer que cada uno de nosotros tiene un ángel guardián, si ustedes me conceden que cada uno también tiene un demonio familiar. Quiero que lo admitan, porque no me siento excepcional de ninguna manera y sé que lo tengo; el demonio, quiero decir. Es claro que no lo he visto, pero me baso en pruebas circunstanciales. Está aquí, y como es malicioso me deja meterme en ese tipo de cosas, ¿qué tipo de cosas, me preguntan? Pues lo de la investigación, lo del perro amarillo —nadie creería que un sarnoso gozque nativo pudiese hacer tropezar a la gente en la galería del tribunal de un magistrado, ¿no?—, el tipo de cosas que por caminos indirectos, inesperados, realmente diabólicos, me hace toparme con hombres con puntos blandos, puntos duros, puntos de peste oculta, ¡caramba!, y les afloja la lengua, con sólo verme, para sus infernales confidencias.

      Como si, en verdad, no tuviese que hacerme confidencias yo mismo, como si —¡Dios me ampare!— no tuviera suficiente información confidencial acerca de mí para torturarme el alma hasta el final del plazo que se me ha acordado. ¿Y qué Hice para ser favorecido de ese modo? Quiero saberlo.

      Declaro que estoy tan repleto de mis propias preocupaciones como cualquiera, y poseo tanta memoria como el peregrino común de este valle, de modo que ya ven que no tengo mucha competencia para ser un receptáculo de confesiones. ¿Y por qué, entonces? No sé… salvo que sea para pasar el rato después de la cena. Charley, mi querido amigo, tu cena fue muy buena, y en consecuencia estos hombres consideran que una tranquila partida de bridge sería una ocupación tumultuosa. Se regodean en tus sillones y piensan: «Al diablo con los esfuerzos. Que hable Marlow».

      ¡Hablar! Sea. Y es fácil hablar del señor Jim después de un buen festín, a sesenta metros sobre el nivel del mar, con una caja de cigarros decentes a mano, en una bendita noche de frescura y estrellas que haría que los mejores de nosotros olvidásemos que sólo estamos aquí porque se tolera que estemos, y nos dedicáramos a buscar nuestros caminos con luces cruzadas, vigilando cada uno de los preciosos minutos y de los irremediables pasos, seguros de que en definitiva conseguiremos llegar hasta el final con decencia —pero en fin de cuentas no tan seguros—, y con muy poca ayuda que esperar de aquellos cuyos codos rozamos a derecha e izquierda. Es claro que existen hombres, aquí y allá, para quienes el conjunto de la vida es como una hora de sobremesa con un cigarro: fácil, agradable, vacía, tal vez animada por cierta narración de luchas, que se puede olvidar antes que llegue el final del relato… Antes que llegue el final del relato, aunque no tenga final.

      Mis ojos lo vieron por primera vez en esa investigación.

      Tienen que saber que todos los relacionados de alguna manera con el mar se encontraban presentes, porque el asunto se había vuelto famoso desde hacía varios días, desde que el misterioso cable llegó de Aden y nos puso a cacarear. Digo misterioso, porque en cierto sentido lo era, aunque contenía un hecho desnudo, un hecho tan desnudo y desagradable como pueda existir. La costa entera no hablaba de otra cosa. Por la mañana, mientras me vestía en mi camarote, oí a través del mamparo que mi parsi Dubash parloteaba acerca del Patna con el camarero, mientras bebía una taza de té, de favor, en la cocina. En cuanto bajaba a tierra, me tropezaba con algún conocido, y la primera frase era «¿Alguna vez oíste hablar de algo que superase a esto?», y según su índole, el hombre lanzaba una sonrisa cínica, o se mostraba triste, o emitía uno o dos juramentos. Los desconocidos se abordaban con familiaridad, nada más que para descargarse el alma del peso del tema. Todos los malditos holgazanes del pueblo aprovechaban para beberse unos tragos a costa del asunto. Se oía hablar de él en la oficina del puerto, en lo de todos los corredores de buques, en lo del agente de uno, en boca de los blancos, los nativos, los mestizos; hasta del botero, sentado, semidesnudo, en los escalones de piedra, cuando uno subía, ¡caramba! Existía cierta indignación, no pocas bromas, e interminables discusiones en cuanto a lo que había sido de ellos ¿saben? Eso siguió así durante un par de semanas, o más, y comenzó a predominar la opinión de que lo que había de misterioso en todo eso resultaría ser también trágico, cuando un buen día, mientras me encontraba a la sombra de los escalones de la oficina de puerto vi que cuatro hombres caminaban hacia mí por el muelle. Me pregunté durante un momento de dónde había salido ese grupo tan extraño, y de pronto, puedo decir, grité para mis adentros: «¡Aquí vienen!». Y venían, no cabía duda alguna —tres de ellos grandes, y uno más grande de perímetro de lo que ningún hombre viviente tiene derecho a ser—, recién desembarcados, con un buen desayuno adentro, de un vapor de la línea Dale que había llegado una hora antes de la salida del sol. Imposible equivocarse; a la primera mirada distinguí al alegre capitán del Patna : el hombre más gordo de todo el bendito cinturón tropical que envuelve esta buena y vieja tierra nuestra. Lo que es más, unos nueve meses antes me había encontrado con él en Samarang. Su vapor cargaba en el puerto, y él maldecía a las tiránicas instituciones del Imperio alemán, y se remojaba en cerveza todo el día, un día tras otro, en la trastienda de De Jongh, hasta que De Jongh, quien cobraba un guilder por cada botella sin siquiera mover un párpado, me llamó aparte y, con la carita correosa toda arrugada, me dijo, en confidencia:

      —Negocios son negocios, pero este hombre, capitán, me enferma. ¡Uf! Yo lo miraba desde la sombra. Se apresuraba un poco, adelantado, y el sol que caía sobre él destacaba su masa en forma asombrosa. Me hizo pensar en un elefantito adiestrado que caminase sobre las patas traseras. Y además estaba esplendoroso, de una manera extravagante, ataviado con un sucio traje de dormir, de rayas verticales color verde intenso y anaranjado, con un par de raídas pantuflas de paja en los pies desnudos y un sombrero de corcho abandonado por alguien muy mugriento y que le iba dos números más chico, atado en la cima de la cabeza con una cuerda de manila. Fíjense que un hombre como ese no tiene la menor posibilidad cuando se trata de conseguir ropa prestada. Muy bien. Llegó, acalorado y deprisa, sin mirar a derecha ni izquierda,